Época: Imperio ProtoBizanti
Inicio: Año 400
Fin: Año 600

Antecedente:
El Imperio Proto-Bizantino
Siguientes:
La demografía proto-bizantina



Comentario

El campo protobizantino estaba dominado por un solo tipo de asentamiento, en el que podían coexistir dos formas de propiedad fundamentales: la pequeña y mediana propiedad campesina libre y la gran propiedad o dominio protoseñorial. Aunque esta radical distinción era con frecuencia mas jurídica que real, y entre medias existían formas de dependencia social y económica variadas, enmarcadas por lo general en la noción del patrocinio.
La aldea era el resultado de la preponderancia completa del hábitat agrupado en todas las provincias del Imperio, aunque entre unas aldeas y otras pudiera haber diferencias de tamaños y de funciones muy considerables. Por contra, el hábitat disperso era un fenómeno extraño que fue haciéndose más corriente a medida que se avanzó en el tiempo, y ello como consecuencia del surgimiento de ámbitos señoriales fortificados y provistos de alguna edificación religiosa. Pero un hábitat campesino disperso sólo se testimoniaría en las zonas semidesérticas del sur de Palestina.

Las palabras helénicas (kome, jorion) utilizadas para designar la aldea ocultan una enorme diversidad de realidades: desde los pueblos fiscalmente responsables y autónomos a aldeas propiedad de un dueño. En todo caso lo importante es señalar cómo en esta época la comunidad aldeana aparece frente al exterior como una colectividad solidaria, sujeto de obligaciones y responsabilidades fiscales, penales y religiosas. Lo que se correspondía ciertamente con comportamientos colectivos en el mismo interior de la aldea. A tal fin las fuentes nos hablan de la existencia de asambleas aldeanas, y muy especialmente de un consejo aldeano formado por diez primeros, sin duda las gentes de mayor fortuna. También cabe destacar la autoridad creciente, llegándose a convertir en muchos casos en el auténtico representante de la aldea, del clérigo o clérigos encargados de la iglesia local.

Resulta difícil realizar una sola descripción del paisaje agrario para todo el Imperio protobizantino, dada la diversidad de ambientes geográficos que éste abarcaba. Sin embargo, una cierta uniformidad existía como consecuencia de una cierta comunidad de hábitos alimenticios. De este modo no cabe duda que la cerealicultura era preponderante en todas las regiones, incluso en zonas áridas como Nessana en Palestina. Lo que con frecuencia conducía a rendimientos medios más bien mediocres, no superiores al 4-5 por 1. Junto con los cereales el vino y el aceite constituían los otros dos cultivos necesarios para la dieta mediterránea.

Estas exigencias de orden alimenticio y el ideal de autarquía hacían que el policultivo fuera la regla, aunque en algunas áreas concretas -Macizo Calcario de Siria- podía existir un monocultivo (olivar) con vistas a la comercialización. También era normal la coexistencia de un régimen de "open fields" con otros de cercados. En lo relativo al utillaje agrícola y a las técnicas aplicadas a los cultivos y a la transformación del producto la situación era de penuria general, siendo a este respecto indicativo el cuidado con el que el posterior Código Rural haría el inventario de los instrumentos agrícolas objeto de posibles robos. Aunque la fuerza hidráulica se conocía, sin embargo seguía siendo predominante el molino manual o movido por fuerza animal.

Un tema de debate ha sido el de la importancia y existencia de la pequeña y mediana propiedad campesina libre. Las fuentes a nuestra disposición la atestiguan en los lugares más diversos: Egipto, Hypaipa, Nesanna; mientras que el posterior Código Rural indica su frecuencia. Generalidad de la pequeña propiedad campesina que se relaciona con el carácter preponderantemente individual de la empresa agrícola, donde sólo la era y la prensa podían ser de uso comunal o de propiedad señorial. Y junto a ello las fuentes también testimonian la existencia de formas de cooperación en los cultivos, basadas en lazos de parentesco o de vecindad, pudiéndose dar también patrimonios mantenidos proindiviso entre varios herederos. Además, la comunidad aldeana en su conjunto podía ser propietaria de tierras mantenidas indivisas, normalmente dedicadas a pasto y sobre todo a bosque. Aunque existían también pastos y montes privados. La comunidad aldeana también podía proceder al reparto entre sus miembros de antiguas tierras privadas abandonadas, situadas por lo general en los confines del espacio cultivado.

La existencia de estas importantes solidaridades y usos comunitarios aldeanos no impedía que hubiera grandes desigualdades de fortuna y condición entre sus miembros. En la cúspide de la sociedad aldeana se encontraban los notables, en especial ese grupo de los diez primeros, que ejercían funciones de representación y gobierno de la comuna. Entre éstos se encontraban desde campesinos hasta propietarios rentistas, como ocurría en las importantes aldeas del Macizo Calcario sirio. En determinados lugares podían ser comerciantes o incluso titulares de cargos públicos. Por debajo de este grupo se situaban los pequeños propietarios libres, que cultivaban parcelas individuales o familiares, por sí solos o con la ayuda de algún esclavo, y que solían recibir el nombre de amos de casa (oikodespota), o ya simplemente agricultor (georgos), distinguiéndolos así claramente de los grandes propietarios absentistas, llamados dueños del suelo o de haciendas. En una posición todavía inferior, y además de dichos esclavos, se encontraban los jornaleros libres. También existían en las comunidades aldeanas algunas personas calificadas de obreros o artesanos (tejnitai), por su posesión y habilidad sobre algunas herramientas normalmente no poseídas por el común del campesinado, y por lo general empleados en trabajos relacionados con la construcción.

Pero sin duda una buena parte de los habitantes de estas comunidades aldeanas se encontraban insertos en los cuadros de la gran propiedad fundiaria. Aunque desde un punto de vista funcional no existían diferencias notables entre la gran propiedad y la pequeña, pues la primera, al objeto de su puesta en explotación, se encontraba subdividida en una mutiplicidad de parcelas autónomas trabajadas individualmente por una familia campesina.

La época protobizantina se ha solido identificar como propicia al avance incontenible de la gran propiedad fundiaria y su transformación en una estructura de tipo protoseñorial. La estructura interna de la gran propiedad nos es especialmente conocida para Egipto gracias a la conservación de ciertos archivos privados, como el perteneciente a los dominios de la familia de los Apiones. En el país del Nilo el avance de la gran propiedad en los siglos V y VI se habría realizado a costa principalmente de las tierras imperiales y públicas, y en menor medida de la pequeña propiedad campesina nunca muy abundante allí. En concreto la disminución de esta última se habría debido sobre todo al abandono de sus propietarios, superados por las deudas contraídas con algún gran propietario vecino como consecuencia de las exigencias fiscales o de la adquisición de simientes en años de débiles cosechas. Los grandes patrimonios, como los de los Apiones, denominados casas (oikoi), solían encontrarse compuestos de parcelas que con mucha frecuencia no constituían ningún coto cerrado, encontrándose dispersas en el conjunto de las tierras dependientes de una comunidad aldeana (kometikà). Aunque también existían estos últimos (ktemata), separados de la administración aldeana, y parcelas situadas en lugares marginales (exotike ge).

La gran mayoría de estas parcelas de la gran propiedad se encontraban trabajadas por colonos. Los textos jurídicos siguieron distinguiendo entre los sujetos con un vínculo indisoluble y hereditario a la tierra que trabajaban -denominados originarios, adscritos o enapografoi- y los teóricamente libres, con un contrato de aparcería (misthotoi), pero que su dependencia de una relación de patrocinio había convertido su subordinación respecto del gran propietario en algo perpetuo y frecuentemente hereditario. Por lo que la tendencia evolutiva de esta época fue la de una paulatina indiferenciación entre ambos tipos de colonos. Estos cultivadores pagaban al dueño de la tierra una serie de rentas tanto en dinero como en especie, así como realizaban una serie de prestaciones de trabajo. Sin embargo, no parece que estas últimas constituyeran auténticas corveas en el sentido del régimen señorial clásico del Occidente europeo, pues no servían para poner en explotación ninguna reserva dominical, sino que consistían fundamentalmente en tareas de acarreo, tratándose en definitiva de una forma de trabajo humano coercitivo de gran tradición en todo el Oriente antiguo.

En conjunto no parece que estas rentas señoriales constituyeran una carga muy difícil de soportar para el campesinado. No obstante que con frecuencia se haya afirmado lo contrario, presentando como prueba de ello la abundante legislación de la época contra la huida de colonos. Sin embargo, esta legislación lo que parece poner en evidencia no son tanto las cargas campesinas como la misma escasez de campesinos. De tal forma que lo que se trata de impedir con ello es la rivalidad entre los diversos grandes propietarios por hacerse con los servicios de mano de obra para sus tierras. Esta rivalidad se basaba en las mejores condiciones de trabajo ofrecidas por unos propietarios que otros. Mejores condiciones que no consistían precisamente en un menor peso de la renta señorial como en una mayor capacidad del gran propietario de defender a sus campesinos dependientes frente a otros poderes, en particular el Estado y las autoridades de la ciudad cabeza del distrito donde habitaban dichos campesinos, que acosaban a éstos con exacciones fiscales. Ya desde finales del siglo IV Libanio testimonia para el campo sirio en torno a Antioquía cómo muchos campesinos, e incluso comunidades aldeanas en su conjunto, buscaban la protección de un poderoso, con frecuencia un oficial del ejército, poniéndose bajo su patrocinio.

Sin duda el gobierno imperial, mucho más fuerte en Oriente que en Occidente, trató por todos los medios de oponerse a esta forma de patronato que visionaba una auténtica senoría elemental y ponía en entredicho las formas tradicionales de propiedad sobre la que se basaba el Estado tributario que en el fondo era el Imperio. Sin embargo, el Código de Justiniano no recogió ya las numerosas constituciones imperiales que entre el 360 y el 415 habían tratado de prohibir la proliferación de este tipo de relaciones de patronato. Y ello porque desde mediados del siglo V las cosas habían cambiado mucho. Fundamentalmente había desaparecido la anterior oposición entre propietarios fundiarios y otros detentadores de poderes, como consecuencia del hundimiento progresivo de aquellos propietarios absentistas urbanos incapaces de acceder a puestos de poder en la Administración imperial, el Ejército o la Iglesia, y la conversión en grandes propietarios fundiarios de otros poderosos provenientes de las filas del ejército o de la burocracia imperial. Una ley del 429 había ya reconocido parcialmente el derecho de los grandes propietarios a recolectar los impuestos estatales entre las gentes que vivían donde ellos tenían sus dominios, así como a ejercer la justicia y realizar actividades de policía sobre los mismos. Para la efectividad de dichos derechos de autopragia esos poderosos comenzaron a tener soldados privados mantenidos a sus expensas, los llamados bucelarios. Si todavía una constitución imperial del 468 declaraba ilegales este tipo de mesnadas privadas, en el 538 Justiniano les daría plena legitimidad, al menos para Capadocia.

A partir por lo tanto de mediados del siglo V merced a las relaciones de patrocinio y los derechos autoprágicos se irían conformando en el Imperio bizantino unos nuevos agrupamientos verticales en los que la raíz de subordinación no estribaba tanto en los tradicionales derechos de propiedad sobre la tierra como en los del ejercicio de una autoridad de orden público, pero de hecho en vías de privatización. Proceso en el que tendía a confundirse la antigua renta fundiaria pagada por los colonos al dueño de la tierra con los diversos censos estatales, y en el que la antigua oposición jurídica entre el gran dominio y la aldea libre desaparecía. Sin duda se trataba de un fenómeno de confusión entre el grupo social y el poder económico y el de soberanía política, por lo que en la terminología tradicional de Marc Bloch se podría hablar propiamente de la constitución de un régimen señorial protobizantino. Los rasgos distintivos de éste, frente al posterior del Occidente medieval, consistirían en: 1) la forma prácticamente única de las rentas señoriales serían los pagos en dinero y en especie impuestos a las explotaciones campesina; 2) existencia todavía de un Estado central poderoso, de manera que la fuente principal de los poderes señoriales residía en detentar poderes delegados de ese Estado, considerándose todavía ilegítimas ciertas usurpaciones señoriales, por más que éstas se hayan ido generalizando y se tengan que soportar. Además, las invasiones islámicas provocarían la pérdida de las provincias orientales y Egipto, donde tal vez se encontraban más avanzadas estas relaciones protoseñoriales; mientras que en Asia Menor y los Balcanes la implantación campesina eslava y los cambios forzados por la creación de un sistema defensivo tenderían tanto a recrear comunidades de campesinos libres como el poder autónomo de las autoridades cívico-militares del Estado. Todavía, cuando en los siglos V y VI tendían a consolidarse estas nuevas agrupaciones jerárquicas verticales, muchos campesinos seguirían obteniendo ventajas y libertades en la dialéctica de poder entre las diversas jerarquías de los mismos. A este respecto cabe mencionar el papel jugado por los poderes eclesiásticos.

No cabe duda que desde el siglo IV la Iglesia no dejó de aumentar su patrimonio fundiario en todas las provincias del Imperio oriental. Pero como nuevo poder la Iglesia no sólo trató de controlar la mas posible de las viejas formas de propiedad, sino que también procuró hacerse con otros tipos de ingresos provenientes del ejercicio de una autoridad propia, semejante y en paralelo a la política. A este respecto la Iglesia oriental trataría por todos los medios de convertir en regulares y forzosas las tradicionales ofrendas de los fieles. Para legitimarlas la Iglesia recurriría al ejemplo del Estado teocrático reflejado en la Biblia, reutilizando así viejos términos como los de primicias (aparjai), diezmo (dekaté), sacrificios (prosforai) y presentación de frutos (karpoforia). Sin embargo, todavía en tiempos de Justiniano (Codex Iustinianus, 3,38) el Estado seguiría prohibiendo los intentos de la Iglesia en convertir en forzosas y regulares estas entregas. Aunque la misma prohibición permita saber que para entonces en muchos distritos rurales del Imperio los obispos exigían contribuciones de una cierta importancia a los campesinos, en dinero, en especie y, sobre todo, en prestaciones de trabajo personal.

Sin duda tales entregas eran forzadas por la coerción que el mismo sentimiento religioso guardaba en su seno. Anatemas y negativa a dar los sacramentos eran algunos de los medios de presión más utilizados por el clero. Pero también con más frecuencia eran el mismo temor y reconocimiento de los campesinos por las virtudes curativas de determinarlo santuario, donde se encontraban las veneradas reliquias de algún mártir o santo, o donde residía algún santón, los que forzaban a las gentes a dichas ofrendas. Sin duda estos ultimas motivos reportaban grandes beneficios a los monasterios, hasta el punto que en algunos momentos pudo surgir una cierta malevolencia y envidia del clero diocesano hacia los monjes por tal motivo. Pero es que bastantes clérigos además de prestar consuelo espiritual y de interceder ante los santos patronos celestiales por sus fieles podían ejercer otro tipo de patronazgo más material sobre los mismos. Peter Brown ha señalado cómo las grandes figuras eremíticas y monacales de Siria en los siglos V y VI, del tipo de san Simeón el Estilita, ejercieron un auténtico patronazgo sobre comunidades campesinas. Un patronazgo que se oponía así a los abusos y exigencias que sobre los campesinos ejercían los propietarios fundiarios absentistas, las autoridades ciudadanas y del propio poder imperial. Unas comunidades campesinas que así habrían visto en estos santones, auténticos atletas de Dios curtidos en mil luchas con el diablo y sus representantes terrestres ocasionales, al hombre fuerte cuya protección todos buscaban en estos tiempos. Una protección que se oponía a otras jerarquías verticales -poder político, poder económico- que en estos momentos pugnaban por engrosar las filas de los agrupamientos sociales que lideraban. El poder de estos santones venía así a demostrar que en la sociedad protobizantina el poder derivado de la propiedad con frecuencia era más débil que el emanado de fuentes extraeconómicas, fuesen la violencia institucional de las autoridades estatales o el monopolio espiritual ejercicio por los representantes de Dios.

Sin duda el patrocinio ejercido por monasterios y santones sobre las campiñas de tantas provincias del Imperio tenía en gran medida su equivalente en el de los obispos sobre sus comunidades urbanas. Desde mediados del siglo IV las oligarquías urbanas habían venido monopolizando las sedes episcopales del Oriente bizantino; y, a diferencia del Occidente, esta situación continuaría sin grandes cambios en la siguiente centuria. A ello contribuyeron tanto un mayor poder de dichas aristocracias urbanas como mayores posibilidades para la aristocracia senatorial de ocupar puestos de gobierno en la administración imperial. Pero ya desde los tiempos teodosianos esos obispos se habían convertido en muchos lugares en auténticos patronos de sus comunidades ciudadanas, utilizando para ello el prestigio del culto de algún santo o mártir local. Esos patronazgos se habían reforzado en la mucho más conflictiva y azarosa vida religiosa del Oriente bizantino, comparada con la del Occidente. Prestigiados en la lucha contra los últimos vestigios del paganismo o contra las minorías judaicas, los obispos protobizantinos solidificarían su papel de patronos urbanos liderando determinadas opciones dogmáticas en el seno del Cristianismo. Sin duda la radicalización y fanatismo de las multitudes cristianas urbanas en torno a sus líderes episcopales, ortodoxos y monofisitas principalmente, se explicarían por esos patrocinios episcopales y no por la capacidad de masas semianalfabetas de distinguir las sutilezas de la controversia cristológica. Lo que hacían esas masas era cerrar filas en torno a un líder local en cuya santidad y sabiduría confiaban para ganar la vida eterna, y en su autoridad y poder frente a cualquier injerencia siempre extorsionante de los poderes externos.

Sin duda ese patronazgo eclesiástico tenía una de sus bases más sólidas en el desarrollo del evergetismo cristiano, tanto más influyente en la medida en que las ciudades protobizantinas por lo general sufrieron en los siglos V a VI un proceso de afluencia de población campesina por completo falta de recursos para subsistir. Así desde muy pronto se verá a los obispos de las principales ciudades interviniendo en los momentos de escasez de alimentos regalando grano a los pobres, sustituyendo así una función en otro tiempo ejercida por los notables de la ciudad. Y serían precisamente las instituciones eclesiásticas, tanto diocesanas como monásticas, las que poco a poco actuarían como intermediarias entre la caridad tradicional de los ricos cristianos y sus beneficiarios. Desde fines del siglo IV surgirán por iniciativa de determinados líderes eclesiásticos ámbitos precisos para el ejercicio de dicha caridad, desde hospitales y albergues para extranjeros (xenodochyum) y pobres hasta las públicas y diarias distribuciones de alimentos a los pobres desde la misma residencia episcopal. Especial mención debe hacerse de las llamadas diaconías, o asociaciones bajo el liderazgo clerical para ejercer la caridad, que pueden organizarse según el sexo o la profesión de sus cofrades. Es más, el mismo poder imperial que poco a poco ha ido abdicando de su tradicional vocación evergética puede otorgar a tales instituciones de caridad eclesiástica ciertas prestaciones fiscales de los colegios profesionales, o pueden eximir de impuestos a las rentas unidas a dichas instituciones. Mientras que por medio de la muy importante actividad caritativa de los monasterios el tradicional evergetismo urbano era capaz de superar los límites de la ciudad y extenderse también a los campos, a lo largo de las principales rutas, estableciendo así un nuevo nexo entre campo y ciudad en beneficio de unos nuevos liderazgos sociales de carácter eclesiástico.

La otra gran innovación de la caridad eclesiástica frente al antiguo evergetismo urbano fue su esencial limitación a un segmento de la población urbana, los pobres. Con lo que se rompía también la vieja identificación entre ciudadano y grupo privilegiado por ese mismo evergetismo frente a la gente del campo, pues entre los pobres asistidos se encontraban muchos campesinos afluidos a la ciudad de manera puntual y momentánea o estable y permanente. Además, a medida que se fue extendiendo la caridad eclesiástica el tradicional evergetismo imperial urbano fue decreciendo en importancia, incluso en la misma capital, Constantinopla. Desde mediados del siglo V los emperadores trataron de limitar, si no de suprimir, las tradicionales entregas de dinero a la plebe capitalina con motivo de la entrada en el consulado, reservando las más importantes a la sola majestad imperial. Y finalmente la más importante faceta de ese evergetismo tradicional y civil, la entrega de grano y otras especies alimenticias a la plebe de Constantinopla, cesaría desde mediados del siglo VII, con la pérdida de las ricas provincias egipcias, cuyas contribuciones de grano fiscal las había sostenido.

Pero no sólo fue el evergetismo la única cosa que sufrió decisivas transformaciones en la ciudad protobizantina. Uno de los debates clásicos entre los historiadores ha sido el de la dotación de la crisis de la ciudad protobizantina y de las actividades comerciales y artesanales relacionadas con la misma. Para ello los hallazgos y análisis arqueológicos de los últimos veinte años han resultado decisivos. Una conclusión general sería la de que una ruptura decisiva, una crisis evidente, con abandono o drástica disminución de bastantes asentamientos urbanos, sólo podría datarse a partir de mediados del siglo VII, con el inicio de la marea islámica. Sin embargo, parece evidente que la crisis y el cambio tenía raíces más profundas, que ya antes ciudades y actividades comerciales a larga distancia se habían ido reduciendo a las zonas más apropiadas y cercanas a las líneas de costa. De tal forma que el tipo de ciudad antigua del Mediterráneo oriental había venido sufriendo un debilitamiento desde hacía como mínimo un siglo, de modo que las razzias e invasiones sasánidas e islámicas del siglo VII no constituyeron más que un golpe de gracia decisivo sobre un modelo de ciudad ya en crisis. Por otro lado, cada vez que los datos arqueológicos se han ido haciendo más numerosos se ha ido imponiendo una cronología de la crisis y transformación diferenciada por ámbitos regionales cuando menos.

La vida urbana habría sufrido un primer eclipsamiento en los Balcanes y Grecia continental, de la que sería testimonio la desaparición de la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso, desde mediados del siglo VI. Por su parte los arqueólogos desde hace ya algún tiempo habían venido observando que en muchos valles del Mediterráneo oriental, en el periodo del 400 al 900, se podía observar la formación de un potente depósito aluvial. A falta de testimonios claros sobre un cambio climático una explicación alternativa para el mismo sería la del abandono y colapso de un sistema tradicional de agricultura basado en el abancalamiento de los valles para el cultivo del olivo y el viñedo. El abandono de unas producciones con claros fines comerciales habría facilitado la rápida erosión de las laderas. Además, la progresiva colmatación aluvial de los valles bajos y estuarios habría tenido desastrosas consecuencias para muchas carreteras, puertos y ciudades costeras, que se habrían visto obturados y convertidos en insalubres marjales.

En el caso concreto de las ciudades de Grecia continental su crisis definitiva cabría situarla a finales del siglo VI y en tiempos de Heraclio. Sin duda bastantes de estas ciudades habrían sufrido ya desde finales del siglo IV, con motivo de las invasiones bárbaras de la época; como serían los casos de Atenas y Corinto. No obstante la misma facilidad de las penetraciones y asentamientos eslavos en el siglo VII se explicaría por la misma debilidad de la red de ciudades balcánicas, y el deterioro de su influencia sobre su antiguo hinterland.

En Asia Menor la atención se ha focalizado sobre las llamadas veinte ciudades, que incluyen centros de tanta tradición comercial y urbana como Éfeso, Mileto, Pérgamo, Sardes y Esmirna. La Arqueología demuestra la vitalidad de estas ciudades en el siglo V y buena parte del siglo VI, habiendo podido mantener activas relaciones comerciales incluso con el lejano Cartago vándalo. Sin embargo, desde principios del siglo VII el panorama cambia radicalmente, testimoniándose por doquier destrucción y abandono, de las que ofrece un testimonio excepcional Efeso con sus barrios residenciales destruidos por el fuego hacia el 614 y ya no reconstruidos, sino que la ciudad se trasladó unos kilómetros más al norte, al abrigo de la potente fortaleza establecida sobre la colina de Ayasuluk. Esta traslación a lugares de más fácil defensa o su reducción a las antiguas ciudadelas, es decir, un proceso de encastillamiento de los centros urbanos, también se testimonia en otros lugares como Sardes, Pérgamo, Mileto, Priene y Magnesia.

En el Norte de Africa el proceso habría seguido pautas semejantes, aunque con una cronología más adelantada. Las importantes excavaciones de Cartago han demostrado que la ciudad siguió manteniendo una muy próspera actividad comercial y artesanal, con una activa interpelación con un hinterland dedicado a la producción de bienes para la exportación, hasta más allá de mediados del siglo V. Sin embargo, desde finales de éste se observa un creciente debilitamiento de Cartago y de sus actividades portuarias, convirtiéndose paulatinamente en un intermediario del comercio y la producción orientales, cosa que se había acentuado radicalmente con la reconquista de Justiniano. Esta última en el norte de Africa testimonia una clara reducción de la importancia de la otrora densísima red de asentamientos urbanos, con una reducción de sus áreas de habitación y su transformación fundamentalmente en puntos de defensa. Cuando desde mediados del siglo VII comenzaron las penetraciones islámicas éstas se encontraron con una red de ciudades en clara decadencia, muchas de ellas con escasa población para servirse de las importantes defensas levantadas por Justiniano y sus sucesores. Lo que explicaría que el invasor y sus aliados bereberes optaran por el abandono de muchas de estas antiguas ciudades, entre ellas Cartago, y la construcción de otros núcleos urbanos más próximos a las zonas de mayor densidad poblacional y actividad económica, en una nueva relación campo-ciudad mucho más autárquica.

Sin embargo, sería incierto hablar de colapso puntual del comercio protobizantino y desaparición de la vida urbana tradicional. Prueba de que se trató de un proceso de transformación más pausado y con aceleradores puntuales, y que hasta mediados del siglo VII no todo estaba perdido ha sido el hallazgo hace algunos años de un pecio naufragado frente a Yassi Ada, en la costa sudoccidental de la actual Turquía, hacia el 625. El barco desplazaba unas 30 o 40 toneladas y pertenecía a un tal Jorge, y en el momento de su naufragio transportaba un cargamento de vino en contenedores fabricados en serie, lo que indica toda una agricultura y una industria auxiliar pensada para la comercialización por vía marítima de sus productos en el Oriente bizantino de la época. Además, el barco llevaba un servicio fino de mesa para el capitán, portador también de monedas de oro y cobre. En definitiva, el barco del armador Jorge podía ser muy bien un espécimen propio de un Mediterráneo oriental basado todavía en un activo comercio de bienes de consumo y con una producción de tipo manufacturero; una y otra actividad radicadas en ciudades de tipo antiguo. Y todo ello todavía en el primer cuarto del siglo VII.

Sin embargo, no cabe duda que desde tiempo atrás el comercio de bienes alimenticios y la producción manufacturera asociada más o menos al mismo en el Mediterráneo se encontraban sometidos a factores de índole extraeconómica, situados fuera del mercado y relacionados directamente con la esfera de la política, fundamentalmente por medio de instrumentos fiscales. Por lo que el más mínimo cambio en estos últimos habría de afectar gravemente a dichas actividades comerciales y artesanales, y con ello a los grupos sociales urbanos más relacionados con las mismas y a la misma función y existencia de las ciudades.

El análisis de las inscripciones funerarias de una ciudad de tipo medio -Koryko, en Cilicia- durante los siglos V a VII ha permitido intuir la distinta importancia social y demográfica de las diversas actividades productivas en una ciudad protobizantina. De ello se deduce la gran importancia cuantitativa que en ella tenían las gentes dedicadas al sector servicios, entre los que se encontraban el numeroso clero y profesionales liberales, dependiendo por tanto un gran número de ellos de instituciones de carácter público. Sin duda el éxodo rural, que el aumento de la población testimonia, encontraría en los servicios más humildes y de menor cualificación profesional la mayoría de sus empleos. Tras el sector servicios aparecen aquellas gentes dedicadas a la transformación y venta de alimentos y de bienes de droguería, con un tercio de actividades que exigirían nula o escasa cualificación. Tras ellos aparece el artesanado textil, basado en la importancia de la producción de lino de la comarca y su fácil importación de Egipto por vía marítima. Fuera de esta producción artesanal otras actividades productivas son inexistentes o presentan muy escasas gentes a ellas dedicadas; posiblemente porque en la construcción se empleaba con frecuencia mano de obra rural itinerante en los meses de escasa o nula actividad agrícola. Los testimonios epigráficos también permiten deducir una clara tendencia a la herencia de los oficios y la escasa movilidad social existente en el seno de la sociedad urbana de la época. De todo lo cual se deduciría unas débiles posibilidades de crecimiento para las actividades productivas desarrolladas en la ciudad protobizantina, con el predominio absoluto de los servicios y de los bienes de consumo, con escasas posibilidades de emplear a inmigrantes del campo salvo en actividades de escasísima o nula rentabilidad: fundamentalmente empleando su fuerza motriz en trabajos ocasionales, o en actividades no productivas, producto de su ingenio, de auténtico desempleo encubierto y en más de una ocasión claramente delictivas, tal como señala para la Constantinopla del 539 una ley de Justiniano (Novella, 99).

Por otro lado el comercio y la producción artesanal se encontraban sometidas también a una serie de factores políticos por completo extraños a las leyes del mercado. Aunque no se volvió a realizar una tarifa de precios máximos como intentó Diocleciano a principios del siglo IV lo cierto es que desde mediados del siglo V se dieron intervenciones de las corporaciones y del gobierno para fijar precios y salarios, tratando las primeras de actuar de forma monopolística. Y si el poder imperial al principio trató de atajar tales intentos, a partir del 545 optaría por el camino contrario; aprovecharse fiscalmente de la concesión de monopolios a las corporaciones profesionales. El mismo préstamo monetario lejos de ser un factor de crecimiento económico se presenta como un medio más de extorsión de los pocos que tienen liquidez, el Estado y algunos poderosos, sobre el campesinado, que se sirve de él sobre todo para pagar sus deudas fiscales y la renta fundiaria.

En fin, también se detecta en esta época la circulación de numeroso bienes al margen del mercado y la tesorización de determinados objetos de lujo. Esto último se testimonia principalmente por parte de las instituciones eclesiásticas, del emperador y de algunos poderosos. Combinando dicha tesorización tanto objetos de lujos y prestigio -joyas, tejidos de seda- como monedas de oro, como reserva para tiempos de crisis y como signo de prestigio social. En todo caso estas prácticas conseguían drenar del mercado un número significativo de monedas, que iba parejo con una multiplicación de los intercambios sin especies monetarias, concebidos como un ideal a conseguir entre otros por el ideal monástico, tal y como se observa en múltiples textos hagiográficos de la época. Sin embargo sería inexacto hablar de una significación considerable de los intercambios en especie en esta época, que sólo serían mayoritarios al nivel de las pobres economías campesinas; en otros ámbitos, y más concretamente urbanos, sería preferible hablar de intercambios mixtos, con la intervención de la moneda y de bienes de consumo, como se atestigua especialmente en el sector servicios. Testimonio de esa continuidad de la moneda en los intercambios urbanos seria la nueva importancia concedida a la moneda de bronce, apta para los intercambios cotidianos tanto de bienes alimenticios como de servicios no cualificados, por Anastasio.

Por su parte el Estado, la Iglesia y los poderosos sustraen una parte considerable de los bienes al mercado, distribuyendo luego una porción de los mismos también al margen del mercado. Esta sustracción se hacía bien de forma directa o bien mediante la intervención del dinero. A este último respecto deberíamos recordar la generalización desde el siglo V y hasta finales del VI, del pago en moneda, fundamentalmente de oro, de los impuestos directos teóricamente expresados en especie en virtud del procedimiento de la adoración. Estas exigencias estatales de oro no habrían hecho más que disminuir el número de piezas en circulación, lo que acarreó un alza de su valor claramente perceptible a partir de Justiniano. Desde entonces se testimonia también una inflación de la moneda de bronce, cuya acuñación deja de interesar al Estado; lo que pudo ir parejo ya en el siglo VII a una misma disminución de los intercambios comerciales pagados en moneda.

De esta forma si se quisiera trazar un balance de la evolución de la ciudad protobizantina y de sus fines económicos habría que señalar dos épocas bien distintas. Hasta mediados del siglo VI se podría hablar de un claro crecimiento, detectable arqueológicamente por las múltiples construcciones datables en esos años y en casi todas las ciudades del Imperio. Construcciones que sin duda atraerían mano de obra campesina sin cualificar hacia la ciudad. Pero según se avanza en el tiempo el número mayor de edificaciones serán de índole religiosa, muchas de ellas con una finalidad caritativa. Lo que no dejaba de ser un síntoma de la proletarización creciente de la población urbana, cada vez más obligada a vivir de la economía de caridad eclesiástica. Arqueológicamente en más de un lugar esta proletarización urbana se detecta perfectamente por la aparición de pequeñas habitaciones de pobres materiales que invaden pórticos y calles. Al final una ciudad que había visto aumentar su población no productiva y con escasísimo o nulo poder de consumo, seria colapsada por ésta tan pronto como una coyuntura exterior dramáticamente desfavorable redujera drásticamente las posibilidades de punción fiscal por parte del Estado y obligase a éste a gastar parte de lo atesorado en las mismas instituciones eclesiásticas.