Época: eco XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Las relaciones comerciales

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

La expansión comercial del siglo XVIII estuvo sostenida por un importante aumento de la moneda y los medios de pago en general, así como por la aceleración de la velocidad de circulación monetaria, debido al cada vez más frecuente recurso al crédito, favorecido a su vez por unas instituciones financieras en rápida evolución (hay historiadores que califican el proceso de revolución financiera).
La recuperación de la llegada de metales preciosos a Europa, era, como señala M. Morineau, un hecho a partir de 1660 y las cifras de las últimas décadas del XVII (básicamente, plata de México y Perú) superaban ya los máximos de un siglo atrás. Se añadiría desde 1700 el oro procedente de Brasil: unos 500 millones de piastras en total -la cuarta parte de los metales venidos de América-, algo más de la mitad concentrados entre 1720 y 1755; desde esta fecha, la llegada de oro brasileño descendió paulatinamente, con algún alza esporádica (1776-1780), estabilizándose en cifras más bien bajas (en torno a los 2 millones de piastras de promedio anual) desde 1780 hasta el final del siglo. La producción de plata americana, por el contrario, creció constantemente desde 1720, con dos máximos en 1726-1730 y 1766-1775 y alcanzando entre 1781 y 1795 máximos absolutos: cifras medias -en torno a los 30 millones de piastras anuales- que triplicaban a las dos primeras décadas del siglo. Europa, pues, dispuso de mayor cantidad de metal precioso que nunca, influyendo decisivamente en el desarrollo económico y contribuyendo a la nueva jerarquización de las potencias. Gran Bretaña, como ya hemos señalado, fue la principal beneficiaria del oro brasileño, pero -sin tratar por ello de minimizar su impacto- conviene prevenir contra la tentación de relacionarlo mecánicamente con el desarrollo del comercio inglés: el gran crecimiento de éste se produjo a partir de 1763, precisamente cuando la producción aurífera de Brasil estaba ya en franco declive, y teniendo la demanda americana e irlandesa como poderoso motor. La plata hispana, por su parte, contribuyó a la recuperación de la Monarquía, pero su atraso industrial, mercantil y financiero impidió su control, desviándose, directamente o por intermedio de las Provincias Unidas, hacia otros países europeos, proveyéndoles del metal necesario para financiar, entre otras cosas, sus deficitarios comercios, por ejemplo, con Asia o el Mediterráneo oriental.

La abundancia de metales preciosos posibilitó, por otra parte, la estabilidad monetaria, alcanzada por los países más importantes escalonadamente entre 1680-1686 (España) y 1726 (Francia) y mantenida grosso modo hasta la década de los ochenta, lo que influirá notablemente en el desarrollo económico. La posible influencia que el incremento de moneda y de los medios de pago en general (a los que nos referiremos en breve) pudo tener sobre la inflación secular, tradicionalmente mantenida por los cuantitativistas, hay que situarla -indica Guy Lemarchand- en un contexto de incremento demográfico y de la actividad económica -monetarización creciente de la economía, multiplicación de los intercambios por el desarrollo de los transportes, desarrollo de la reinversión...-, especialmente en los países más desarrollados. Y esto sin olvidar que la inflación fue más acusada en los productos agrarios (especialmente, en los cereales) que en los industriales, lo que remite a la presión sobre la tierra, a una demanda de alimentos no totalmente satisfecha y a las, pese a los avances realizados, persistentes limitaciones estructurales de la agricultura (y explica, de paso, el interés dieciochesco por ésta). Los desajustes serían mayores a finales de siglo, con la presión añadida, además, en bastantes casos de los problemas y el endeudamiento derivados de la guerra.

La evolución de las prácticas bancarias y la creciente utilización del crédito agilizó la disponibilidad de capitales para las operaciones comerciales. Hay que señalar a este respecto, en primer lugar, la generalización del uso del cheque (orden escrita dada a un banquero para realizar pagos y transferencias), por más que a mediados del siglo todavía hubiera bancos, incluso en Inglaterra, que exigieran la presencia física del mandante para tales órdenes. Pero, sobre todo, el Setecientos asistió al triunfo de la letra de cambio, documento, como es bien sabido, por el que un deudor -normalmente, el comprador de una mercancía- reconocía su deuda con un acreedor -el vendedor de dicha mercancía-, comprometiéndose a hacerla efectiva en un momento posterior a la operación, naturalmente- y lugar determinados. Medio de pago e instrumento de crédito en una pieza, su éxito se debió a la generalización de su negociabilidad, practicada desde el siglo XVI en Italia, admitida poco a poco en otros países y legalmente reconocida en los más importantes a lo largo de la segunda mitad del XVII y primer tercio del XVIII. La letra podía, pues, endosarse (transferirse a un nuevo acreedor, estampándose en ella el compromiso firmado del primer acreedor a saldarla en caso de impago del deudor original) y descontarse (hacerla efectiva en un banco antes del plazo consignado, recibiéndose por ella una cantidad ligeramente inferior a la estipulada).

En cuanto a las instituciones financieras, la gran innovación estuvo representada por los bancos públicos. Ya en el siglo XVII se había extendido el modelo norte-italiano de banco municipal: tras el Banco de Cambio Municipal de Amsterdam (1609) se crearon, entre otros, los de Hamburgo (1619), Rotterdam (1635) y Estocolmo (1656). Su aparición supuso un golpe casi mortal para las tradicionales ferias de clearing en las que banqueros de diversos y distantes lugares liquidaban sus cuentas -normalmente, en el mismo lugar y a continuación de las ferias comerciales-, ya que cumplían sus mismas funciones, pero de forma continua. El Banco de Amsterdam por referirnos al más importante- centralizó el cambio de moneda, emitiendo la suya propia; aceptaba depósitos y realizaba transferencias, siendo ésta, en la práctica, su mayor utilidad, ya que al poseer el monopolio de los pagos de letras superiores a 600 florines, todos los mercaderes se obligaban a tener cuenta abierta en él. Desde 1682 admitió depósitos de metales preciosos, emitiendo a cambio certificados o recibos negociables (billetes, de hecho). Pero, como los demás bancos municipales, no era banco de préstamo ni de descuento ni pudo, hasta 1781, emitir certificados de depósito por valor superior al del metal precioso depositado.

Las limitaciones de los bancos municipales fueron superadas por los nuevos bancos nacionales, concebidos en el marco estatal y como pieza clave de una ambiciosa política de control de la moneda, el crédito y las finanzas públicas. El modelo fue el Banco de Inglaterra, fundado en 1694, durante la Guerra de la Liga de Augsburgo, contra Luis XIV, como una sociedad anónima que suscribió un empréstito a largo plazo del Estado garantizado por el Parlamento, a la que se permitió emitir billetes en cantidad idéntica a la del empréstito suscrito. Aunque las primeras décadas de su existencia no fueron fáciles, terminó afianzándose. Su primer cliente fue siempre el Estado, otorgándole préstamos a largo plazo, comprando sus títulos, pagando sus efectos en sus cajas -se convirtió, pues, en el gran instrumento de canalización de la deuda pública consolidada- y efectuando sus pagos al exterior, evitando en lo posible el envío de moneda, mediante el giro de letras de cambio sobre Amsterdam, donde solfa haber un excedente comercial líquido ventajoso para Inglaterra. Pero actuó también como banco de depósito, transferencia y descuento y fue el más serio banco emisor de billetes (en régimen de monopolio desde 1742); la práctica prudente de la sobreemisión aseguró una circulación monetaria superior a la moneda efectiva existente, lo que tuvo un indudable efecto dinamizador sobre la economía, aunque el elevado valor de sus billetes (no inferior a 10 libras hasta 1793) restrinja su circulación a los medios del alto negocio. Tratando de imitar al de Inglaterra se crearon el Banco Real de Escocia (1727), el Banco de Copenhague (1736), el de Prusia (1765), los de Moscú y San Petersburgo (1769) o el de San Carlos en España (1782) -al caso francés aludiremos más adelante-. Avalados por grandes depósitos en metálico, cumplieron, en general, un positivo papel como sostén de las economías nacionales; ahora bien, en algunos casos (Rusia o España, por ejemplo), la inmoderada sobreemisión monetaria llevó a la depreciación de sus billetes, a la inflación y hasta a la quiebra de las entidades.

Las brillantes innovaciones en la cúpula, sin embargo, no deben hacernos olvidar que para la mayoría de la sociedad y especialmente para el mundo rural las prácticas tradicionales continuaron plenamente vigentes. Las necesidades de numerario (normalmente, para asuntos extraordinarios) en estos ámbitos se resolvían, como en el pasado, mediante ventas anticiparlas de cosechas -en condiciones desfavorables para el agricultor-, préstamos a intereses muchas veces usurarios -camuflados o no- o mediante alguna forma de préstamo hipotecario, como los censos consignativos españoles. La extensión, limitada a algunas de las ciudades más importantes, de instituciones de préstamo inspiradas en los ya antiguos "huisen van leening" holandeses o los "montes de piedad" italianos (instituciones de préstamo al consumo contra la pignoración de prendas), de origen muchas veces caritativo, introdujo un elemento de diversificación, pero, en conjunto, apenas restó protagonismo a los prenderos y prestamistas privados, de variada tipología social: nobleza local, labradores ricos, escribanos y notarios, orfebres, administradores de rentas, recaudadores de impuestos, comerciantes e incluso instituciones eclesiásticas y paraeclesiásticas (titulares en España de la mayoría de los censos consignativos)... Ahora bien, superponiéndose a este fondo tradicional, en las ciudades de mayor actividad comercial se multiplicaron los bancos privados, frecuentemente, casas comerciales que de la práctica conjunta de comercio y crédito habitual cuando se manejaban letras de cambio-, pasaron a especializarse en la segunda actividad. Y en las capitales políticas y comerciales más importantes, se llegó a configurar un grupo minoritario, cerrado, ramificado internacionalmente y muy cohesionado por sus relaciones profesionales y a veces también por su identidad confesional hubo, por ejemplo, entre ellos judíos y también se alude historiográficamente a la internacional hugonote de las finanzas-, una auténtica aristocracia del dinero que manejaba y controlaba los hilos del gran comercio y de las altas finanzas (volveremos sobre esto inmediatamente). Pero sólo en Inglaterra se articuló una red bancaria eficiente y tupida, con centro en el Banco de Inglaterra, e integrada por los bancos privados londinenses (unos 70 a finales de siglo, muchos de ellos con corresponsales en toda Europa), que solían tener abierta cuenta corriente en aquél, reforzando su posición de banco central, y -gran peculiaridad inglesa- los bancos provinciales (Country Banks). Estos últimos, fundados por mercaderes, hombres de leyes, funcionarios financieros o por los nuevos industriales, que proliferaron desde 1760 (aunque el primero se fundó en 1716, en Bristol; en los años noventa se aproximaban a 400), aunque de pequeño tamaño, contribuyeron decisivamente, por sus relaciones con los establecimientos londinenses, de los que a veces actuaron como sucursales, a extender y profundizar -a nacionalizar- los circuitos financieros, participando además en la formación de ciertas firmas industriales. La posterior evolución de algunos de ellos (Lloyd´s Bank, de Birmingham, o Barclay´s Bank, por ejemplo) les llevaría a desempeñar un brillante papel en la historia de la banca.

La financiación del comercio y los aún débiles apoyos a la industria en desarrollo no fueron las únicas actividades de la banca. Una gran parte del dinero que circulaba en Europa se destinaba a sufragar las necesidades de los Estados, multiplicadas, sobre todo, en la segunda mitad del siglo. El aumento de la presión fiscal acompañó al incremento de los gastos estatales y, como es bien sabido, en más de una ocasión provocaría gravísimos problemas en diversos Estados: baste recordar, a título de ejemplo, que estuvo entre las causas de la sublevación de las trece colonias americanas y de la convocatoria de los Estados Generales en Francia en 1789. Pero no bastaba: las generalmente obsoletas estructuras fiscales y su inadecuada administración -solían dominar los impuestos indirectos, recaudados mediante arrendamientos- impedían la rápida disponibilidad del numerario. Si exceptuamos el caso de Inglaterra, donde el sistema de empréstitos perpetuos reembolsables en un plazo no fijado y emitidos a interés moderado, se mostró eficaz para captar capital nacional y extranjero (holandés, fundamentalmente), la mayor parte de los países tuvo que recurrir a los préstamos a corto o medio plazo de la banca internacional para -como era lo habitual- poder seguir gastando por encima de sus ingresos. Ginebra, Francfort, Génova y Amsterdam se configuraron como las plazas dominantes de las altas finanzas en el último cuarto del siglo. Ginebra, plaza secundaria durante gran parte de la centuria, terminó siendo, en rivalidad con el mismo París, uno de los principales proveedores de capital de la Monarquía francesa. Y, por cierto, muchas de sus grandes fortunas pertenecían a descendientes de los expulsos hugonotes franceses, que habían iniciado sus préstamos a la Monarquía francesa... en tiempos del mismísimo anticristo Luis XIV. La banca genovesa invirtió preferentemente en empréstitos franceses, austriacos y de los Estados italianos, multiplicando su montante global por 20 entre 1725 y 1785. El radio de acción de Francfort, limitado hasta 1780 a la Alemania central y meridional, se amplió notablemente desde entonces, aunque sin abandonar los Estados alemanes su posición de primer cliente. En los dos primeros casos, la hipertrofia de la función bancaria llevó consigo cierto letargo de otras actividades económicas, aunque hay señalar que en esta época se estaba dando en Suiza cierto proceso de industrialización, basado en el textil y la relojería. El papel financiero de Francfort, ejercido básicamente por banqueros judíos de origen alemán -entre ellos, los Rothschild, cuya posterior importancia es bien conocida- y por hugonotes procedentes de otros países europeos, prolongaba una dedicación comercial mucho más activa que en Génova. Lo mismo ocurría en Amsterdam, la principal plaza financiera durante casi todo el siglo -hasta la guerra civil de 1787 y, más aún, hasta la ocupación francesa de 1795-. La abundancia de capitales, aun tras la habitual financiación de las actividades mercantiles, y la paralela caída de los tipos de interés empujó a los banqueros de Amsterdam -entre ellos, casas tan conocidas como los Hope, de origen inglés, los Braunsberg, los Hasselgreen o los Van Brienen- a prestar a los gobiernos extranjeros y raro fue el Estado, desde la Rusia de Catalina II hasta el americano en proceso de independencia, que no recurrió a ellos. La compleja y eficiente organización bancaria holandesa era capaz de movilizar con bastante rapidez recursos procedentes de casi toda la República (sobre todo, de la provincia de Holanda, aunque la mayor parte de los beneficios recaería siempre en Amsterdam). Según los cálculos de un contemporáneo, hacia 1780, nada menos que la tercera parte de los capitales, holandeses -estimados en total en 1.000 millones de florines- estaban invertidos en préstamos a los Estados extranjeros.

Los capitales privados, más abundantes que en el pasado -aunque todavía en poder de círculos restringidos-, buscaron nuevas formas de inversión. La tierra continuó siendo la inversión preferida y su precio ascendente reflejaba dicho aprecio. Mantuvieron igualmente su importancia los títulos de deuda pública y los préstamos a particulares -destacando, como hemos señalado, los préstamos hipotecarios-. Pero cada vez más intensamente se tendió a comprar títulos de renta o acciones (y, sobre todo, obligaciones) de las grandes compañías comerciales o bien participaciones en algunas de las múltiples sociedades y compañías creadas en los países más desarrollados progresivamente a lo largo del siglo y cuyos títulos eran negociables: sociedades de canales y carreteras inglesas, compañías de seguros (con la ventaja de que no precisaban disponer del capital, sino de la capacidad de conseguirlo cuando fuera necesario), de transporte, mensajería o de abastecimiento de diversos productos, entre otras. Las Bolsas cobraron así mayor importancia. A las ya existentes, entre las que destacaba la de Amsterdam, se sumaron las de Hamburgo (1720), París (con sede fija desde 1724) y Viena (1771). Sin embargo, sólo alcanzó proyección mundial, en competencia con Amsterdam, el Stock Exchange de Londres, organizado en 1711 y operando en local independiente desde 1773, donde se cotizaban menos valores, pero más variados que en la plaza holandesa. La especulación bursátil, con sus propias técnicas, cobró carta de naturaleza en el mundo de los negocios. E hizo su aparición un nuevo tipo de crisis, totalmente desvinculadas de la acción climática, cuyas repercusiones económicas podían llegar a ser graves por proyectarse, desde el ámbito de la especulación financiera, donde se originaban, sobre el comercio y las actividades industriales. La primera de ellas, que describiremos brevemente, siguiendo a G. Parker, fue la denominada crisis de las Burbujas -Bubbles, en inglés- de 1720.

El fenómeno comenzó en Francia, al ponerse en práctica (1716) el sistema económico, concebido por el exiliado escocés John Law para salvar al país del caos financiero en que se encontraba a la muerte de Luis XIV. El sistema comprendía un banco emisor de billetes (Banque Royale), una compañía monopolística de comercio (Compagnie des Indes) y un centro de recaudación de impuestos (la Ferme générale des impôts) que garantizaba al banco. El aspecto más peligroso del proyecto, la elevada sobreemisión de billetes por la Banque Royale, no fue momentáneamente grave, dada la escasez de moneda circulante. En 1719 el proyecto se amplió a la consolidación de la deuda pública, vendiendo acciones de la compañía contra títulos de la deuda aceptados a su valor nominal, cuando circulaban en la práctica a menos de la mitad. La demanda de acciones, lógicamente, se disparó, elevándose su cotización en cuatro meses ¡en un 3.600 por 100! (de 500 a 18.000 libras), mientras la deuda pública se reducía drásticamente. El éxito francés inspiró un proyecto similar en Inglaterra, a partir de la ya existente Compañía de los Mares del Sur, autorizándose en marzo de 1720 el cambio de títulos de la deuda, muy elevada tras la Guerra de Sucesión española, por acciones de aquélla. Los buenos resultados, igualmente, no se hicieron esperar, tanto en la reducción de la deuda (más del 80 por 100) cuanto en el aumento de la cotización de las acciones (740 por 100 en seis meses). La euforia contagió al mercado de valores en general, se crearon nuevas compañías (algunas, como no podía ser menos, fantasmas) y el afán de especulación se extendió a las plazas más importantes de Europa.

Pero el boom desembocó rápidamente en un estrepitoso fracaso. La crisis también empezó en París. El reparto de un dividendo muy bajo por la Compagnie des Indes en la primavera de 1720 fue seguido por la venta masiva de acciones (frecuentemente, por cierto, para invertir su producto en las burbujas de Londres o Amsterdam). Law pudo detener el desastre momentáneamente a base de comprar él mismo acciones. Pero en Londres los sucesos se precipitaron. Por una parte, el Gobierno británico trató de controlar legalmente el boom especulativo (Bubble Act, Ley de las Burbujas, agosto 1720). Y paralelamente, por mera, pero fatal coincidencia, muchos inversores extranjeros vendieron sus acciones (también, al parecer, para invertir en burbujas holandesas, consideradas más rentables). El inicio de la depreciación de las acciones tuvo los mismos efectos que en Francia. Todo el mundo se apresuró a vender y las acciones de los Mares del Sur se redujeron al 22 por 100 de su valor en mes y medio. El desastre se extendió a los títulos de otras compañías y a los centros financieros del Continente.

La recuperación exigió la puesta en práctica de drásticas medidas y sus consecuencias fueron dispares en los distintos países. En Holanda, donde el fenómeno había sido más breve y menos intenso, bastó con liquidar las escasas compañías especulativas que sobrevivieron a la crisis. En Francia, Law sólo pudo salvarse huyendo (finales de 1720). Se disolvieron la Banque y la Compagnie, retirándose los muy devaluados billetes y títulos de crédito en circulación -ni se presentaron todos los que, al parecer, había ni se aceptaron todos los presentados-, convirtiéndolos en nuevos títulos de deuda a bajo interés. La nueva Compañía de Indias, creada en 1723, no tendría nada que ver con la anterior. Y el recuerdo del sistema Law y de las ruinas que provocó su fracaso- impediría la creación de un banco central en Francia hasta 1776 o, más propiamente hablando, hasta 1800. En Inglaterra desaparecieron todas las compañías surgidas con fines meramente especulativos. La Compañía de los Mares del Sur fue salvada por la intervención del Parlamento, que asumió parte de su deuda, y del Banco de Inglaterra, que compró un buen paquete de acciones, cuyo interés sería abonado por el Estado (dichas acciones tuvieron su origen, recordemos, en títulos de deuda), además de reformarse su estructura. Como en Francia, la deuda del Estado consiguió reducirse considerablemente, pero a costa de la ruina o semirruina de muchas haciendas. La consecuencia más positiva, sin embargo, fue el cambio de actitud de los sucesivos gobiernos hacia la deuda pública, considerándose desde entonces el pago de sus intereses como una cuestión prioritaria. Ya en los años treinta, los propietarios de títulos de deuda inglesa eran reticentes a que el Estado les reintegrara el principal de la deuda. Aunque sólo en Inglaterra se había dado un paso decisivo hacia la creación de las finanzas públicas modernas.

Las crisis financieras, no obstante, tuvieron todavía repercusiones limitadas y no desplazaron en importancia a la crisis de subsistencia tradicional. Pero su misma aparición era un síntoma evidente de que el capitalismo financiero en desarrollo apuntaba a la transformación del mundo económico europeo.