Comentario
En las provincias, como en Italia, la tierra estaba repartida de modo desigual. Son bien conocidos los latifundios africanos, en manos de particulares hasta la época de Nerón, quien condenó a sus dueños pasando la propiedad de los mismos al emperador (Plin. Nat., XVIII, 6,35). Pero también, en otras provincias, el emperador o miembros del Senado poseían grandes dominios agrarios. Así, Séneca, el filósofo, tenía diversas fincas valoradas en 300 millones de sestercios; sin duda, parte de ellas en Hispania, de donde era originario. Plinio el Joven, además de varias fincas en diversos lugares de Italia, poseía otras en Asia Menor (Cartas, III, 19; IV, 1; IV, 6; V, 6; etcétera).
Los dueños de esas grandes y medianas propiedades estaban en mejores condiciones de aplicar en las mismas las técnicas más especializadas: combinación de regadío y de secano, injerto de árboles y cruce de animales. La agricultura romana altoimperial se caracterizó por la capacidad de emplear todos los avances técnicos conocidos por las poblaciones sometidas, así como también por la búsqueda de técnicas propias.
La obra de Columela ofrece informaciones y directrices sobre todo tipo de suelos, formas y momentos oportunos para el cultivo de cada especie vegetal, modos de crianza de ganado, etcétera. Así, las lanas de las ovejas de la Betica eran el resultado de cruces cuidadosamente practicados por un tío de Columela, según él mismo nos dice (VIII, II, 5). Como síntesis de la asunción de lo anterior y de la innovación romana, basten estas palabras de Columela (V, XI, 2) sobre las técnicas de injertos en árboles: "... Los antiguos nos han enseñado tres formas de injerto" (la referencia a los antiguos incluye tanto a Catón y Varrón como a los tratadistas de agricultura griegos y cartagineses). Y, después de describir tales técnicas, añade: "Después de haber indicado la forma de hacer esos injertos, enseñaremos también una inventada por nosotros".
La mayor parte de la población campesina de las provincias vivía de la explotación de pequeñas parcelas de tierra. En los asentamientos de colonos llevados a cabo por César y Augusto, cada uno recibía 10 yugadas, es decir, 2,5 hectáreas. Así los veteranos del ejército y los excedentes de la plebe alimentaria de Roma convertidos en colonos pasaban a equipararse a las grandes masas de población del Imperio.
Contra una tesis muy extendida a partir de la obra de Finley, en la que se generalizaba sobre las malas condiciones de existencia de estas familias campesinas, Julio Mangas considera que su situación debió ser muy variada. Las posibilidades de redención económica de los pequeños agricultores se basan en situaciones que hoy no se pueden encontrar probablemente en ninguna parte de nuestro planeta. Por una parte, la densidad demográfica era muy baja, lo que permitía un amplio margen para la obtención de beneficios sirviéndose de métodos de economía recolectora: caza, pesca, recogida de productos para alimentar ganado doméstico, recogida de leña, etcétera. Pero, además, no necesariamente se daba la ley de los rendimientos decrecientes, como sostenía Finley, si, con una escasa extensión de tierra, se incrementaba el número de hijos en una familia. Pues las figuras del trabajador temporero y la del colono estaban cada día teniendo mayores posibilidades. Todo dependía de las capacidades, habilidades o fortuna de estos pequeños campesinos.
La fundación de colonias a comienzos del Imperio, con el consiguiente reparto de lotes de tierra a la población allí asentada, pudo presentar un carácter relativamente igualitario entre los nuevos posesores. Pero arqueológicamente va comprobándose que fueron apareciendo medianas propiedades en los mismos lugares y a lo largo del siglo II. Y la presencia de ricas oligarquías urbanas es un buen testimonio de esa concentración de la propiedad.
Un tercer rasgo del sector agropecuario altoimperial vino dado por las necesidades derivadas de la forma de configurarse el poder político y administrativo. Por supuesto que el abastecimiento de las ciudades y de modo particular de aquellos que concentraban mayor número de funcionarios o de artesanos demandaba productos agropecuarios de las poblaciones del entorno. Lo mismo puede decirse de los distritos mineros. Pero el mayor volumen era exigido por el ejército y por la población alimentaria de Roma.
Con la organización de un ejército distribuido en campamentos estables se facilitó en gran medida el abastecimiento del mismo. Así, las Galias contribuían a mantener al ejército del Rhin, Hispania al asentado en ella, Numidia a la legión de Lambaesis, etcétera. Pero ni las tropas permanecían siempre acantonadas ni todos los productos que consumían les llegaban de las regiones vecinas. El corpus de marcas de ánforas realizado por Calender y ampliado por Remesal, Chic y otros autores, permite comprobar que el aceite, el vino y la salazón (garum) de la Betica llegaban a las tropas del Rhin. La plebe alimentaria de Roma, entre 180.000-200.000 personas, recibía mensualmente una ayuda alimentaria que venía, sobre todo, de Egipto, de la provincia de África y de la Betica.
Esos dos grandes focos de consumo, ante los que el emperador era ordinariamente muy sensible por tradición y por el riesgo político que implicaba una mala atención, exigieron una organización compleja para evitar cualquier imposibilidad de ser atendidos ante fluctuaciones del mercado, especulaciones o años de malas cosechas. Desde Septimio Severo se estatalizó la organización de este servicio.
Quedan dudas sobre el grado de intervencionismo del Estado en cada fase de las operaciones, pero no parece posible que los administradores imperiales, procuratores Augusti o praefecti alimentorum, dejaran imprevistos. No tiene, por ejemplo, explicación razonable alguna cuando se examina el medio en que está emplazada la ciudad de Baelo (Bolonia, Cádiz) si no la relacionamos con su carácter de colonia, fundación nueva del emperador Claudio, con el fin de garantizar el aprovisionamiento de salazón (garum). Así, el Estado estimuló y condicionó en cierto modo el desarrollo agropecuario.