Comentario
La simple relación de las cifras globales -17 exposiciones, 2.557 expositores, 11.419 obras, 591 medallas, 6.999 menciones y 603 adquisiciones oficiales, aparte de los cerca de 2.000 artículos- deja bien claro su papel trascendental en el desarrollo de un arte al que los cambios sociales y la adecuación a las nuevas circunstancias, habían llevado a mediados de siglo, casi hasta su desaparición, sin que, paradójicamente, hubiera perdido su relevancia social. Del "España ya no existe" de 1851 se pasa a este florecimiento que demuestra lo acertado de la creación de las Exposiciones Nacionales, pues, como repetidamente reconoce la prensa contemporánea, cumplieron con el cometido asignado: el renacimiento del arte español.
Las exposiciones conforman un magnífico documento para el estudio del arte de esta época, ya que reúne el mayor elenco de artistas y obras del momento. Muchas de ellas están hoy recogidas en los museos, y, lo que es más importante, frente a la apatía de épocas más recientes, el Estado compró directamente en los certámenes más de 600 obras. Con ellas, si no estuvieran dispersas por distintos museos provinciales, organismos oficiales y hasta instituciones y residencias privadas, se podría formar un selecto museo, una síntesis del arte español del siglo XIX. Esta dispersión, englobada dentro de los denostados depósitos del Museo del Prado, constituye por sí misma, un precioso documento paró el estudio del gusto artístico de la época y sus repercusiones sociales, ya que lo mismo obedece a razones puramente estéticas -la conveniencia de difundir el gusto a las Bellas Artes y que los Museos Provinciales posean obras modernas, se argumenta en la Real Orden (1867) que regula los depósitos-, geográficas -la cesión del Descendimiento de la Cruz, del murciano Valdivieso al museo de su provincia-, romántico-sentimentales -D. Pelayo en Covadonga, de Luis de Madrazo, para la Colegiata de Covadonga- simplemente, ilustrativo-ornamentales, como los cuadros históricos depositados en distintas universidades -La primera hazaña del Cid, de Vicens Cots en la Universidad de Barcelona- o en el mismo Palacio del Senado, como Últimos momentos de Fernando IV El Emplazado, de Casado del Alisal.
Las exposiciones permiten seguir, también, el desarrollo de la crítica, indispensable en el arte contemporáneo, porque los periódicos y revistas se van a volcar en estos acontecimientos, provocando la proliferación de opiniones y comentarios. Faltos, por lo general, de una clara formación artística, justifican con el argumento de que la belleza se siente y no se define, alegado por el crítico ocasional Pedro Antonio de Alarcón, unas críticas normalmente literarias y descriptivas, acordes con el gusto de un público que se tenía por entendido, y merecía la fina ironía de Fernanflor: "No encontrarán ustedes -escribe en 1884- ser civilizado que, puesto ante las obras de arte de la Exposición, diga que no entiende de pintura. Todo hombre culto se avergüenza de decirlo, y no se avergüenza de confesar que no sabe hacer zapatos o tocar el clarinete".
Este sentimiento explica tanto la clara supremacía de la pintura frente a las demás técnicas -escultura y, sobre todo, arquitectura- como la aplicación de criterios de valoración subjetivos que en nada contribuyen a la necesaria evolución del arte y de las mismas exposiciones, muy al contrario, cada vez son más limitadores y anacrónicos, por lo que unidos a la misma prolongación de los certámenes en el siglo XX -con las secuelas de los trapicheos del jurado, ausencias de los artistas consagrados, excesiva generosidad medallera de la Administración, juicios personales y descalificación de la crítica, y falta de adquisiciones particulares- justifican su defunción, augurada ya por Juan de la Encina en 1924 -Las exposiciones nacionales se mueren, dejémoslas morir, pues su salvación está en la muerte, de hecho hace tiempo que están muertas- cuando las vanguardias comenzaban a triunfar en España.
Este final, sin embargo, no empaña la realidad de las Exposiciones Nacionales como freno a la decadencia del arte español de mediados de siglo XIX, y promotoras de su posterior renacimiento al encauzar la obligación del Estado, delegado por la sociedad, de velar por el desarrollo de unas actividades a las que, en gran medida, se debía el buen nombre de las naciones, garantizando su presencia en el momento y su memoria para el futuro. Al asegurar la competitividad y la profesionalización de los artistas, y favorecer la intervención de los aficionados, críticos y entendidos en el proceso artístico, trascienden la mera actividad artística alcanzando un relevante significado social como una respuesta más de los paradigmas del siglo: el progreso, la libertad de mercado, la cultura de masas. En consecuencia, tiene plena validez la afirmación de un suelto de "La Patria", en 1884: "Cada época tiene su sello especial que la caracteriza, y la presente se distingue por un signo particular que la da color y carácter propio cual es el de las exposiciones".