Comentario
Durante cien años, entre el 971 y el 1072, los fatimies soñaron con el triunfo de su proyecto religioso y político a partir de Egipto y alentaron un proselitismo intenso cuyo centro era la mezquita de al-Azhar en la nueva ciudad de El Cairo, que ellos fundaron. Consiguieron establecerse en el Yemen, intervenir como protectores en La Meca y Medina, e incluso defender Palestina y el sur de Siria frente a los bizantinos en el siglo XI, pero nunca poseyeron fuerza suficiente para pretender anexiones territoriales de importancia. Sus mayores éxitos tuvieron lugar en el ámbito de la promoción cultural, en el dominio de las rutas mercantiles del Mediterráneo y del Índico, que se anudaban en Alejandría, cuya importancia volvió a aumentar mucho, y en el desarrollo de una política interior eficaz y nada sectaria, que utilizaba el concurso de cristianos coptos y judíos: la actitud intolerante del califa al-Hakim (996-1021) fue una excepción. En aquellas circunstancias, la fiscalidad proporcionó recursos abundantes. El régimen fatimí, sin embargo, tenía sus puntos débiles, que manifestaron su peso a medida que el impulso de expansión se debilitaba: por una parte, los califas sólo disponían de un ejército mercenario heterogéneo y ajeno a sus ideales religiosos, que podía ser utilizado como elemento de presión en los momentos difíciles, por ejemplo cuando se producía una sucesión, pues el nombre del sucesor no se declaraba hasta que accedía al poder, o aprovechando la poca estabilidad de los visires que, sin embargo, eran la clave imprescindible de todo el régimen administrativo. Además, el descontento de la población aumentó desde el segundo cuarto del siglo XI, no sólo por motivos políticos sino también por los frecuentes años de malas cosechas. Tras la crisis de 1065-1072, se hizo cargo del gobierno efectivo el gobernador de Acre, Badr, un antiguo esclavo de origen armenio, y los califas, aun manteniendo su supremacía, hubieron de abandonar los antiguos proyectos.
Sus rivales abbasíes de Bagdad hacía mucho más tiempo que habían renunciado al poder, ejercido por los emires buyíes en el siglo que discurre entre los años 945 y 1055. Los buyíes consiguieron aquella continuidad gracias a su cohesión familiar a la hora de reconocer a cada nuevo emir y al dominio de todo el aparato administrativo y del ejército, integrado en parte por mercenarios turcos y daylamitas, cuyos miembros recibieron muchas tierras en usufructo o iqta, especialmente en Irán. Los emires eran si´ies o estaban cercanos a aquella postura religiosa pero siempre protegieron el sunnismo y el prestigio y funciones religiosas del califa, y promovieron la cultura literaria y artística en torno a una vida palaciega que conservó su brillo. Procuraron, además, llevar a cabo una buena política agraria y de regadíos, indispensable en Mesopotamia y en Persia, por ejemplo en el Fars, alrededor de Siraz. Pero Iraq ya no era el centro del imperio: samaníes, egipcios, emires sirios y otros poderes derivaban a su favor las principales rutas mercantiles y eran inasimilables políticamente. Cuando los buyíes cayeron ante la presión de los descontentos por su si´ismo y de los que deseaban la restauración del poder califal, su herencia política fue recogida por los turcomanos.
Con la entrada de los turcos selyúcidas en el Islam de Oriente y con el desarrollo contemporáneo del movimiento almorávide en Occidente, comenzaba otra época en la historia del mundo musulmán. La presencia de turcos en el interior del espacio islámico, como esclavos o mercenarios, e incluso la formación de poderes periféricos turcos en la frontera del Noreste eran, a decir verdad, bastante anteriores, corrían parejas con la islamización de poblaciones turcas y tenían que ver con rupturas de equilibrios o presiones de unos pueblos nómadas sobre otros en el Asia central. Los samaníes se habían servido ya de numerosos mercenarios turcos en el siglo X, antes de ser sustituidos por un régimen propiamente turco, el de los gaznauíes: Mahmud de Gazna (999-1030) se hizo dueño de su territorio, conquistó también parte de la India del Norte, y se convirtió en el mayor poder militar de su tiempo en aquellos vastos territorios, pero por la misma época los Karluks o Qarajaníes implantaban un nuevo poder turco en Transoxiana, al Norte del Amu Daria, en torno a Bujara, y facilitaban la inmigración e islamización de otros grupos de turcomanos procedentes del exterior.
Silyuq hace acto de presencia en aquel espacio fronterizo entre el mundo iranio y el Asia Central precisamente al servicio de los Qarajaníes de Bujara. Fue vencido por Mahmud de Gazna en el año 1025, que dispersó a sus seguidores. Una parte, encabezada por su hijo Arslan, se instaló en el Jurasan pero después fue enviada hacia la frontera de Armenia y Bizancio; otra, desplazada primero al Jwarizm, al Sur del Mar de Aral, bajo el mando de Sagri y Tugril, nietos de Silyuq, regresó al Jurasan e Irán oriental y se hizo con el control de todo el territorio entre los años 1028 y 1040, contando con la capacidad militar y administrativa de su población irania. Los gaznauíes quedaron reducidos al Zabulistan, en el extremo Este del mundo musulmán, mientras que los silyuqíes veían abierto el camino hacia el Irán y Mesopotamia: su avance fue lento, pues combinaban el modo de vida nómada con la paulatina sumisión de ciudades persas (Rayy e Isfahan, por ejemplo, entre los años 1040 y 1044), y, además, carecían de organización administrativa territorial propia. Cuando Bagdad les abrió sus puertas en el 1055, el califa otorgó a Tugril el emirato, añadido al título turco de sultán, y pareció incluso que la ortodoxia sunní de los conquistadores y su afán expansivo permitirían volver a los mejores momentos del pasado.
La defensa del sunnismo más ferviente caracteriza también a los nómadas que trastornaron la situación en el otro extremo del mundo islámico. A mediados del siglo XI el territorio se repartía entre dos emiratos fuertes en el Este, los de ziríes y hammadíes, y diversas ciudades-estado en el Oeste sujetas a dinastías locales como los Maghrawa de Fez. Las luchas entre latimos y omeyas de Córdoba habían inducido la decadencia del Magreb central, donde desembocaba la ruta sahariana a través de Siyilmasa, frente a la prosperidad comercial y agrícola de un Este algo más arabizado y urbanizado: sin embargo, la decadencia de los ziríes había comenzado antes de que, una vez que rompieron sus vínculos de dependencia con respecto a los fatimíes de El Cairo, éstos desviaran hacia aquellas tierras a las tribus árabes nómadas de los Banu Hilal y Banu Sulaym, instaladas en el alto Egipto desde hacía siglo y medio. Las llamadas invasiones hilalianas provocaron graves destrucciones y retrocesos de las tierras cultivadas en el interior de Ifriqiya, mientras que la actividad económica se concentraba en las zonas costeras, en torno a las ciudades, y causaron una agudización de la decadencia política y militar, coetánea a la que ocurría por otros motivos en el al-Andalus de los taifas, que dejaría sin contrapeso a la expansión de los almorávides en el Magreb occidental, pero aportaron un componente árabe de gran importancia en un Islam que seguía siendo mayoritariamente bereber.
El movimiento almorávide tuvo su origen en el Sahara occidental, entre las gentes de Siyilmasa y los nómadas bereberes de las tribus Sanhaya predecesores de los tuaregs, que dominaban el comercio de sal y oro, en un contexto de renovación islámica que protagonizan los santones (Abid-s): uno de los jefes tribales, Yahya ibn Ibrahim regresó de su peregrinación a La Meca en el año 1045 acompañado por el santón y reformador Abd Allah ibn Yasin, que daría forma al movimiento. Los nómadas reformados comenzaron a denominarse al-murabitun, o sea, combatientes de la fe que habitaban en los ribat de la frontera; aumentaron su poder al agruparse en torno a la tribu de los Lamtuma, tomar Siyilmasa (1053) y Awdaghost y controlar, con ello, el comercio sahariano. Su jefe Abu Bakr ibn Amar comenzó la conquista del Sur marroquí, tarea en la que le sucedió su sobrino Yusuf ibn Tayfin, con el apoyo de su mujer Zaynab, que le facilitó gran cantidad de relaciones y fidelidades en su país. El conquistador fundó Marrakech en el año 1062 como centro de operaciones y punto terminal de las rutas saharianas y avanzó hacia el Norte y el Este: Fez abrió sus puertas en el 1069 y si los almorávides no llegaron a entrar en Argel, después de extenderse por el Magreb central, se debió a la llamada de los reyes taifas de al-Andalus y a su intervención en el ámbito hispánico. Con ellos, el Islam de occidente entraba en un tiempo histórico nuevo, cada vez más independiente y alejado del resto del mundo musulmán.