Comentario
La obra de centralización, la creación de una poderosa organización administrativa y de un eficaz sistema fiscal, provocaron resistencias al proceso y críticas contra el Pontificado. Los argumentos que se esgrimen son doctrinales, pastorales o económicos, pero lo cierto es que se teme el nacimiento de una fuerte Monarquía pontificia y se desea controlar su prestigio.
No se requería demasiado esfuerzo para hallar argumentos de crítica. La centralización producía excesos burocráticos, especialmente sensibles en la Rota y en la oficina de súplicas; la presión fiscal provocaba numerosas protestas, y el volumen económico manejado traía consigo importantes compromisos temporales que permitían presentar al Pontificado alejado de la simplicidad evangélica.
La oposición tiene sus apoyos en las Monarquías, que aspiran a controlar de modo efectivo a sus respectivas Iglesias, y en corrientes de pensamiento que defienden la superioridad del poder temporal o abogan por una Iglesia espiritual, ajena a los compromisos temporales. Además, la oposición a la Monarquía pontificia procede del mismo Colegio cardenalicio que aspira a desempeñar un papel en la dirección del Pontificado. En numerosas ocasiones, por primera vez de forma explícita en 1294, tras la renuncia de Celestino V, se plantea la posibilidad de elaborar un programa de gobierno a cuyo desarrollo debe comprometerse previamente el electo; tales compromisos fueron siempre sistemáticamente ignorados por los sucesivos Papas como canónicamente inválidos.
Los cardenales pretendían el diseño de una Monarquía compartida: el Colegio cardenalicio sería el órgano supremo de la Iglesia, presidido por el Pontífice, que sería una prolongación de aquél. Una variante de esta concepción, que tendrá un gran alcance, será otorgar al Concilio el supremo poder en la Iglesia, reduciendo al Pontífice a una presidencia casi honorífica y convirtiendo a los cardenales en una comisión permanente del Concilio. Los Pontífices se defenderán de ese ataque al primado mediante la promoción al cardenalato de hombres de confianza, muchas veces de su propio entorno familiar, provocando con ello la acusación de nepotismo.
Las Monarquías, que desean controlar a sus propias Iglesias y obtener beneficios económicos, se hicieron eco de las protestas elevadas por las asambleas de sus respectivos Reinos. Protestaban contra el perjuicio que para el Reino significaba la pérdida de los clérigos de mayor capacidad, atraídos hacia la administración pontificia por el sistema beneficial, y las salidas de metal precioso a causa de los pagos realizados a la Cámara apostólica.
Algunas Monarquías tienen también motivos políticos para su queja. Es especialmente notorio el caso de Inglaterra ante la postura del Pontificado, claramente favorable a Francia en el enfrentamiento entre ambas potencias. También es cierto que, a causa de esta postura, la Monarquía inglesa controló totalmente a la jerarquía inglesa y pudo utilizar parte importante de sus rentas para resolver sus agobiantes necesidades económicas.
También son razones políticas las que provocan el anacrónico enfrentamiento entre Pontificado e Imperio entre 1323 y 1356, las que le enfrentan con ciudades y tiranos italianos, y las que provocan las fricciones entre la Monarquía castellana, durante el reinado de Pedro I, y una Corte aviñonesa convertida en refugio de exiliados.
Severas críticas a la autoridad universal del Pontificado proceden del campo del pensamiento. El ataque de mayor envergadura lo constituye el "Defensor pacis" de Marsilio de Padua. Es la primera exposición de una concepción del Estado cuya base no es el derecho natural, ni la autoridad divina, sino, únicamente, el bien común, entendido sin referencias sobrenaturales. La obra alcanzó una gran difusión con ocasión del conflicto con los espirituales franciscanos y, sobre todo, a causa del enfrentamiento entre el Papa y el emperador Luis de Baviera, a cuyo servicio estaba Marsilio.
Guillermo de Ockham será el punto de partida de otro conjunto de ataques al Pontificado, aunque en su origen, probablemente, no fue ese su objetivo. Llevó a sus últimas consecuencias la separación entre fe y razón: el hombre, absolutamente limitado al mundo sensible, depende únicamente de la fe para el conocimiento de las verdades reveladas. La Escritura es la única fuente para su conocimiento, pero, ante ella, el hombre no cuenta con el apoyo de la Iglesia, simple suma de individuos y carente de criterios de certeza, sino únicamente con su propia fe.
El pensamiento de Ockham, llevado a sus últimas consecuencias por sus seguidores, constituyó un grave motivo de inquietud en las universidades europeas; al servicio de Luis de Baviera y alineado junto a los espirituales franciscanos, sus ideas servirán de apoyo a los movimientos antijerárquicos.
El más violento ataque contra la jerarquía procede de John Wyclif. Sus enseñanzas tienen un contenido reformador al que proporcionan argumentos la mala administración eclesiástica en Inglaterra y, luego, el Cisma. No debe olvidarse que las ambiciones políticas del duque de Lancaster, a cuyo servicio está el reformador, son una explicación de gran parte de sus argumentaciones.
Wyclif oponía a la Iglesia jerárquica, radicalmente inclinada al mal, la Iglesia de los predestinados, la única que, por estar integrada por justos, tiene derecho a la propiedad. Negará el valor de los sacramentos, innecesarios en una Iglesia de predestinados, y el magisterio de la jerarquía. Su afirmación de que el poder temporal es el encargado de corregir el pecado resultará preciosa para los planes políticos de su protector el duque de Lancaster.
En el ataque a la jerarquía, en particular al Pontificado, se partía desde argumentos muy diferentes, algunos de ellos objetivamente defendibles, pero casi todos los proyectos antijerárquicos se hallan al servicio de programas políticos muy concretos; este hecho deberá ser tenido en cuenta para su correcto entendimiento.