Comentario
Los mentores ideológicos de la Plenitud del Medievo trabajaron poderosamente a favor de una dignificacion del poder del Estado personificado en sus monarcas. Vicente de Beauvais, por la vía de una auténtica sublimación del lenguaje, habló del "corpus reipublicae mysticum" para designar al cuerpo político del Estado. Era una forma de ensalzar a éste por encima de su propia existencia física.
Por los mismos años, el franciscano Gilberto de Tournai decía que el reino perfecto era aquel gobernado por un rey que actuara como vicario de Cristo y fuera guiado por los ministros de la Iglesia. De forma idéntica se expresaba el Rey Sabio en la "Segunda Partida" al decir que "vicarios de Dios son los Reyes, cada uno en su Reyno". Y el legista inglés Enrique Bacton, reconociendo al rey como "vicarius Dei", le hacia también imagen del Cristo humillado que se sometió al derecho y al juez romano. El soberano británico, se pensaba a finales del siglo XIII, estaba por encima de las leyes y costumbres reconocidas pero en ciertos casos era "debitor iustitiae", es decir, estaba sometido al derecho.
Ciertas ceremonias, ciertas creencias y, también, una notable propaganda fueron poniendo a los monarcas del Occidente por encima del resto de los mortales. De un lado, por el conjunto de virtudes que se les exigía o se les suponía y que, con el discurrir del tiempo, fueron adaptándose a las distintas necesidades. A las tradicionales de buen cristiano, caballero, o justo, se añadió la de hombre culto: "rex illiteratus quasi asinus coronatus" llegará a decirse. De otro lado, por las cualidades sobrenaturales con las que se llegó a rodear a algunos ostentadores del poder real. En un estudio magistral, Marc Bloch analizó en su día la fe que en la Edad Media existió en los poderes taumatúrgicos de los monarcas ingleses y franceses, sanadores de males como las escrófulas. Esta creencia popular convertía a los reyes en algo más que simples laicos: les acercaba a una condición sacerdotal y convertía una lealtad puramente dinástica en una auténtica fe monárquica. La muerte de algunos monarcas, ascendidos luego a los altares se convirtió en algo ejemplar. Sus protagonistas, así, se transformaron en intercesores privilegiados entre su pueblo y la divinidad. Luis IX (san Luis) muriendo ante los muros de Túnez o su primo Fernando III de Castilla (san Fernando) falleciendo en Sevilla rodeado de todos los suyos y confortado con todos los auxilios espirituales conscientemente recibidos, pasaron a convertirse en los mejores propagandistas de un arte de morir estrictamente cristiano.
Más aún, si el rey moría, el carácter corporativo de la Corona se mantenía y la dignidad real permanecía inmortal. Ernest Kantorowicz en un denso y agudo estudio ha podido explayar lo que fue la teoría medieval de los dos cuerpos del rey semejantes a los dos cuerpos de Cristo: uno carnal y mortal y otro político e inmortal símbolo de la continuidad histórica "que no puede ser invalidado ni frustrado por ninguna de las incapacidades de su cuerpo natural".
Una historiografía al servicio de los monarcas o de los mitos nacionales sobre las que se apoyaron las monarquías feudales jugó a fondo ciertas bazas. Si en Francia y Alemania estaba viva la memoria de Carlomagno, en Inglaterra se potenció la figura del rey Arturo y en los reinos hispánicos especialmente en el bloque castellano-leonés el recuerdo de los godos. A mediados del siglo XIII, el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada se convertiría en el sistematizador del mito neogótico a través de su "De rebus Hispaniae". Las figuras de algunos monarcas fueron rodeadas de una especial aureola. En Francia lo serán a partir de la redacción de la "Vida de Luis VI" escrita por el abad Suger de Saint Denis y culminará en la floración de textos a caballo entre lo histórico y lo hagiográfico dedicados a Luis IX. En territorio hispánico la "Chronica Adefonsi imperatoris", texto anónimo, exalta las peripecias del monarca castellano-leonés Alfonso VII.
Monasterios como Saint Denis o Saint Albans se erigieron en depositarios de la memoria histórica oficial de las realezas francesa e inglesa. En la segunda mitad del XIII los propios monarcas se deciden a tomar parte activa en el impulso de una cultura histórica a su servicio. Alfonso X al promover la redacción de lo que conocemos como "Primera Crónica general de España" se erige en guardián de esa memoria cuya continuidad había sido posible gracias a los esfuerzos de sus predecesores. Paralelamente, Jaime I de Aragón al redactar (o impulsar la redacción) del "Libre dels feits del rei en Jacme" expresaba la fe en los destinos de su dinastía.
No sólo lo emocional, marcado con frecuentes tintes religiosos, jugó a favor de las pujantes monarquías del Occidente europeo. Estas se beneficiaron también de una racionalización del pensamiento político. La llamada "generación de 1250-1270" fue una de sus principales impulsoras, con Santo Tomas de Aquino a la cabeza. La recuperación del pensamiento aristotélico fue básica para este proceso. El Aquinatense tomó del Estagirita la idea de las tres formas fundamentales de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia. Se inclinó por una fórmula mixta y templada: exaltación de la monarquía siempre que se apoyara en las otras fuerzas: la aristocracia y el "populus honorabilis". En idéntica línea aristotélica, el Estado no era para santo Tomas ese mal necesario presentado por los agustinistas acérrimos sino la expresión natural del hombre basado en la noción de bien común. Frente al "corpus mysticum" de la Iglesia, el Estado aparacía como "corpus politicum et morale" que había de tener en cuenta los hábitos y costumbres de sus ciudadanos.
Las monarquías feudales del Occidente, pese a las turbulencias políticas que padecieron en la Plenitud del Medievo, eran las que mejor reunían todos los antedichos requisitos. Hacia 1270 el jurista Jacobo de Revigny identificaba ya el concepto de "communis patria" no con Roma sino con la Corona del reino de Francia. Una forma de deslizar hacia las monarquías del Occidente la idea de soberanía que tradicionalmente se habían atribuido el Imperio y la Iglesia.