Comentario
La catástrofe de Vouillé (507)supuso la destrucción del núcleo y epicentro del Reino visigodo, situado en Aquitania. Además significó el fracaso de la política de acercamiento y colaboración activa con las aristocracias provincial-romanas, bien lideradas por la jerarquía católica, propugnada por Alarico II (484-507), y que había tenido sus momentos culminantes en el Concilio de Agde (506) y en la promulgación del llamado "Breviario de Alarico", actualización del Código teodosiano como Derecho territorial aplicable a todos los súbditos de la Monarquía goda.
La intervención de Teodorico el Amalo sirvió para salvar la misma existencia del Reino visigodo. Pero a partir de entonces el centro de gravedad del mismo pasó a estar ubicado en la Península Ibérica. Hecho que no sería totalmente percibido por la totalidad de los grupos dirigentes godos, como mínimo hasta el nuevo fracaso de la política franca de Amalarico (526-531), el nieto y sucesor del gran Teodorico. Por otro lado, el gobierno de éste, su intento fallido de crear un único Reino godo, fusionando visigodos y ostrogodos, supuso el trasvase al Reino visigodo de algunos expedientes administrativos ostrogodos, muy restauradores de las estructuras civiles imperiales, así como la consolidación de un grupo nobiliario de procedencia ostrogoda, que se reflejaría en los reinados de Teudis (531-548) y Teudisclo (548-549), que tenían ese origen. Por lo demás, estos soberanos, en especial Teudis, reforzarían la política de colaboración con las aristocracias hispanorromanas, reforzando el papel de liderazgo del episcopado católico. Política tanto más necesaria a la vista del avance de la Reconquista de Justiniano y del aislamiento progresivo de los visigodos como consecuencia de la misma. Con dicha colaboración se intentaría un nuevo avance en el completo control del espacio peninsular por parte de la Monarquía visigoda, en especial en sus áreas meridionales y del sureste, las más marginales o amenazadas por Bizancio. Sin embargo, esta política se había quebrado como consecuencia del estallido de un conflicto en el mismo seno de la nobleza visigoda ante los fracasos militares de Agila (549-554), que se resolvió en la revuelta del noble Atanagildo y en una guerra civil. La victoria de Atanagildo (554-567) no se logró sino a costa del apoyo de un cuerpo expedicionario bizantino, que obtuvo a cambio la cesión de una buena franja del litoral peninsular, desde Denia a Gibraltar, donde se establecería la provincia bizantina de España (555-625). Dificultades imperiales posteriores permitirían a Atanagildo en los años sucesivos una cierta consolidación en el interior peninsular, estableciendo también una vital política de alianzas matrimoniales con las Cortes merovingias de Austrasia y Neustria.
El último siglo y medio de historia visigoda se conoce como Reino de Toledo. Y en él se pueden señalar dos momentos que aparecen como claras inflexiones de carácter constituyente. La primera de ellas está representada por los reinados sucesivos de Leovigildo y su hijo Recaredo (569-601). Mientras la segunda lo está por los de Chindasvinto (642-653) y su hijo Recesvinto (649-672). Ambas épocas se caracterizarían por los esfuerzos del poder monárquico por mantener o crear un Estado centralizado, con una administración pública de tradición tardorromana -justinianea y protobizantina, mejor dicho- no totalmente en manos de la potente nobleza terrateniente hispanovisigoda, para lo que era necesario lograr la máxima unidad jurídica e ideológica de la sociedad hispanovisigoda, realzando el vinculo personal de súbdito frente a los lazos de dependencia personal de tipo clientelar y protofeudal. El reflejo constitucional de tales esfuerzos sería la promulgación de sendos nuevos Códigos legales: el "Código revisado", por Leovigildo, y el "Libro de los jueces", por Recesvinto.
Leovigildo fue el auténtico fundador del Reino visigodo de Toledo; aunque la capital pudo haber sido establecida en esta ciudad central por su predecesor Atanagildo. Sus campañas militares victoriosas le habrían llevado a la dominación efectiva de la mayor parte de la Península Ibérica. Tras la anexión del Reino suevo en el 585 sólo quedarían fuera del poder toledano la franja costera bizantina y algunas áreas marginales en la cordillera Cantábrica y País vasco-navarro. Esta política militar sería acompañada de importantes medidas de política interior destinadas a conseguir la unidad máxima del Estado y fortalecer las instancias absolutistas y centralistas de la Monarquía, en clara imitación de Justiniano. Sin embargo, el empecinamiento de Leovigildo en una política de unificación religiosa sobre la base de un Arrianismo dulcificado (Macedonismo) y la oposición nobiliaria y de sectores influyentes hispanorromanos, que se plasmó en la revuelta de su hijo Hermenegildo (579-584), impedirían al enérgico monarca conseguir todos sus objetivos. Su hijo y sucesor Recaredo habría continuado la política paterna, pero tomando buena nota de sus fracasos. Por ello llegaría a un rápido pacto con la poderosa iglesia católica hispana y los sectores sociales que ésta representaba. En el Concilio III de Toledo (539) se oficializaría la conversión del monarca y la nobleza visigoda a la fe católica, paso decisivo en la constitución de un Estado unitario hispanovisigodo.
Pero la conversión de Recaredo significaba reconocer por la Monarquía visigoda el poder e influencia institucional de una Iglesia y jerarquía eclesiástica cada vez más dominadas por la nueva nobleza unificada hispanovisigoda. Hecho mas que significativo si se tiene en cuenta que el reforzamiento del poder real buscado por Leovigildo y Recaredo chocaba radicalmente con un poder nobiliario fuertemente anclado en las tradicionales clientelas militares de raíz germánica, en los usos autonomistas de los senadores tardorromanos y en las dependencias sociales y económicas engendradas por la propiedad latifundiaria en vías de señorización. Por eso los años que van de la muerte de Recaredo a la subida al trono de Chindasvinto se encuentran marcados por la lucha entre el poder real y la nobleza, saliendo por lo general ganando la segunda.
De forma que, a pesar de los éxitos militares de soberanos enérgicos como Sisebuto (612-621) y Suintila (621-631), al final se impondrían reformas constitucionales en los Concilios IV (633), V (636) y VI (638) de Toledo, limitadoras del poder monárquico por las prerrogativas de la nobleza laica y eclesiástica.
Los reinados de Chindasvinto y Recesvinto, sobre todo el primero, marcarían uno de los esfuerzos supremos por fortalecer la institución monárquica y la idea estatal centralizada y de índole pública heredadas del Bajo Imperio. Pero, paradójicamente, tal intento se realizaría a partir del reconocimiento contradictorio de la insoslayable realidad de la estructuración sociopolítica visigoda sobre la base de una clase dominante latifundista, de la que dependía un gran número de campesinos mediante lazos de índole económica y extraeconómica, grupo dominante cohesionado entre sí por múltiples vínculos de dependencia y fidelidades mutuas. Todo lo cual habría de traer, como consecuencia inevitable, la formación de facciones nobiliarias en lucha continua por alcanzar la hegemonía, y fuente de beneficios, representada por el poder regio. La gran reforma administrativa realizada por Chindasvinto -y reflejada en el nuevo Código legal- no sería otra cosa que el intento de estructurar un Estado centralizado y poderoso sobre la base de tal realidad socioeconómica protofeudal. A la larga el fracaso estaba garantizado. Y ya el propio Recesvinto fue consciente de ello en el Concilio VIII de Toledo (653), en el que la poderosa nobleza laica y eclesiástica, además de criticar la política antinobiliaria de su predecesor, frenó las apetencias regias de controlar patrimonialmente los importantes recursos fundiarios de la Hacienda real. Y tampoco habría dado resultado el intento de Chindasvinto de crear una adicta aristocracia de servicio frente a la nobleza de sangre. Las duras purgas y confiscaciones realizadas por éste en el seno de dicha nobleza no habrían, al final, resultado más que en una concentración de las riquezas y dependencias sociales en unas pocas familias, con intereses y ambiciones cada vez más autonomistas y localistas.
La última fase de la historia hispanovisigoda vería la completa protofeudalización del Estado, hasta unos niveles nunca antes alcanzados en otros países occidentales. Los sucesivos monarcas del periodo -Wamba (672-680), Ervigio (680-687), Egica (687-702), Rodrigo (710-711) y Agila II (¿710-714?)- se debatirían entre los esfuerzos por reforzar el poder real, con una política de mano dura contra la nobleza (Wamba, Egica), y las concesiones a ésta (Ervigio, Witiza). Pero incluso los primeros no concebirían otra forma de fortalecer su posición más que aumentando la base económica personal y de su familia, y beneficiando a sus vasallos (fideles), concediéndoles tierras y jurisdicciones sobre los hombres. Y a pesar de ello durante estos años se multiplicarían los intentos de rebelión y usurpación por parte de nobles ambiciosos, incluso pertenecientes al círculo más restringido de los vasallos del monarca reinante. Al final la invasión islámica, conducida por el gobernador de la Ifriquiya califal, Muza, y su lugarteniente Tarik, habría sido propiciada por el estallido de una nueva crisis sucesoria a la muerte de Witiza. Tras un largo interregno, mientras un grupo mayoritario de la nobleza optaba por elegir, un tanto tumultuariamente, a Rodrigo, otros parece que decidieron propiciar la continuidad de algún familiar del difunto soberano, Agila II.
Como antes había ocurrido en más de una ocasión la facción minoritaria pudo ver en los musulmanes -que, de todas formas, se preparaban para el asalto al Reino visigodo desde hacía ya algún tiempo- el instrumento para imponerse en una guerra civil que, hasta entonces, había ido muy mal para ellos. En la misma batalla decisiva del Guadalete bastantes nobles visigodos harían defección, propiciando así la derrota de Rodrigo y los suyos. También como en el 673 las dos facciones entonces en lucha parecían tener unas referencias regionales muy marcadas, obedeciendo así a un proceso de protofeudalización muy avanzado. Mientras los partidarios de Rodrigo, probablemente antiguo duque de la Bética, debían ser numerosos en las zonas meridionales y occidentales de España, sus rivales, agrupados en torno a Agila II, lo eran en el valle del Ebro y la Narbonense. La alianza, más o menos formalizada o tácita, entre estos últimos y el invasor musulmán explicaría que la ocupación por éste de dichas zonas orientales del Reino visigodo se demorase algún tiempo. En todo caso entre el 716 y el 719 habrían acabado las últimas resistencias visigodas en tierras de la actual Cataluña, falta ya de una organización centralizada efectiva.
Y todo ello ocurría en el seno de un malestar cada vez mayor por parte de los sectores sociales más humildes, inmersos en un proceso de enservilamiento radical, agudizado coyunturalmente por factores catastróficos naturales -sequías hambrunas, epidemias de peste, etc.- repetidas cíclicamente. Y, en fin, con problemas de minorías ideológicas, como la judía, resueltos en falso, con soluciones como la conversión forzosa y hasta su dispersión y esclavización (694).