Época: Imperio ProtoBizanti
Inicio: Año 518
Fin: Año 610

Antecedente:
El Imperio Proto-Bizantino



Comentario

El siglo VI constituye el clásico del llamado periodo Protobizantino, centrado en el intento de reconquista del Mediterráneo occidental protagonizado por Justiniano. Este siglo de historia bizantina abarca los reinados de seis emperadores: Justino I (518-527), Justiniano I (527-565), Justino II (565-578), Tiberio (578-582), Mauricio (582-602) y Focas (602-610).
El corto reinado de Justino I se puede considerar como prólogo del de su sucesor. Entre otras cosas porque este militar de origen macedonio asoció desde muy pronto en las tareas de gobierno a su joven sobrino Justiniano. A la influencia de este último se debería un cambio decisivo en la política religiosa seguida por los emperadores anteriores, en especial por Anastasio, cual fue la ruptura con el Monofisismo, la reconciliación con el Papado romano y la firme defensa de la ortodoxia. Normalmente se ha relacionado esto con la misma procedencia de la nueva dinastía: gentes de Iliria que tenían el latín como lengua materna, y con principales apoyos en el ejército y funcionarios de los Balcanes y del entorno de la capital y en las provincias orientales.

Esos mismos orígenes y apoyos sociopolíticos podrían también explicar en buena medida lo que constituyó el capítulo más espectacular de la historia protobizantina: la reconquista occidental de Justiniano. Pues parece evidente que éste tuvo el decidido propósito de restablecer un equilibrio entre las provincias orientales y occidentales del Imperio, roto desde el mismo 395, y para ello necesitaba presentarse como defensor de la Ortodoxia niceno-calcedoniana que en Occidente representaban el Papado y el episcopado católico; uno y otro fieles exponentes de los grupos dirigentes tardorromanos de Occidente que en el norte de Africa, Italia y España tenían que convivir de mejor o menor grado con monarquías de origen germánico y de fe arriana. Un Bizancio ortodoxo podía ciertamente presentarse como el defensor de dichos grupos dirigentes, tiñendo de un lenguaje cristiano la vieja oposición entre Imperio y bárbaros.

No cabe duda que la idea de restaurar el Imperio Romano universal estuvo presente en el programa de gobierno de Justiniano desde muy temprano, y se adaptaba muy bien al temperamento visionario y cesaropapista del emperador, realmente consciente de protagonizar un destino providencial de unidad ecuménica bajo la Ortodoxia. Sin duda la mejor expresión de dicha intención es la de su famosa declaración del 18 de marzo del 536 (Novella, 30,11,2), según la cual decía estar dispuesto a restaurar el Imperio en su antigua extensión, tal como lo habían poseído los antiguos romanos, hasta sus fronteras naturales en el Océano, y que se había visto disminuido por la negligencia de sus antecesores.

Sin embargo, antes de poder iniciar tal reconquista Justiniano tuvo que enfrentarse a un grave problema interno que a punto estuvo de costarle el mismo trono: la llamada rebelión Nika del 527. El nombre de esta revuelta urbana de Constantinopla procede del típico grito que se solía lanzar en el hipódromo constantinopolitano por los diversos grupos de aficionados para alentar a los colores favoritos de sus cuádrigas de carrera. Dicha rebelión fue ciertamente una de las más graves y mejor conocidas de los frecuentes motines protagonizados por la población de la capital en estos siglos protobizantinos. Para entenderlas hay que tener en cuenta que las carreras en el circo constituían el momento más favorable para que se expresaran las aspiraciones y odios hacia el gobierno de los distintos agrupamientos sociopolíticos de la población capitalina; entre otras cosas porque a dichas carreras solían asistir el mismo emperador o representantes de su gobierno. A tal efecto los diversos aurigas se agrupaban en cuatro equipos, llamados según el color de su divisa: verdes, azules, rojos y blancos. Relacionados con estos equipos, cuyos partidarios ocupaban lugares fijos en el hipódromo, se encontraba la repartición de la ciudad en distritos, llamados demoi, que contaban con sus organizaciones o cúpulas de poder, y entre sus funciones estaban también las de policía de barrio y hasta guarda de un sector de las defensas de la capital organizando una especie de milicias urbanas. Éstas se encontraban monopolizadas por un corto número de gentes de influencia política y capacidad económica unidos por ciertos intereses económicos y con una común bandera religiosa, que se trasladaba de inmediato a la organización de los equipos o bandos del circo. Así en esta época los azules se encontraban dominados por gentes pertenecientes a la nobleza senatorial y terrateniente constantinopolitana, ortodoxos y con intereses en los Balcanes y partidarios de una intervención en Occidente. Por su parte el grupo rival de los verdes congregaba a grandes comerciantes y arrendatarios de servicios y bienes públicos, monofisitas y con intereses económicos y apoyos sociopolíticos en las provincias orientales. Pero las diversas cúpulas utilizaban como fuerza de choque, como instrumento de presión sobre el poder, el descontento de una población capitalina en un estado de depauperación creciente, que veía en el triunfo político de sus dirigentes y de sus ideas la única forma de asegurarse algo su miserable vida.

La gravedad de la rebelión Nika, del 11 de enero del 527, residió en la unidad de acción de los dos bandos más poderosos, azules y verdes, en su oposición violenta contra el gobierno imperial. Además de los típicos horrores y exigencias populares -quema de casas de ricos gubernamentales, destitución de los odiados burócratas del fisco, etc.- esta vez los amotinados llegaron a proclamar a un emperador, Hipatio. Tan sólo la entereza de la emperatriz Teodora, que conocía muy bien los resortes y tics del populacho constantinopolitano, y la lealtad de las tropas acuarteladas en la vecindad de la capital salvaron el trono para un Justianiano que por un momento pensó en abandonar el campo a su rival.

El triunfo sobre la revuelta popular permitiría a Justiniano lanzarse ya a un vastísimo plan de reformas internas y de expansión militar en Occidente, que en su conjunto se conoce bajo el nombre de Renovatio Imperii.

Sin duda, y como ya señalamos anteriormente, la expansión militar en el Mediterráneo occidental es el aspecto más sobresaliente de dicho programa, aunque no sería el más significativo del reinado de Justianiano para la historia de Bizancio; aparte de haber estado en el origen de una grave quiebra del equilibrio financiero y étnico-geográfico del Estado, de penosas consecuencias para el futuro. Dicha expansión se concretó en la reconquista del Reino vándalo en el norte de África y del Reino ostrogodo en Italia, así como de una estrecha y larga franja del litoral mediterráneo español en competencia con el Reino visigodo. Las razones programáticas e ideológicas de un tan grande esfuerzo militar y financiero ya han sido mencionadas más arriba. Pero no sólo la megalomanía de un emperador visionario y el peso de la tradición ecuménica romana fueron los causantes de la hazaña. Posiblemente hubo también intereses económicos y sociopolíticos. Las recientes y amplias excavaciones arqueológicas en Cartago y en otros varios lugares costeros del Mediterráneo occidental han puesto de relieve una progresiva penetración y aumento de las exportaciones de productos manufacturados orientales (egipcios, sirios y microasiáticos) a partir de las primeras décadas del siglo VI. De tal forma que en un nuevo contexto historiográfico partidario de ver una mayor continuidad de los contactos comerciales y de la unidad económica mediterránea, y en concreto en sus tierras occidentales, en estos siglos de la Antigüedad Tardía la reconquista justinianea sería consecuencia de la misma y con la finalidad de mantenerla pero desplazando su eje hacia el Mediterráneo oriental y en beneficio de los grandes centros artesanales y comerciales de Constantinopla, Egipto y Siria.

Dichas razones comerciales justificarían por qué la reconquista no pretendió avanzar mucho más al interior de los países afectados en sus fachadas mediterráneas por la ocupación bizantina, y el mismo interés por controlar el paso del estrecho de Gibraltar que daba acceso a la ruta marítima hacia el Atlántico norte, todavía frecuentada por navíos bizantinos en estos siglos. Así las operaciones militares en Occidente entrarían en el mismo contexto que otros esfuerzos de Justiniano por establecer contactos comerciales directos con países del medio y lejano Oriente. Tales intentos orientales se encuentran reflejados en la curiosa obra geográfica, más o menos paradoxográfica, de Cosmas, el navegante por el Indico. Por un lado habría tratado Justiniano de abrir una nueva ruta directa septentrional, por Crimea y el Turkestán, hacia los extremos de la China productora de seda; mientras que por otro habría buscado también asegurarse un acceso meridional y marítimo a los puertos del lejano Oriente a lo largo del Mar Rojo y con el apoyo del Imperio etíope y cristiano de Axum. Con ambas rutas Justiniano buscaba ciertamente romper el monopolio que los persas tenían de dicho comercio, tanto del de la seda como del de las especies. En tiempos de su sucesor Justino II se llegaría incluso a firmar una alianza con pueblos turcos contra Persia. La ruta de la seda, sin embargo, perdería importancia desde el momento en que unos monjes bizantinos lograrían hacerse con el secreto de la cría del gusano e hilado de la seda, lo que daría lugar a la creación de una potente manufactura de tejidos de seda en Constantinopla, Tiro, Beirut, Antioquía y Tebas de Beocia.

Coyunturalmente la acción militar de Justiniano en Occidente se vería temporizada por el estallido de crisis dinásticas en el seno de los Reinos vándalo, ostrogodo y visigodo, significativas tanto de las disputas en el seno de los grupos dirigentes de los mismos como de una cierta -mayor o menor- desafección de sectores prominentes de la sociedad provincial posromana de los mismos, bien encuadrada y representada por la nobleza senatorial romana (Italia), o por las noblezas municipales y jerarquías episcopales católicas (Africa y España).

El Reino vándalo fue el primero en caer, y sin duda la presa más fácil. En el 533 un pequeño cuerpo expedicionario de no más de 18.000 hombres comandado por el general Belisario destrozaría en las batallas de Décimo y Tricamaro al ejército vándalo que se había mantenido fiel al usurpador Gelimer. Algo más fatigoso sería limpiar el territorio de la antigua África romana de los pequeños poderes locales fundados en torno a agrupamientos tribales bereberes que la decadencia militar vándala había hecho surgir por doquier. En todo caso la nueva Africa bizantina -organizada militarmente en torno a una nueva Capitanía general (Magisterium militiae per Africam) y cinco ducados se reduciría en lo esencial a las antiguas Proconsular y Byzacena, con las áreas más costeras y llanas de la Numidia, y sólo unas pocas plazas navales en las antiguas Mauritanias, entre las que destacaba la de Ceuta, vigilando el estrecho de Gibraltar.

La conquista del Reino vándalo debió convertir a Bizancio en dueño de sus antiguos dominios en el Mediterráneo (Sicilia, Cerdeña y las Baleares), además de toda una red de relaciones comerciales favorables a la producción de vajillas de mesa y aceite norteafricanos. Y sabemos que Belisario pudo contar con el apoyo de poderosos comerciantes y armadores del Reino vándalo como quinta columna. Por ello parecía natural extender la reconquista a Italia y España.

En el caso italiano una ocasión propicia se presentó de inmediato, como consecuencia de la crisis dinástica que supuso la destitución del rey ostrogodo Teodato y su sustitución por Vitiges, con el apoyo de la mayoría del ejército ostrogodo. Así, la quiebra de la unidad en el grupo dirigente gótico, creado por la Monarquía militar de Teodorico el Amalo, se vino a añadir a las disensiones entre dicho grupo y la poderosa nobleza senatorial romana, ya surgidas en los últimos tiempos del gran Teodorico. Otra vez el encargado de las operaciones militares fue el triunfante Belisario, que pudo creer que dichas dificultades ostrogodas facilitarían enormemente su tarea, para la que inicialmente sólo disponía de un pequeño ejército de 8.000 hombres. Sin embargo, aunque las operaciones militares se iniciaron ya en junio del 535, sólo cayó en el 540 la vital Ravena, donde Vitiges sería hecho prisionero y enviado a Constantinopla. Sin embargo, en el año siguiente estallaría una rebelión general del ejército ostrogodo, cuyos mecanismos clientelares no habían sido desactivados, que sería capaz de realizar dos elecciones sucesivas al trono en las personas de Totila (541) y Teja (553). Los ostrogodos sabrían aprovecharse muy bien de las dificultades militares y financieras del Imperio en esos años, así como del malestar de la población servil italiana contra la nobleza senatorial terrateniente, principal apoyo de Bizancio. Serían necesarios el envío de nuevas tropas y de un nuevo general, el cubiculario Narsés, para poder quebrar definitivamente la resistencia desesperada ostrogoda. Pero aún después de la gran victoria imperial de Busta Gallorum (551) harían falta otros cuatro años hasta que se rindieran las últimas guarniciones godas en Italia meridional. El balance de la guerra gótica sería unas finanzas imperiales exhaustas, un enemigo aniquilado, y unas propiedades senatoriales arrasadas y con la población y estructuras campesinas muy trastornadas, para recuperarse de las cuales la península habida necesitado unos decenios de paz que la Historia posterior le iba a negar.

El turno de la Península Ibérica llegaría así en un contexto para Bizancio cambiado, y mucho menos optimista. Lo que explicaría que las ambiciones aquí fueran mucho menores no obstante que la situación podía haber sido tanto o más favorable. A mediados del siglo VI la Monarquía visigoda pasaba por sus peores momentos, con el estallido de una discordia dinástica y la subsiguiente guerra civil entre Agila y Atanagildo, mientras amplios territorios del sudeste y mediodía escapaban a todo control. El sector que apoyaba a Atanagildo buscaría el apoyo de Bizancio para vencer en la guerra civil. En el 555 un pequeño cuerpo expedicionario imperial desembarcaba en la Península, y con facilidad lograba controlar una estrecha franja costera entre Denia y Cádiz. Sin embargo, una cierta recuperación visigoda en torno a Atanagildo y la misma oposición de sectores de la nobleza municipal y del episcopado católico aconsejarían a Bizancio no intentar mayores conquistas en suelo español. Aquí se contentaría con afianzar la defensa del territorio y controlar al peligroso Reino visigodo arriano con una alianza con la pequeña Monarquía sueva católica del noroeste peninsular. Los tiempos de las grandes conquistas habían ciertamente pasado, mientras otras dificultades exteriores se presentaban para el Imperio en Oriente y en los Balcanes.

La opción occidentalista de Justiniano había significado sacrificar un tanto la defensa de las fronteras orientales del Imperio con su gran rival, la Persia sasánida. Necesitado de concentrar sus siempre escasos efectivos militares en la reconquista mediterránea el emperador optó por comprar la paz con los persas, firmando en el 532 una nueva paz eterna con Cosroes I Anusirvan a costa de la entrega de fuertes tributos. Sin embargo, aprovechando las dificultades de la guerra gótica, en el 540 Cosroes rompió la paz e invadió Siria, llegando hasta el Mediterráneo y Armenia. Justiniano no lograría restablecer la situación más que en el 562, con una nueva paz por cincuenta años y a costa de nuevos tributos.

Nuevos y más ominosos fueron los problemas balcánicos de Justiniano. La marcha de los ostrogodos de Teodorico el Amalo no había acabado con los problemas militares y de penetraciones bárbaras en las regiones de Iliria y Tracia. La desorganización del poder romano en estas tierras facilitó que pululasen en ellas grupos de marginados, esclavos y colonos fugitivos en su mayor parte, que se organizaban a la manera de las antiguas bandas góticas, y que las fuentes de la época califican de bandoleros o con el nombre genérico de escamares. En el 505, bajo el mando de un tal Mundo, habrían sido capaces de destruir una importante fuerza militar bizantina, llegando entonces a campear por sus respetos por buena parte de Tracia. Movimientos de marginados organizados en bandas militares de tipo clientelar que volverían a repetirse con fuerza en la séptima centuria del siglo VI. Sin duda estos problemas internos, con la consiguiente desorganización de las defensas y de la red de establecimientos imperiales, favorecerían las penetraciones de nuevos grupos de bárbaros de allende el Danubio. Penetraciones que serían protagonizadas fundamentalmente por grupos de eslavos o del pueblo asociado a ellos de los antas. Estos últimos habían lanzado ya una importante ofensiva en tiempos de Justino I. Mientras que numerosas tribus eslavas, más o menos encuadradas militar y políticamente por una minoría de origen búlgaro, no cesarían en sus penetraciones desde los primeros tiempos del reinado de Justiniano I, llegando en sus raids hasta el Adriático, el golfo de Corinto y el litoral del Egeo. Aunque de momento la mayoría de los grupos invasores optaba por retirarse a sus bases de partida una vez obtenido el botín.

Como señalamos anteriormente la Renovatio Imperii de Justiniano no se limitó a su reconquista occidental, sino que supuso también un amplio plan de reformas interiores del Estado. Éstas tuvieron el doble carácter de reconstrucción o codificación anticuarista y de adaptación del viejo edificio estatal heredado de los tiempos de Diocleciano y Constantino a las nuevas circunstancias. Lo primero estuvo representado fundamentalmente por la publicación del Corpus iuris civilis mientras que lo segundo se asocia a las importantes reformas administrativas promovidas por el prefecto del Pretorio Juan de Capadocia.

La obra de codificación del Derecho imperial romano tendría lugar en el 529 con la publicación de una nueva colección legal exclusivista: el Código de Justiniano. Éste venía a sustituir al anterior Código teodosiano, del que tomaba una buena parte de sus constituciones, pero las reorganizaba de manera más sistemática, disociándolas de las circunstancias de su legislación, las cohesionaba y las completaba con la consulta de anteriores colecciones legales, como eran los viejos Códigos Gregoriano y Hermogeniano de tiempos de Diocleciano. Unos años después, en el 533 la comisión de juristas reunida por el emperador publicaba el Digesto o Pandecta y las Instituciones. El primero codificaba para el futuro la rica tradición de la jurisprudencia imperial romana, y el segundo era un manual para el aprendizaje del Derecho. Con todo ello Justiniano pretendía una mayor centralización administrativa, y reforzar el poder absoluto del emperador. Sin embargo, el hecho de que en los años sucesivos Justiniano tuviera que publicar numerosas y prolijas novellae, o leyes nuevas, indica que su Código tenía demasiado de anticuarista.

Lo principal de las reformas administrativas se llevaría a cabo a partir del 535, tras el nombramiento de Juan de Capadocia como prefecto del Pretorio. Dichas reformas significaron una quiebra importante en el esquema impuesto por Diocleciano de rígida separación entre las funciones civiles y las militares en la administración territorial, así como un reconocimiento de los fallos de un sistema fiscal que descansaba fundamentalmente en la tributación directa (capitatio-iugatio) dioclecianea. En lo primero Juan de Capadocia no actuaría de una forma sistemática, sino más bien a tenor de las circunstancias, y con un claro afán de reducción del gasto burocrático. Así se procedió a la reunión de varias provincias en una sola, a la supresión de vicariatos, y muy especialmente a la asunción de atribuciones civiles por parte de algunos oficiales militares de nueva creación como fueron: los cuatro pretores de Pisidia, Licaonia, Paflagonia y Tracia; los condes de Isauria, Armenia III, Frigia Pacata, Galatia y Siria I; el harmosta de Helenoponto; el procónsul de Capadocia; y el cuestor del ejército justinianeo, con extensas atribuciones sobre Mesia, Escitia, Caria, Chipre, Rodas y las Cícladas. En especial esta última y excepcional circunscripción anunciaba el posterior mundo de los Temas de fines del siglo VII. La reforma de las finanzas imperiales persiguió una mejor y más directa explotación de los inmensos bienes inmuebles propiedad de la Corona, para lo que se creó la nueva administración central de la Domus divina en el 556, con numerosos administradores locales y uno central (curator). Reforma esta última que no era sino un reconocimiento de la insuficiencia del sistema tributario normal, ante la corrupción de los funcionarios y las autonomías cada vez mayores de determinadas provincias orientales clave, como era el caso de Egipto, a cuya caótica situación Justiniano habría tratado de poner remedio con su fangoso Edicto XIII del 538-539.

Un capítulo aparte del reinado de Justiniano lo constituye su política religiosa. Ésta fue el producto, y sufrió de las contradicciones, de la política occidentalista del emperador, así como de la misma concepción cesaropapista que éste tenía. Esto le llevó por un lado a acabar con los últimos refugios del paganismo militante, a cuyo objeto cerró en el 529 la famosa Academia de Atenas, cuyos miembros tuvieron que marchar a la Corte persa. Pero también hizo que el emperador optase por participar en la controversia entre el Monofisismo y la Ortodoxia. Buscando nuevamente una vía intermedia Justiniano escribió en contra de los llamados Tres capítulos -o escritos de los teólogos sirios Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Cirro e Ibas de Edesa, considerados nestorianos por los monofisitas-, a los que hizo condenar por un nuevo concilio ecuménico, el quinto, reunido en Constantinopla a la sombra del poder imperial en el 553. Pero esta condena no satisfizo a ningún bando, y de momento no produjo más efecto que un cisma con las Iglesias occidentales, que tuvo sus consecuencias negativas para el apoyo de las gentes de aquellas provincias, en especial en África y España, a Bizancio.

La historia del Imperio durante los reinados de los sucesores inmediatos de Justiniano no sería más que la evolución lógica de las contradicciones internas de un Estado desmesurado, con unas élites regionales cada vez más autónomas y menos vinculadas a las tareas de gobierno, y con un sistema fiscal en declive que no obstante había constituido hasta entonces el instrumento principal de unión económica entre la capital y las provincias orientales; desmesura y contradicciones del Estado que la reconquista occidental de Justiniano había aumentado en grado sumo, además de suponer un aumento del gasto estatal incompatible con unos ingresos menguantes vía imposición directa. Sin embargo, sería inexacto decir que durante este medio siglo el gobierno imperial dejara de hacer frente a los viejos y nuevos problemas y no imaginara soluciones novedosas y prácticas, como fueron las reformas administrativas de Mauricio. Y finalmente sería la crisis coyuntural en el seno de los propios grupos cortesanos y del ejército, y el exacerbamiento del malestar del populacho de Constantinopla, los que harían saltar por los aires al Estado protobizantino.

La crisis estructural del Estado se puso de manifiesto en las dificultades de la maquinaria militar para hacer frente con éxito a los viejos y nuevos retos exteriores planteados al Imperio. Éstos fueron principalmente protagonizados por longobardos, persas, ávaros y eslavos.

Como es sabido, los bizantinos no pudieron gozar por mucho tiempo de la paz lograda a tan alto costo en Italia. Las mismas necesidades militares del Imperio en su lucha contra los ostrogodos y el desguarnecimiento de los pasos alpinos habían provocado el abatimiento sobre la península de una nueva y peligrosa invasión germánica a partir del 568: la de los longobardos. Si las debilidades del invasor, producto tanto de sus efectivos militares como de su escasa cohesión política, facilitaron la defensa imperial, también contribuyeron a la partición de Italia en un mosaico de posesiones longobardas y bizantinas, a la constitución de una endémica guerra de fronteras, a la existencia de franjas de tierra de nadie y refugio de marginales y soluciones locales de acomodación entre los provinciales y los invasores, y a la imposibilidad de acabar con el problema longobardo con un único y excepcional esfuerzo bélico. Fuertes en el valle del Po desde muy pronto, con la plaza de Pavía, en la época de la anarquía subsiguiente a la invasión se constituirían potentes enclaves longobardos en el centro y sur de Italia con los ducados de Espoleto y Benevento. Los esfuerzos imperiales se concentraron en controlar los principales núcleos portuarios y urbanos de las costas y en mantener la unión entre los dos grandes centros de Roma y Ravena.

Problemas menores se presentaron en Africa y España, que no obstante contribuyeron a un desgaste permanente del esfuerzo militar del Imperio. En Africa el problema planteado por el surgimiento de protoestados bereberes siguió en aumento, favorecido por una desafección cada vez mayor de las élites provinciales hacia el Imperio, como consecuencia entre otras cosas de la misma política religiosa del gobierno de Constantinopla. En la Península Ibérica, tras el fiasco que representó el apoyo bizantino al rebelde príncipe Hermenegildo (579-584), el Imperio tuvo que enfrentarse a un claro fortalecimiento de la Monarquía visigoda en los últimos veinte años del siglo VI. Sin embargo, en líneas generales los imperiales lograrían controlar la situación y mantener lo esencial de sus posesiones a lo largo del litoral mediterráneo.

Los problemas seculares con los Sasánidas resurgieron cuando Justino II se negó a seguir pagando el pesado tributo acordado por Justiniano. Como en otras ocasiones el conflicto se centró en el control de la estratégica Armenia. Gracias al reclutamiento de soldados de la región el Imperio sabría llevar con una cierta fortuna una larga guerra de posiciones, que terminó felizmente en el 591, cuando el estallido de una crisis interna persa forzó a los Sasánidas a concertar la paz, cediendo al Imperio una gran parte de la Armenia persa.

En gran parte estos éxitos militares de Bizancio se debieron a una sabia política de reformas administrativas impulsadas por el emperador Mauricio. Este supo comprender la prioridad que las provincias y los problemas orientales tenían para la supervivencia del Imperio. Y supo crear un nuevo sistema administrativo para las provincias occidentales, capaz de conservar lo principal de las mismas con el menor esfuerzo militar y financiero. Dichas reformas se resumieron principalmente en la creación de los Exarcados de Ravena y Cartago, y de una estructura parecida (Magisterium militiae per Spanias) para la Península Ibérica. Dichos Exarcados consistieron en esencia en la creación de auténticos virreinatos en los que el poder supremo, tanto en lo judicial, fiscal y militar, se concentraba en las manos del exarca, general en jefe de las tropas allí estacionadas. Entregando el puesto de exarca a generales fieles a los destinos del gobierno central, Mauricio pudo conceder en todo lo demás una muy considerable autonomía, querida por las élites provinciales de Occidente. Sin duda el régimen de los Exarcados prefiguraba nítidamente al de los grandes Temas de los siglos VII y VIII.

Más difíciles de resolver con medidas administrativas y políticas fueron los problemas balcánicos. Aquí las penetraciones de los ávaros, creadores de un reino al otro lado del Danubio, acabaron por crear una situación caótica. A partir del 580, con la organización territorial imperial totalmente arruinada y las élites urbanas huidas, comenzaría la instalación definitiva de grupos compactos de campesinos eslavos en los Balcanes que, mezclados con la población campesina provincial, darían lugar al surgimiento de múltiples comunidades aldeanas libres. La reacción del gobierno imperial de Mauricio a estos hechos no se iniciaría hasta el 592, una vez resuelto el problema persa. Pero precisamente serían las fatigas de una guerra sin cuartel, con un enemigo impreciso y una región con las comunicaciones arruinadas, las que acabarían por crear un malestar en el ejército, descontento también por la escasa generosidad de un emperador agobiado por los problemas de tesorería. Cuando en el 602 el ejército recibió la orden de invernar en territorio enemigo estalló un motín, que proclamó emperador a un suboficial de escaso predicamento en los odiados medios de la Corte: Focas.

Pero Focas no fue sólo el producto de un motín de un ejército descontento. El nuevo emperador pudo triunfar también porque contó con el apoyo de una población de Constantinopla descontenta con el predominio de los medios senatoriales y de los burócratas cortesanos. Todo lo cual confluyó en que el gobierno de Focas se iniciara como una especie de revancha contra todo eso. Así el nuevo gobierno tuvo que permitir una profunda e irracional depuración en todos los rangos del ejército y la burocracia imperiales, que hasta entonces habían constituido el nervio unificador del Imperio. Hostigado por la destrucción de las élites de las provincias orientales, Focas propugnó una política religiosa totalmente antimonofisita, en busca del apoyo incondicional del Papado, llegando a reconocer a éste la primacía sobre todas las Iglesias del Imperio. Política religiosa que, por otra parte, no impediría el surgimiento de intentos independentistas protagonizados por las élites y exarcas occidentales.

En medio de motines populares continuos en la capital, con los Balcanes abandonados a las penetraciones ávaras y eslavas, se produciría finalmente, a partir del 605, la reanudación del conflicto con Persia. Rota la línea de defensa en la alta Mesopotamia, la invasión sasánida se extendió como un auténtico reguero de pólvora por todas las provincias orientales. Para ello contaba no sólo con la desorganización del ejército bizantino, sino también con la desafección de buena parte de las élites locales, divididas con la política religiosa, y el descontento de amplios sectores de la población: desde minorías judías inflamadas de pensamientos milenaristas que ayudaron al invasor, hasta muchos campesinos que vieron en la anarquía el mejor medio de escapar a sus obligaciones económicas y ataduras sociales.

Sería en medio de esta caótica situación cuando se producirla la sublevación del exarca de África, Heraclio. Con el apoyo de Egipto, vital para el aprovisionamiento de la capital, marchó al frente de una flota el hijo del exarca, también llamado Heraclio. Llegado a Constantinopla el 3 de octubre del 610 Heraclio sería fácilmente acogido como salvador. Focas sería de inmediato ejecutado y proclamada su damnatio memoriae.