Comentario
Igual que para las sociedades occidentales también en el Imperio bizantino la demografía constituye un primer punto de análisis y evaluación de las realidades socioeconómicas durante estos siglos. También en este caso la doctrina generalmente aceptada ha sido la de un profundo y continuado descenso de la población, no compensado por aportes migratorios nuevos, aunque éstos sí hubieran podido causar una total transformación étnica de ciertas regiones del Imperio. Sin embargo, también aquí se impone al historiador la tarea de establecer la diferente incidencia de esta constatación general según regiones y según grupos sociales horizontales, y entre ciudad y campo.
Un primer hecho que llama la atención es la reiteración de las fuentes contemporáneas a la hora de recordar catástrofes con incidencia demográfica: hambrunas, epidemias, guerras e invasiones, inclemencias, etc. En particular estamos especialmente bien surtidos al respecto para la zona de Siria, gracias a la abundancia de material hagiográfico. Aquí las fuentes hablan con excesiva reiteración de inviernos muy rigurosos y prolongadas sequías. Hasta el punto que se ha supuesto un periodo climático caracterizado por la sequía, especialmente a partir de finales del siglo V. Estas sequías, seguidas de lluvias de primavera copiosas, no pudieron por menos de favorecer el surgimiento de la epizootia natural en todos los parajes mediterráneos de las plagas de langosta. Éstas se testimonien en las áreas de Mesopotamia-Siria-Palestina en los últimos seis años del siglo V, en el 516-517, en 582 y en 601. Datos sueltos que en todo caso indican su frecuencia y recurrencia.
La consecuencia inmediata de sequías sucesivas seguidas de una plaga de langosta era la destrucción de varias cosechas y el agotamiento de cualquier tipo de reserva alimentaria, en definitiva, la aparición de fuertes hambrunas. Así tenemos datos de la especial dureza de las surgidas en Edesa (Mesopotamia) en 499-502, Jerusalén en 516-521, Constantinopla en 542 y en todo el Oriente en 582. Pero en definitiva para muchas pobres familias campesinas del Imperio las penurias alimenticias eran algo frecuente en el momento crucial previo al inicio de la recolección de los cereales, en marzo y abril; momento para el que los relatos hagiográficos nos hablan de los milagros y obras de caridad llevadas a cabo por los protagonistas para paliar el hambre de los pobres. Por eso lo realmente catastrófico era la pérdida de varias cosechas secundarias y principales sucesivas, causadas por inclemencias naturales o por las destrucciones provocadas por invasiones hostiles. Además las dificultades y costos de los transportes producían una gran diversidad de situaciones, mientras el gobierno sólo se preocupaba en especial de mantener a Constantinopla a salvo de fuertes hambrunas, para lo que era esencial la llegada de la flota fiscal procedente de Alejandría. Para la inmensa mayoría de las capitales provinciales, por el contrario, sólo cabía depender de los recursos alimenticios producidos por su territorio circundante. Si por la mayor capacidad de compra de los grupos urbanos y por la misma punción sobre las rentas campesinas ejercida por el grupo de propietarios absentistas urbanos, el hambre primero hacía su aparición en la campiña; si ésta era realmente importante siempre terminaba por afectar a la ciudad en forma de alza desorbitada de los precios de los alimentos, que podía llegar a triplicar el de los años normales, al menos en algo tan básico para la dieta mediterránea de la época como eran los cereales. Crisis alimentaria urbana acrecentada además por el natural afluir previo de campesinos hambrientos de los alrededores en busca de la ayuda de las instituciones caritativas radicadas en la ciudad.
No cabe duda de que si el hambre estacional, estructural, era algo asumido por la estructura demográfica de la época, un caso diferente era el de las grandes hambrunas. En esos casos las fuentes existentes parecen abundar en la idea de que podían producirse pérdidas de vidas humanas de indudable importancia. Unida a otras calamidades naturales como la peste parece como si el hambre y su secuela demográfica se hubieran desarrollado a lo largo de ciclos, separados por no más de 35-40 años. Así a unos comienzos malos en el siglo V sucedería una catastrófica en Constantinopla en 445-446. Datos más abundantes para el siglo VI permitirían ver estos ciclos reducidos a la mitad del tiempo en las provincias asiáticas: 499-502,516-521, 534-535, 552-560, 582, 600-603. Desgraciadamente las hambrunas del siglo VI se verían dobladas en sus efectos perniciosos sobre la demografía por el azote cíclico de la peste. Pues la epidemia, al igual que el hambre, se presenta precisamente en primavera o verano.
La época protobizantina es conocida en la historia de la epidemiología por la aparición de la gran peste bubónica llamada de Justiniano. Ésta surgiría por vez primera en el 541-542, pero tendría recidivas cíclicas durante mucho tiempo después, normalmente en intervalos de 15 años: 558,573-574, 591,599. Las descripciones contemporáneas de la misma indican que se trató de algo nuevo, de una letalidad muy superior a las epidemias tradicionales. La enfermedad, vehiculada en especial por las ratas, afectó tanto al campo como a la ciudad, permaneciendo durante más tiempo latente en el primero y azotando con mayor intensidad en la segunda. Esto último se vio favorecido porque la peste del siglo VI alternó entre su tradicional forma bubónica y la pulmonar, pudiéndose transmitir esta última fácilmente entre los mismos hombres. La variedad pulmonar se sabe que tiene un curso más rápido y letal que la otra. Los efectos demográficos de la peste de Justiniano a falta de datos cifrados, deben calcularse por lo que conocemos de otras epidemias semejantes más recientes. Especialmente grave es que el grupo más afectado suele ser el de jóvenes adultos, con graves repercusiones para la sustitución generacional. De creer a Procopio el primer golpe de la peste habría causado graves destrozos demográficos en las campiñas del Imperio.
Las invasiones y las guerras por su parte tenían unos efectos demográficos perniciosos no tanto por la pérdida de vidas humanas en actos violentos como por la destrucción de cosechas y las consiguientes hambrunas. Máxime si se tiene en cuenta que por regla general el invasor pretendía vivir sobre el terreno y realizaba sus actos de guerra normalmente en primavera y verano. En esta época los efectos demográficos principales producidos por las invasiones habrían afectado a las regiones balcánicas del Imperio, estando especialmente bien testimoniados y estudiados arqueológicamente sus efectos sobre la Tracia. Golpeada en el siglo cuarto por las invasiones góticas, Tracia volvería a padecer en el quinto las húnicas, hasta el punto que en el 505 el gobierno imperial tuvo que establecer un régimen fiscal excepcionalmente favorable para esta región muy desorganizada. En el siglo sexto los efectos de las invasiones serían todavía más graves, especialmente con las oleadas búlgaras y ávaras del 550-560, que pudieron causar una auténtica despoblación de las campiñas trácicas. Por el contrario, otras regiones bizantinas objeto de frecuentes invasiones -Tiria occidental y Mesopotamia- sufrirían especialmente por la quiebra del comercio que suponían estas penetraciones hostiles, siendo ésta una fuente de riqueza muy importante para las ciudades del área.
Pero además de estas catástrofes y causas naturales la demografía protobizantina se vio afectada por otras motivaciones de índole psicológica, al tiempo que las mismas penurias demográficas incidieron en la misma concepción del matrimonio y de las relaciones familiares.
Los datos a nuestra disposición testimonian que la edad normal del matrimonio para los varones se situaba entre los 18 y 30 años, mientras que las mujeres lo contraerían antes, por la alta valoración que se tenía de la virginidad femenina: normalmente entre los 12 y los 16 años. De donde se derivaba una mortalidad pospueral más elevada de lo normal, además de un ciclo de embarazos con intervalos normalmente de dos años. Estadísticas realizadas sobre inscripciones funerarias, y pertenecientes a gentes de posición económica desahogada de Asia Menor, prueban una natalidad media por familia de unos seis hijos, aunque sólo cuatro por término medio llegarían a la edad adulta. Por otro lado, no debería perderse de vista que toda la cultura tardoantigua en Bizancio fue poco favorable hacia la actividad sexual y reproductora en general. Hasta el punto que algunos radicalismos de la herejía cristiana llegarían a negar toda sexualidad como pecaminosa. De forma que a los medios contraconceptivos y abortivos tradicionales se vino a unir entonces la pura y simple no relación sexual. A este respecto no debe despreciarse el número elevado de gentes en edad núbil que en cada generación escapaba al matrimonio con la aceptación del celibato de vocación clerical. Incluso no fue extraña la existencia de las llamadas subintroductae, o mujeres que vivían con un compañero pero negaban toda relación carnal, dedicándose en compañía a la práctica de la ascesis. Entre las gentes pobres éstas y otras formas de celibato, como el monacato, o alejamiento de la procreación, como era el caso de la prostitución, se veían favorecidas por el mismo éxodo rural huyendo de las miserias y sobreexplotación fiscal y señorial.
Frente a estas limitaciones para la necesaria reposición generacional se dieron también otras actitudes contrarias, o favorables, a la misma. De manera que se ha podido hablar de un reforzamiento de los lazos matrimoniales en la sociedad bizantina de la época. Así se testimonia una tendencia a celebrar el matrimonio a edades más precoces y a exigir una mayor estabilidad al mismo; lo que en la legislación se reflejaría en una igualación entre esponsales y matrimonio en tiempos de Justiniano. Al mismo tiempo se reforzará la autoridad paterna para fijar el matrimonio. La misma legislación justinianea igualará matrimonio y concubinato, en una clara tendencia a estabilizar cualquier tipo de unión o cohabitación heterosexual, que culminaría en el siglo VIII en la Ecloga de los emperadores isaurios. Por otro lado, a pesar de ciertas limitaciones eclesiásticas, el número de matrimonios consanguíneos parece que era bastante elevado, lo que venia a reforzar los lazos matrimoniales con los del parentesco, observándose así en la documentación de la época una importancia creciente de las relaciones entre tío y sobrino, siendo normal la herencia de cargos del segundo por el primero o los matrimonios entre primos hermanos, aunque esto último acabará encontrando la prohibición de la legislación eclesiástica (692) e imperial.