Comentario
Desde un punto de vista constitucional, todas las monarquías del Antiguo Régimen fueron monarquías compuestas. Es decir, la unidad de soberanía, la existencia de unas regalías inalienables dependientes del soberano (dirección de la política interior y de la política internacional, recluta de un ejército profesional, acuñación de moneda, suprema instancia judicial, etcétera) y la promoción de una serie de órganos comunes de gobierno fueron perfectamente compatibles con la existencia de instituciones separadas y de una serie de libertades, fueros o leyes fundamentales privativas de cada uno de los Estados. Y, sin duda, esta generalización puede hallarse en todas y cada una de las monarquías que fueron constituyéndose en Europa desde fines del siglo XV y a lo largo del siglo XVI.
En el caso de Carlos, su soberanía se ejerció sobre tres bloques diferentes de Estados sin ningún otro lazo de unión que la persona del Emperador: el germánico, el flamenco y el hispánico, al que en cierto sentido aparecía vinculado un cuarto bloque, el italiano, a través de la Corona de Aragón.
En el primero, el germánico, sus atribuciones eran muy laxas, pues si apenas respondían al esquema de las nuevas monarquías absolutas en sus territorios patrimoniales, eran mucho más limitadas en Alemania, donde su autoridad imperial era solamente una superestructura impuesta sobre la realidad de un conjunto de trescientos Estados soberanos, que además se enfrentaron con Carlos en defensa de unas libertades que eran al mismo tiempo políticas y religiosas, dando lugar a una permanente inestabilidad constitucional que no sería resuelta -y en sentido contrario a la política unitaria perseguida por el Emperador y por otros sucesores suyos de la casa de Habsburgo- hasta la paz de Westfalia de 1648.
En Flandes, como se llamó generalmente a los viejos Estados borgoñones no anexionados por Francia, Carlos se esforzó también por dotar a los diversos territorios de una estructura unitaria y por afirmar sus atribuciones soberanas sobre las instituciones representativas, siguiendo la tendencia general de la Europa renacentista. Al final de sus años, optó por incluirlos, al igual que todos sus Estados italianos, dentro de la unidad superior de la Monarquía Hispánica, cuyo titular iba a ser su primogénito Felipe.
El encaje de todas las Italias (Cerdeña, Nápoles, Sicilia y Milán) se operó, al margen de la modalidad originaria de incorporación, de un modo pacífico y sin sobresaltos hasta mediados del siglo XVII. Lo mismo ocurrió en el caso del Franco Condado, que bajo los sucesivos soberanos españoles llevó una vida políticamente apacible a pesar de su comprometida situación estratégica. Por el contrario, la inserción de los Países Bajos se reveló particularmente conflictiva, dando origen a la guerra de los Ochenta Años, que condujo a la independencia de las siete provincias Unidas del Norte, mientras el Flandes meridional, por más que quedara amputado y debilitado a lo largo del siglo XVII, se mantuvo bajo la soberanía del rey de España, al igual que Italia, hasta el tratado de Utrecht (1713).