Comentario
Claudio Coello (1642-1693), prácticamente pertenece a la generación anterior, sólo que sobrevive a la misma. Nació en Madrid, en el seno de una familia de origen portugués. Su padre, broncista, colocó a su hijo en el taller de Francisco Rizi para que le enseñara los rudimentos del dibujo y luego usarlos para el diseño en su trabajo de broncista. Rizi se percató pronto de las cualidades de su discípulo para la pintura, por lo que convenció al padre para que continuara su aprendizaje como pintor. Sobre su personalidad y rasgos físicos comenta Palomino que "el semblante no era muy grato, y además de esto adusto, y melancólico; pero la frente espaciosa, y los ojos vivos, y reconcentrados, mostraban ser de genio agudo, especulativo, y cogitativo; como verdaderamente lo fue, con gran felicidad, y gusto, y capricho en lo que pensaba, y concebía en su mente, y gran facilidad en producirlo, y actuarlo".
El estilo refleja justo lo contrario del de su maestro. Si en éste la rapidez y la intuición en la ejecución o el efecto de conjunto eran la clave de su arte, en Claudio Coello el proceso de elaboración es mucho más lento. Fue un gran dibujante y nunca dejaba al azar ni un solo gesto o movimiento que pudiese parecer mal, representado. Palomino dice con respecto a su meticulosidad que "Claudio, por mejorar un contorno, daría treinta vueltas al natural". Sabemos por Palomino que gustaba de dibujar hasta horas desusadas y que estudiaba meticulosamente todos los dibujos que desechaba su maestro Francisco Rizi.
Como muchos de los pintores del momento fue tracista y decorador, y como ellos aprendió y copió las obras maestras, que se guardaban en las colecciones reales, de los pintores venecianos y flamencos. A estos modelos habría que sumar la posible influencia de los pintores italianos de la época, ya que aunque parece poco probable que viajase a Italia, dos de sus más íntimos colaboradores sí lo hicieron, Sebastián Muñoz y José Jiménez Donoso. De cualquier modo, su estilo es un constante ir y venir entre el arte colorista, de pincelada suelta, tradicional de la escuela madrileña del Barroco, y un estilo de dibujo prieto, de contornos precisos y composición monumental como la escuela clasicista italiana. Así pasa de obras coloristas como la Virgen adorada por San Luis (Madrid, Prado, hacia 1665-1668), a obras en que predomina el dibujo y la aparatosidad en la composición surcada de diagonales, planos superpuestos,... con en la Virgen adorada por santos y por las Virtudes Teologales (Madrid, Prado, 1669).
Entre sus obras destaca la producción religiosa, al menos hasta 1685, en que es nombrado pintor de cámara de Carlos II. Suele dedicarse a los grandes lienzos de aparato, es decir, a los grandes óleos que decoran los retablos. En este punto seguiría los pasos de Francisco Rizi. Como los artistas de su generación, su arte es precoz, ya que a los veintidós años firma el Triunfo de San Agustín (Madrid, Prado, 1664), cuadro muy aparatoso y efectista que sigue las normas del estilo que estableció Herrera, el Mozo, o su propio maestro, pero con un mayor cuidado del dibujo de sus figuras.
La Anunciación (Madrid, convento de San Plácido, 1668) la realiza cuando todavía se hallaba en el taller del maestro. Es un cuadro que se inspira en una composición de Rubens que, a su vez, la había recogido de Federico Zuccaro. El caso es que el tema es poco frecuente ya que no es exactamente una Anunciación, sino La Encarnación como cumplimiento de todas las profecías, con las sibilas y los profetas debajo de la escena de la propiamente dicha Anunciación. Es un tema que recuerda a motivos y cuadros manieristas. El Martirio de San Juan Evangelista (Torrejón de Ardoz, Iglesia parroquial, 1674) vuelve a utilizar la tradición del siglo XVI, en este caso el Martirio de San Lorenzo (El Escorial, Monasterio, hacia 1566-67) de Tiziano, como si con ello quisiera darle un gusto más clásico, más solemne a sus obras. Sin embargo, aunque se puede seguir el rastro de los modelos en que se basa, conserva siempre un estilo personal, un gusto por el estudio reflexivo de la composición. En este aspecto se le puede considerar el discípulo más aventajado de Rizi, pues ambos nunca imitan composiciones anteriores sino que las interpretan y hacen suyas.
Por eso, cuando muere Francisco Rizi, que iba a comenzar un cuadro conmemorativo para El Escorial, el encargo recae en Claudio Coello. La Adoración de la Sagrada Forma (El Escorial, Monasterio, 1690) supone la mejor prolongación del gran estilo de nuestro Siglo de Oro, y su mejor colofón. El cuadro conmemora un hecho real, el acto de contricción del rey Carlos II y su Corte en abril de 1684 por la ofensa realizada a los frailes del monasterio, cuando por orden del rey se detuvo a Fernando de Valenzuela, protegido de doña Mariana de Austria y que queda indefenso cuando la reina cae en desgracia. Fue detenido dentro del recinto del monasterio por unos nobles enviados por el rey, que fueron excomulgados. Para mitigar la culpa, el monarca se comprometió a construir un nuevo altar para una reliquia de una Sagrada Forma que se conservaba en el monasterio tras ser rescatada de las profanaciones de un grupo de protestantes holandeses. El cuadro narra el momento en el que el rey se arrodilla ante la Sagrada Forma en el acto de traslado al nuevo altar. El cuadro, por lo tanto, dejaba de ser un acto de penitencia del monarca y se convertía en una renovación del pacto de defensa de la Iglesia Católica por la Corona, continuando así la política seguida por los Austrias españoles.
Desde el punto de vista técnico el cuadro es un magnífico juego de perspectivas. Está situado al fondo de la sacristía, en el altar que conserva la reliquia, de modo que el espacio pintado del cuadro prolonga el espacio real del recinto. Por otra parte, el espacio descrito en el lienzo se difumina a medida que se aleja del espectador, con lo cual conjuga la perspectiva lineal de origen renacentista y la aérea más preocupada de la luz y de producir la sensación de atmósfera, algo que nos recuerda el espacio en los cuadros de Velázquez. A ello se añaden los retratos, verdaderas caracterizaciones psicológicas, de los personajes de la Corte de Carlos II, que si bien nos parecen algo secos en el dibujo reflejan perfectamente los rostros llenos de vida de quienes murieron hace trescientos años.
En las decoraciones murales Claudio Coello trabajó con dos artistas que se habían formado en Italia. En la decoración de la iglesia de la Mantería de Zaragoza, de 1683, le ayuda Sebastián Muñoz (hacia 1654-1690), artista formado con Carlo Maratti y en el que se ve claramente la nueva preocupación por el dibujo correcto. De Sebastián Muñoz apenas se conserva más que el lienzo del Funeral de la reina María Luisa de Orleans (Nueva York, Hispanic Society, 1689), un cuadro que señala las influencias de Claudio Coello en su arte, y con un fuerte sentimiento dramático tanto en la rígida composición, centrada en torno al catafalco de la reina, como en el carácter sombrío con la iluminación de los cirios.
Con José Jiménez Donoso (hacia 1632-1690), Claudio Coello colabora en las decoraciones de la capilla del Sagrario de la catedral de Toledo, 1671-72, y la de la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor de Madrid, 1672-73. Jiménez Donoso, por su cuenta, realizó cuadros con un fuerte sentido monumental por los fondos de arquitectura clásica, como en la Fundación de San Juan de Letrán (Valencia, Museo, hacia 1666).
Claudio Coello murió en 1693 y, según refiere Palomino, todos los que le conocían, fueron de sentir, que la venida de Jordán le costó la vida; y si ello no fue así, tuvo la desgracia de morirse en tan mala ocasión.
Lo que parece claro es que con la venida de Luca Giordano se empezaba a vislumbrar la característica más importante de los primeros tiempos de la pintura del siglo XVIII: la sustitución de los pintores españoles por artistas extranjeros en las preferencias de los reyes.