Época: Barroco Español
Inicio: Año 1650
Fin: Año 1700

Antecedente:
Murillo, Valdés Leal y su escuela

(C) José C. Agüera Ros



Comentario

Hacia finales de 1654 Valdés había regresado, como se dijo, a Córdoba donde contaba sin duda con cierto prestigio, pues sólo unos meses después, en febrero de 1655, logró un importante trabajo, el gran retablo de los Carmelitas Calzados, aún en su lugar. Con ello comenzaba a superar la mera clientela conventual, pues el contratante que lo financiaba era don Pedro Gómez de Cárdenas, noble edil cordobés, caballero de Calatrava y patrono del templo. Las pinturas, realizadas en más de tres años reflejan dos eventos transcendentales en la secuencia del artista: su traslado definitivo a Sevilla en 1656 y, por consiguiente, el influjo de Herrera y del nuevo barroco visto allí. Esto justifica el dispar estilo de los cuadros, pues contrasta la factura todavía prieta y claroscurista de los hechos residiendo en Córdoba (Bustos de Santas) con la más dinámica, ligera y colorista, decididamente barroca de los fechados ya en 1658 en Sevilla (Elías sobre el carro de fuego, Elías y Eliseo en el desierto). La representación aquí de sendas Cabezas cortadas del Bautista y San Pablo interesa mucho por ser en Valdés las primeras de un tema que, sin razón, se ha creído original creación suya, lo que resulta un tópico a tenor de una Cabeza cortada de mártir, anterior y firmada por Herrera el Viejo (Prado), a quien sí podría corresponder tal invención.
Una vez afincado en Sevilla, al igual que Murillo pero con diferente rumbo, encontró en Herrera el Mozo la clave para canalizar su fuerte carácter artístico hacia una manera muy personal de pintar, basada en una técnica de gran libertad y rico colorido. Gracias a ella salvaba los repetidos descuidos de dibujo, las frecuentes deformaciones de sus figuras y su peculiar desinterés por la estética, frente al uso de gestos y actitudes exagerados. Tras la marcha de Zurbarán en 1658, coprotagonizaría con Murillo, aunque siempre en un puesto secundario, los encargos de esa época. Con él participó en la fundación de la Academia, de la que llegó a ser Presidente. En cambio tuvo una clientela mucho menos variada, al ser predominantemente eclesiástica y ello dio por lógica un cariz en general religioso a su producción. Esta tampoco presenta, al analizarla globalmente, la continua calidad homogénea de la de Murillo, pues pese a sus aptitudes Valdés no siempre pintó con igual perfección, presentando altibajos e incluso incorrecciones según el poder, preparación y dinero del cliente como ha señalado Serrera, siendo ésta la causa de su menor prestigio en la posteridad.

Los trabajos para ámbitos conventuales siguieron siendo en primer lugar una actividad primordial en Valdés, pues a ellos dedicó buena parte de su madurez. Así en 1656, recién instalado en Sevilla contrató un ciclo de cuadros para el monasterio local de San Jerónimo de Buenavista, sobre la vida del Santo titular y los Venerables de la Orden, disperso hoy entre varios museos. El despliegue de maestría de esta serie, de agitadas composiciones con tipos filiformes hechos de pura luz (Tentaciones y Flagelación del Santo) y con fuerte caracterización (Venerables), dio paso enseguida a notorias desigualdades determinadas sin duda por el origen y finalidad de otros encargos. El contraste ya se aprecia al comparar las excelentes obras pintadas para la Catedral durante la segunda mitad de esa década y comienzos de la siguiente (Desposorios de la Virgen, 1657, San Lázaro y sus hermanas, 1657-9, Liberación de San Pedro, 1659?60, San Ildefonso, 1661, San Lorenzo, 1663) con otras de fecha próxima. Tales son las de los retablos de la iglesia sevillana de San Benito de Calatrava, hoy en la de la Magdalena, de hacia 1659-60, promovidas por don Luis Federighi, caballero calatravo y alguacil mayor, donde convive la elegancia de los asuntos principales (Calvario e Inmaculada) con las incorrecciones (San Miguel) y hasta feísmo (San Antonio) de algunos tipos.

Las diferencias de calidad crecen cuando se cotejan buenos cuadros sueltos de esos mismos años, 1660-1, quizá hechos para particulares entendidos frente a conjuntos destinados a comunidades religiosas. Sólo así se entiende que algunos cuidadosísimos, vibrantes y plenamente autógrafos (Alegorías de La Salvación, York, Museo y de La Vanidad, Hartford, Atheneum, Inmaculada con donantes, Londres, Galería Nacional) sean de cronología próxima a otros de suma desmaña y en parte debidos al taller como la muy torpe serie de los jesuitas sevillanos sobre la Vida de San Ignacio (Sevilla, Museo), de 1660-4. En este último año, como Murillo antes, en un viaje a Madrid reforzó el ímpetu y la perfección de su barroquismo, tras conocer las colecciones reales y a pintores de corte afines en la libertad de estilo, pues con ello se relacionan cuadros como la Asunción de 1665-9 (Washington, Galería), y otro más arrebatado del mismo tema hecho como pareja de una Inmaculada hacia 1670-2 para San Agustín de Sevilla (ídem, Museo).

Esos primeros años de la década de los setenta constituyeron por una parte el momento de la polarización de Valdés hacia trabajos decorativos y por otra el de sus encargos más famosos. En 1671, para festejar la canonización de San Fernando, se le confió diseñar y disponer las suntuosas decoraciones efímeras de la catedral de Sevilla así como los grabados del libro conmemorativo del acontecimiento. Todo resultó a satisfacción general y con ello evidenciaba una versatilidad que se demostraría mucho mayor al realizar entre ese mismo año y el siguiente sus pinturas para la Hermandad de la Santa Caridad, convocado como algo antes Murillo por Mañara. Al sutil ingenio y agudo entender pictórico de este último se debe que el artista realizara para la iglesia las magistrales Postrimerías de la caducidad de la vida (In Ictu Oculi) y la igualdad ante la muerte (Finis Gloriae Mundi), que completaban el programa ideado por aquél. La ejecución de las mismas es depurada, muy realista y tan tétrica que marcó negativamente su fama.

Con todo, los encargos importantes de los años siguientes fueron en su mayoría lienzos enormes pero de diferente bondad para otras ciudades andaluzas (Porciúncula, 1672, Cabra, Capuchinos; San Fernando, 1673-4, Jaén, Catedral; Sagrada Familia, 16735, Baeza, Catedral) e incluso para América (Serie de San Ignacio, Lima, San Pedro). En cambio, en su actividad sevillana, aunque algunos aún fueron de caballete como El retablo del arzobispo Spínola (1673, hoy disperso), se impusieron las grandes pinturas murales muy coloristas en la década de los ochenta. Así, en la Caridad prosiguió con decoraciones en la iglesia (1678-82, Santos limosneros, Evangelistas y ángeles) a la vez que con el penetrante retrato de Mañara (1681) para el Hospital, concluyendo su labor con el enorme e irregular lienzo de la Exaltación de la Santa Cruz del mismo templo (1684). Análogas ornamentaciones parietales desplegó en la iglesia conventual de San Clemente y la de los Venerables desde 1681 y 1686 respectivamente, ayudado cada vez más por su hijo Lucas, dejando sobre todo en la sacristía de la última un postrer y magnífico efecto de cuadratura (El Triunfo de la Cruz) parangonable sólo con los madrileños coetáneos.

Valdés por su genio desmesurado y singular apenas tuvo discípulos, salvo su hijo Lucas. Pero es tradición que también se adiestraron con él Arteaga y Torres. Por ello su apasionamiento quedó sin continuidad, mientras triunfaban el orden y la belleza de lo murillesco.