Época: Barroco Español
Inicio: Año 1650
Fin: Año 1700

Antecedente:
Murillo, Valdés Leal y su escuela

(C) José C. Agüera Ros



Comentario

A la llegada de Herrera el Mozo en 1655, Murillo ya tenía acceso mediante el canónigo Federighi a encargos catedralicios y tras contemplar la obra de aquél, pronto confirmaría sus propias inquietudes hacia una barroquización mayor. Se reconoce así que su colosal Visión de San Antonio de la catedral, pintada en 1656 y a continuación por tanto del Triunfo de la Eucaristía de Herrera, responde a lo aprendido de éste, al presentar una unidad compositiva nueva y reforzada por la iluminación gradual, rica en contraluces y matices de técnica que resaltan los escorzos y revoloteos angélicos. A partir de aquí no cesó de avanzar en la línea de efusión barroca y tras marchar Herrera sería el pintor más famoso y solicitado de Sevilla, por encima de Zurbarán que quedó rezagado y a mucha distancia de Valdés, lo que impide desde entonces considerarlos a la vez.
Con todo, hacia abril de 1658 y a la par que Zurbarán, Murillo viajó a Madrid, consciente de que aumentaría sus aptitudes con la visión de las ricas colecciones regias y el ambiente pictórico cortesano, donde entonces triunfaba su paisano Velázquez. Al volver apenas siete meses después a Sevilla se convirtió casi de inmediato en el pintor preferido no sólo de la Iglesia sino también de la ciudad, con éxito duradero hasta su muerte. Las causas del mismo fueron varias, pues parece fundamental que con independencia del tipo de clientela supiera mantener una calidad siempre homogénea. Ahora tenía como pocos un talento enorme para configurar tipos y temas, creando sobre todo en lo religioso asuntos e imágenes de devoción perdurables, escenas de género únicas y excelentes retratos. Pero además dominaba una manera propia, acorde con el pleno barroco asumido ya por el gusto hispalense, a base de graduar las formas con luminosísima fluidez y desplegando matices de colorido aún más ricos, al servicio de un constante sentido de la belleza.

Con todas esas claves obtuvo en adelante abundandísimos encargos, que parten de la Natividad de la Virgen pintada en 1660 para la catedral, hoy en el Louvre. Esta marca un hito del nuevo estilo logrado, que el pintor perfeccionaría hasta alcanzar grandes cotas y también supone un importante punto de partida en el incremento de su clientela eclesiástica. Esta fue cuantiosa, especialmente hacia 1665, cuando agustinos y capuchinos confluyeron con el canónigo don Justino de Neve en confiarle trabajos para las iglesias que tutelaban. Así, casi de forma simultánea y con una rapidez que no mermaba los buenos resultados, hizo para ambas órdenes las pinturas de los retablos mayores de sus templos, que en el caso de los capuchinos contempló además, durante dos etapas hasta 1669, otras tantas para los de las capillas laterales que convirtieron esta iglesia en un verdadero museo del pintor aún en vida. Pero la obra maestra de su estilo vaporoso fue la serie, hoy dispersa, de cuatro lunetos para Santa María la Blanca, antigua sinagoga remozada por Neve, donde dos mostraban la fundación de la basílica romana de Santa María la Mayor (Madrid, Prado) y los restantes la Inmaculada y La Fe (Louvre y colección privada). A continuación, el Cabildo Catedral reclamó de nuevo al artista para encomendarle, entre 1667?8, una Inmaculada y bustos de los Santos patronos de la Archidiócesis para la Sala capitular, donde siguen. Su último encargo eclesiástico importante fue -hacia 1680- el retablo mayor de los Capuchinos de Cádiz, realizándolo en 1682 y que apenas dejó iniciado al morir tras un accidente.

Junto a estos cometidos para la iglesia oficial realizó otros muchos, con carácter más privado y fundamentalmente religioso para algunos de sus miembros, entre los que sobresale el prebendado Neve. A instancias suyas se deben entre 1678?9 hasta tres lienzos de la Inmaculada, San Pedro y la Virgen con sacerdotes (Prado, colección privada y museo de Budapest, respectivamente), que ornaron la iglesia del Hospital de Venerables Sacerdotes fundado por aquél en 1676. El primero destaca por ser el exponente más sublime en la evolución de la temática concepcionista, al convertirla en una apoteosis mariana que justifica con otras muchas la fama de Murillo en este campo. Pero también le encargaron retratos, cual el del mismo Neve (Londres, Landsdowne) y el del canónigo Miranda (Madrid, Casa de Alba), cuya elegancia tiene una justa relación con los mejores del pintor flamenco Van Dyck.

Las instituciones piadosas y asistenciales como hermandades y cofradías, regidas por laicos, seguían proporcionándole encargos, de los que el último y más importante en monta y precio fue el de la Santa Caridad, a través de don Miguel de Mañara, rico comerciante reconvertido a la beneficencia y amigo del citado Veitia que, como pariente de Murillo, influiría en su elección aunque también participase Valdés. Entre 1667-74 y para la reconstruida iglesia de la Hermandad pintó ocho lienzos según un programa iconográfico cuidadosamente ideado por Mañara, que exaltaba el ejercicio de la caridad cristiana como vía de salvación. A ambos lados de la nave aparecían seis asuntos del Antiguo y Nuevo Testamento como jeroglíficos o alegorías de otras tantas obras de misericordia, hoy en parte dispersos, que se exaltaban aún más con otros dos, San Juan de Dios y Santa Isabel de Hungría, de análogo significado en sendos altares. Pese a inspirarse en pinturas y estampas ajenas tanto locales como foráneas, Murillo

desplegó aquí todo el saber que hasta entonces había aquilatado, resultando esplendoroso.

No toda su clientela en estas décadas de éxito fue de tipo religioso, pues también contó con la aristocracia local. Hacia 1660 realizó una serie de cinco historias de Jacob, ahora en varios museos, para el Marqués de Villamanrique, que curiosamente era protector de la Academia. En ellas manifiesta unas dotes para el paisaje que se le adjudican de antiguo y que tendrían que ver con una colaboración con Iriarte, pintor local especialista en el tema. Asimismo consta que por entonces pintó un retrato de don Antonio Hurtado de Salcedo, marqués de Legarda (Vitoria, colección), en atavío de caza que evoca la pintura madrileña con mayor luminosidad.

Pero sus grandes comandatarios civiles fueron los comerciantes de la pujante colonia extranjera existente primero en Sevilla y después en Cádiz, para quienes hizo los habituales cuadros religiosos, retratos y, lo que es más importante, escenas de género. Nombres como Francisco Báez Eminente, portugués; Joshua van Belle, holandés; Nicolás Omazur, flamenco; Giovanni Bielato, genovés, y Pedro Colarte Dowers, francés, jalonan este apartado y bien pudieron facilitar al pintor la visión de los cuadros nórdicos e italianos que tenían en sus domicilios. Sólo así se explican retratos como el de van Belle, de impronta muy holandesa, y el tan flamenco de Omazur, que, además, fue el más apasionado coleccionista de obras de Murillo. Igual ocurre con los asuntos de género, extraídos de la vida cotidiana, donde hallamos algún adulto que interpela y sobre todo pilluelos jugando, comiendo o vendiendo casi siempre con jovialidad, en los que se ha visto incluso alguna velada alusión erótica. La mayoría arranca de la década de 1660, todos son de alta calidad y constituyen en España una parcela casi exclusiva del pintor aunque ninguno se conserva en nuestro país, del que pronto salieron quizá tanto con quienes los encargaron como por el éxito que tenían en el extranjero.

Por último, cabe recordar siquiera la numerosa clientela particular, aún casi del todo anónima, para la que produjo muchos lienzos religiosos con las tipologías de la Virgen con el Niño, la infancia de Cristo y San Juanito, Santos diversos y desde luego de la Inmaculada. Lo favorecería la bondad de su arte y, cómo no, buenas relaciones similares a las que tenía en la profesión, pues no en vano el pintor e hidalgo Villavicencio y el canónigo Neve, su comandatario, actuaron como sus albaceas testamentarios.

Su fama, cimentada sobre todo por su pintura religiosa, especialmente en la vertiente mariana, gozó de un éxito continuado hasta finales del siglo XIX, declinando después hasta el desinterés. Su labor en esta temática hoy vuelve a reconocerse como magistral, pero interesa menos al gran público que su dedicación al retrato y sobre todo a los cuadros infantiles de pobres y pícaros, que ya no pueden sustraerse a su interpretación de testimonios de una época.

En definitiva, su producción reflejó todo un abanico de posibilidades temáticas y técnicas, que prolongaron hasta empobrecerlo sus numerosísimos discípulos y seguidores, cuando no la afectación y excesiva difusión. Tales imitaciones a lo largo del siglo XVIII y aún del XIX hasta la saciedad, fueron culpables en gran medida de la caída en picado que sufrió la estima y la estética de Murillo una vez superado el XX, hasta su rehabilitación casi en nuestro tiempo.