Época: Judaísmo
Inicio: Año 1700 A. C.
Fin: Año 1300 D.C.




Comentario

Que tengamos a Moisés por figura respondente en todas sus características a lo que entendemos por reformador religioso no autoriza a pretender que el yahvismo por él impulsado no tuviera larga prehistoria en continuidad, manifestada en unos estadios previos que dejarían su huella en las formas ulteriores y las harían posibles. Las tradiciones bíblicas de toda suerte y época, invariablemente, entroncan en el yahvismo mosaico las particularidades y experiencias religiosas del período patriarcal, en el convencimiento de que el Dios de la alianza no es otro que aquél que tuteló a Abraham y su descendencia, se manifestó a ellos y de ellos recibió la correspondencia de sumisión y culto.
Yahvé es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; el Dios que sacó a Israel de Egipto para hacer luego pacto generoso y a la vez exigente con el pueblo. Y es posible que esta idea tradicional responda a una continuidad de hecho más que al artificio de atribuir los elementos básicos de una religiosidad tardía a muy dudosos antecesores. La historicidad intrínseca de los recuerdos patriarcales y la conciencia que los hebreos posteriores tenían de enraizarse en ellos, permite propugnar una conexión directa entre el Dios habido por exclusivo en algunos viejos clanes seminómadas y el que selló con su pueblo la alianza sinaítica.

La identidad de los asiáticos que vivieron en Egipto pudo girar en torno a la idea de un Dios propio, el de sus grupos, irreductible a las divinidades astrales o zoomórficas de la tierra que les acogía u oprimía. La teofanía de Yahvé era nuevo paso de entendimiento con ese Dios que tenían por más suyo que los demás, o por único suyo; nuevo paso, o culminación. Los grupos que no participaron en la cautividad y huida de Egipto, depositarios de tradiciones atávicas similares, aunque infestados de politeísmo de corte cananeo, no tuvieron que hacer demasiado esfuerzo para reconocer en la vivencia que traían los procedentes del desierto una tradición más pura que la que ellos habían conservado, pero no menos propia. Desde ahí se produciría la mezcla de recuerdos y la reinterpretación del complejo caudal religioso hasta quedar en lo que los libros de la Escritura presentan.

La Biblia ofrece, por todas partes, indicios de superposición de estadios religiosos diferentes y circunstanciales, que bien pueden suponer continuidad evolutiva. Hay un estadio de religiosidad nomádica: el Dios del padre, divinidad tribal vinculada a una línea familiar, a un clan, a un grupo de gentes, que se mueve con ellos y recibe sacrificios y culto apropiados al género de vida pastoril y presedentario. Las piedras de culto, como la de Jacob en Betel, los árboles sagrados, cual la encina de Mambré, y el rito de la Pascua podrían ser manifestaciones de este primitivo estadio.

Con la sedentarizacion, el Dios nomádico se hace Dios de santuario; el Dios patriarcal se sincretiza con el semítico-occidental El, y como éste recibe culto en centros religiosos fijos, los lugares altos, y protege los ciclos agrícolas. Responderían a esta nueva situación las denominaciones de El, Elohím, El' Sadday y otras similares, apelativos luego de Yahvé, la transición de viejos centros religiosos cananeos a referencias sagradas israelitas, así como fiestas agrarias, cuales Pentecostés y Tabernáculos, de cosecha y vendimia, respectivamente. Estos dos estadios previos quedarían asumidos por el yahvismo histórico.

Si esto fue así, y todo parece indicarlo, se produjo a lo largo del tiempo un lento proceso evolutivo y acomodaticio, pero también muy flexible y diversificado. En algunos casos, lo patriarcal se mantuvo en estado prácticamente intacto hasta entroncar con el yahvismo; en otros, la sedentarización supuso pérdida del exclusivismo henoteísta o infecciones más o menos profundas; a veces, hubo de costar trabajo a los diferentes grupos reconocerse como próximos y aceptar la idea de una religiosidad compartida y de unas raíces comunes. Pero todo es complejo en la historia, especialmente en las agónicas conformaciones primitivas y originales. Lo que sí es cosa clara es que el monoteísmo falta en los esquemas mentales de los israelitas, tanto en los estadios prehistóricos vistos cuanto en el posterior y más evolucionado yahvismo, por lo menos, durante mucho tiempo. El Antiguo Testamento no niega categóricamente la existencia de otros dioses, sino que se limita a confesar la exclusividad del propio Dios para su clan, para su pueblo, y la superioridad sobre los dioses de los demás. El Yahvé postmosaico aporta algunos elementos de superior depuración, pero no la radical superación del henoteísmo, y si lo hace, es en época muy avanzada.