Comentario
Abrumado por los encargos, en el taller todos los colaboradores son insuficientes y los comitentes no cesan de presionar al maestro, aun conscientes de las dificultades que ellos mismos plantean para cumplir los compromisos. Los nobles y priores que asisten a Valladolid procuran acudir a su casa, porque era un placer verle cincelar, y de paso, comprueban la relación que el maestro mantiene con la obra. Intentaban tenerle contento, los clientes se esfuerzan por que Gregorio se encuentre a gusto en su labor. Conocemos varias alusiones al carácter difícil y agrio del escultor. Era frecuente que la clientela hablara del humor en el que se hallaba, porque sus accesos de ira eran imprevisibles. Conservamos un retrato pintado suyo que puede confirmar esta personalidad compulsiva. La pintura estaba colocada en la capilla del Carmen junto a su tumba; el primero en tratar la cuestión de su sepultura fue Floranes, manuscrito que los siguientes historiadores han repetido. El retrato se atribuye a su amigo Diego Valentín Díaz, por el estilo y por la estrecha amistad que mantuvieron. Siempre se ha evidenciado la impronta velazqueña de este cuadro. Representa al maestro a la edad de cincuenta años, más o menos: es un hombre de pómulos fuertes, ancha nariz, grandes orejas y una frente despejada. En los detalles no se omiten la gran verruga cercana a la nariz ni el escaso pelo. Su mirada penetrante y la severidad del gesto corresponden a la de una persona consciente de su propia valía, que bien podía no reprimir sus cambiantes estados de ánimo.
En noviembre de 1624, asimismo, se compromete a hacer un inmenso retablo para la catedral de Plasencia. Es el trabajo más complejo que abordó, en unos momentos cruciales, tanto que hasta un año después no fue a la localidad para medir el espacio y tener el conocimiento del tipo de retablo que necesitaba esa capilla mayor. Dos asiduos colaboradores, Cristóbal y Juan Velázquez, realizaron la arquitectura. Terminar tamaña empresa se transformó en una fuente de sufrimiento: sus enfermedades ya eran patentes y el cabildo de Plasencia, receloso de que no pudiese acabar la obra, envía emisarios con frecuencia para influir en la ya de por sí voluntariosa actitud del maestro. La realidad al fin se impuso y se paralizó el problema de las continuas dilaciones en el tiempo al cambiar el proyecto inicial e incluir en el retablo cuatro grandes lienzos. Para ello contrataron a uno de los mejores pintores del país, Francisco Rizzi.
Las modificaciones se impusieron bien y el resultado es que este retablo es uno de los mejores existentes en España. La arquitectura, escultura y pintura están en consonancia maravillosa, en una armonía rara de encontrar en obras semejantes. La iconografía es una lección de la Iglesia contrarreformista que intentó resaltar el historicismo de la Iglesia como institución. En el centro, el origen de toda fe, la Virgen rodeada de sus padres, San Joaquín y Santa Ana; al lado, los patronos del obispado y a continuación los patrióticos santos: Santiago, san José y santa Teresa, todos ellos enmarcados por las potestades angelicales. Todo este programa se justifica porque debajo está el gran misterio, el de la Muerte en la Cruz. Hay una magnífica concordancia entre los temas y la solución técnica de la talla; a la Asunción se le da un papel esencial y la talla es una réplica de la que hizo en Miranda do Douro. El espacio en el que se mueven las esculturas centrales es el de movimientos más bruscos, sobrevuelan, rebasan los tableros. Es un espacio barroco tan complejo como el mensaje teológico. Si nos detenemos a comparar unas imágenes con otras, las mejores calidades artísticas están en las cabezas, parecen ser las que salieron de la gubia del maestro, mientras es lógico pensar que los cuerpos fueran obra de los ayudantes de su taller.
En 1528, el patrón de León, San Marcelo, adquiere su iconografía, bien definida por Gregorio como un militar de los Tercios españoles; tan agresiva indumentaria produce un curioso contraste con la trascendente espiritualidad de su rostro. Otros santos de arraigo popular como San Isidro Labrador (Dueñas, Palencia), patrón de Madrid, también son exaltados en el siglo XVII por una idea nacionalista, la misma que llevará al Rey a solicitar su imagen para la capilla real, donde el monarca aparece como defensor máximo de la fe de la nación. También hace Fernández efigies de los patronos de las ciudades; San Antolín de Palencia, para la catedral (h. 1606). Estas son figuras que a menudo están en hornacinas tapadas con cortinas, para protegerlas del inevitable humo de las velas y para incitar más la curiosidad que estos santos populares producían.