Época:
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Siguientes:
China
Japón
La India
Persia
África

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El principal problema que encontramos cuando aludimos al mundo extraeuropeo es su heterogeneidad. Rasgos bien distintos caracterizan a los grandes imperios o formaciones políticas de envergadura, a territorios casi desconocidos para los europeos, a las agrupaciones tribales o a las zonas deshabitadas. En este hecho encuentra la razón de ser nuestro análisis inicial de la presencia europea en todas las áreas consideradas, ya que ése es el hecho unificador sobre el que hemos construido todo el capítulo, para pasar en segunda instancia al estudio sintético, aunque no por ello menos minucioso, de los espacios más relevantes así como de las agrupaciones políticas y socio-económicas fundamentales en el devenir histórico del siglo XVIII.
En el Setecientos se continúa la tradición descubridora de las centurias precedentes y nuevas expediciones exploratorias y comerciales, terrestres y marítimas, pusieron en contacto a los europeos con otros territorios y continentes, apenas conocidos o totalmente inexplorados. Descubrimientos y comercio, por tanto, son dos aspectos básicos que establecen interrelaciones, sintetizan las motivaciones de tales empresas y justifican la presencia europea en áreas geográficas remotas. Ahora bien, la influencia europea, blanca, no fue en ningún caso decisiva y sociedades como la India y el Extremo Oriente manifestaron indiferencia o desinterés por un continente y unos hombres que, en cambio, sí sentían, de modo irresistible, una atracción fascinadora por culturas ajenas a la propia.

No cabe duda de que determinadas causas entre las que cabe mencionar los adelantos técnicos, el mejor conocimiento de los mares y costas, la apertura de rutas interiores, la mejor cualificación de marineros y exploradores, el interés de los gobiernos por las áreas coloniales y hasta el espíritu científico, favorecieron los viajes y ampliaron nuevos horizontes. El espacio europeo parecía pequeño después de las expediciones marítimas y continentales del siglo XVII, entre las que brillaron con luz propia la expedición de Baten al Círculo Polar en 1615; las de Van Diemen por Malasia, Australia y China, entre 1636 y 1648; la presencia de T. Mohlen en el paso del Noroeste, en 1675, o la misión francesa de Siam, en 1685. Ahora bien, todavía persistían viejos problemas, pues las condiciones de vida a bordo de los barcos no habían mejorado demasiado y los navíos, hasta con más de 600 hombres de tripulación sufrían las consecuencias del hacinamiento junto a las enfermedades, la falta de asistencia sanitaria, la mala alimentación y la rigurosa disciplina. Generalmente, los marineros procedían de las bajas capas sociales, huían del servicio en las fuerzas armadas y no contaban con una preparación suficiente en la mayoría de los casos.

Dados los múltiples intereses ultramarinos, los barcos aumentaron en proporciones y velamen para convertirse en más veloces, maniobrables y resistentes. Francia, Holanda e Inglaterra aportaron por separado sus experiencias marítimas, adquiridas en los diferentes espacios comerciales, con los barcos balleneros y sus aparejos de tres mástiles, las embarcaciones del tipo indiman o la fabricación de galeones, usados en las grandes singladuras. Tales conocimientos se plasmaron en una mayor preocupación por los materiales, la exactitud de los planos, la precisión de los cálculos en la construcción y la aplicación de las prácticas náuticas. Hacia 1725, los arcos graduados con miras telescópicas acopladas y los micrómetros oculares reticulados alcanzaban gran precisión. También la ecuación aplicada a todas las observaciones para corregir la refracción provocada por la atmósfera de la Tierra mejoró a lo largo de toda la centuria.

Pero los verdaderos promotores de la astronomía de posición fueron Bradley, Mayer, De Lacaille y Delambre. Aumentaron el conocimiento de las estrellas en relación con el movimiento de traslación de la Tierra alrededor del Sol y acoplaron los instrumentos para que las correcciones fueran detectadas. Los astros fijos serían las referencias naturales que permitirían el estudio de la rotación de la Tierra y los movimientos en torno al Sol. El experto cartógrafo T. Mayer elaboró las mejores tablas lunares y, al centrar el problema práctico de la descripción del movimiento lunar sin preocuparse por las matemáticas, pudo determinar con éxito la longitud en alta mar, con una desviación de más/menos un grado. Otros científicos, continuadores de su trabajo, perfeccionaron las tablas de cálculo y realizaron censos de estrellas móviles. La determinación del momento exacto de paso por el meridiano no despertó gran interés hasta que los relojes no fueron lo suficientemente perfectos como para permitir asegurar a tales mediciones una precisión comparable a la de la medición de las alturas, sólo posible cuando se eliminaron problemas como los efectos térmicos en el regulador.

La fabricación del sextante desbancó la navegación a la estima, basada en el conocimiento de la ruta seguida y en el cálculo de la velocidad con la corredera. Imaginado por Newton, y difundido en 1731 por Hadley, consistía en dos miras, una directa, la otra reflejada por un espejo orientable y recogida por otro espejo situado en el trayecto de la primera mira. Hacia 1770 ya se habían solucionado todos los problemas de los cronómetros, tan necesarios en náutica, porque se había perfeccionado el mecanismo de escape y asegurado la regulación automática de la longitud de la espiral, compensando los efectos térmicos. Logros semejantes se alcanzaron en la ballestilla, el astrolabio y el cuadrante, en sus diversas variantes, se mejoró la brújula, el empleo del reloj de arena, el manejo del barómetro, etc. Los avances cartográficos, con la utilización de los sistemas de proyección Mercator, basados en la representación de los meridianos y paralelos terrestres, el uso de mapas cuadriculados y la elaboración de nuevas cartas, permitieron el mejor conocimiento de la superficie de la Tierra. Durante gran parte del siglo XVIII sobresalieron los franceses, en especial D'Ainville, con sus mapas de China y de Francia, y La Perouse y D'Entrecasteaux, con sus anotaciones sobre puntos geográficos del Mar de la China y de la Polinesia.

Aunque ya muy debilitado, el espíritu evangelizador permanecía en el Setecientos y los jesuitas, franciscanos, dominicos y agustinos estaban presentes en América, África y Asia. Generalmente, ya habían entrado en contacto con la población y los poderes políticos durante la centuria, precedente, pero ahora todavía seguían acompañando a los expedicionarios e, incluso, penetraban en territorios desconocidos por propia iniciativa. El afán de proselitismo había dado paso a la difusión de la religión de una manera más flexible, tomando en consideración la cultura indígena y mostrando una mayor preocupación por el entorno geográfico, lo que justifica en la mayoría de las órdenes la presencia de laboratorios de curiosidades. La Santa Sede había asumido el mantenimiento de las misiones, que habían dejado de depender de los avatares políticos y económicos, y, en consecuencia, había creado una doctrina y unas normas misionales comunes para cualquier misión, en cualquier punto del orbe terrestre. Se disponía de un servicio cartográfico, una imprenta poliglota y de centros documentales propios, en los que podía encontrarse informaciones aportadas por generaciones de misioneros. El sincretismo entre evangelización y cultura indígena otorgó al religioso una misión fundamental, la predicación, y, a tal efecto, se exploraban territorios desconocidos. En el siglo XVIII, la Sociedad de Misiones dirigía la difusión del Evangelio fuera de Europa y, en no pocas ocasiones, se oponía a la explotación colonial porque contradecía sus enseñanzas. A pesar de esa presencia, la idea de la misión siempre resultaba extraña a los nativos y no existía ningún grupo dentro de esas sociedades que sirviese de mediador, es más, las clases altas se oponían a las visitas de los misioneros porque sus predicaciones atentaban contra el orden político, social, cultural y hasta económico establecido. En definitiva, el siglo XVIII contempla el retroceso, cuando no la paralización, del espíritu misional y la creciente oposición a la difusión de las doctrinas cristianas, siempre condicionada a la aceptación previa de jefes y gobernantes.

El afán de lucro que animaba a los exploradores fue uno de los principales motivos para los descubrimientos en el hemisferio austral. Obsesionados por la apertura de nuevas rutas, buscaron los pasos del Noreste y Noroeste, soportaron los viajes por el Pacífico, iniciaron la penetración en África, recorrieron el oeste americano, cruzaron Siberia, llegaron al océano Glacial Ártico, viajaron por Nubia y Egipto, atravesaron la Tierra de Fuego, realizaron varios viajes de circunvalación o penetraron en Australia. Sin embargo, fue la zona del Pacífico la que despertó mayor interés porque había sido poco frecuentada hasta estos momentos debido a los peligrosos vientos y corrientes cuando se procedía de América, a los arrecifes y bajíos hallados desde Indonesia y, por último, a las innumerables islas que requerían un cartografiado minucioso con la correspondiente inversión de tiempo y dinero que las potencias marítimas no estaban dispuestas - a aceptar, comprometidas ya como estaban en otras empresas a todas luces más rentables. A pesar de todo, después de 1763, los viajes se intensificaron y obtuvieron buenos resultados, como demuestran las empresas de Cook, entre 1768 y 1779, por Nueva Zelanda, Australia y el mar Ártico.

Todavía persistían ciertas ideas míticas que estimulaban el deseo de aventuras, como ciudades de oro o islas legendarias paradisíacas, pero no representaban los únicos móviles, ya que en los viajes predominaban los objetivos concretos y el azar quedó descartado. Mucho más preparados, los exploradores no dejaban nada a la improvisación, valoraban las diferentes civilizaciones, esperaban el reconocimiento del país y la consecución de sus proyectos. Aunque no pertenecían a una clase social concreta, se identificaban por su elevado nivel cultural y el deseo de aventuras y riquezas y logros científicos. No obstante, las fábulas estuvieron en la base de la literatura de viajes porque el autor procuraba despertar la curiosidad y la atracción de los lectores y se relataban junto a las descripciones resultado de la experiencia directa. Estos trabajos carecían de los aspectos novelescos de los pioneros de los siglos XV y XVI, pero, por el contrario, proporcionaban las primeras explicaciones exactas de los continentes y mares, contribuyendo de forma decisiva a la formación de un espíritu científico e investigador. Los libros de viajes de Dampier, especialista en botánica, meteorología o hidrografía, originaron una corriente literaria en Inglaterra cuyos rasgos esenciales fueron fijados por Defoe, en Robinson Crusoe, y Swift, en Los viajes de Gulliver; en Francia destacaron las narraciones de Cabot, Baudier, Chardin o Bernier. Hubo una idealización del significado de las diferentes religiones y de la vida primitiva, que cristalizó en la idea del noble salvaje. Cuando Marsden escribió su Historia de Sumatra, trató de hacer ver la irritación suscitada por las costumbres europeas entre los sumatrinos para demostrar la existencia de visiones diferentes. Asimismo, las publicaciones de los diarios de a bordo también sobresalieron por su valor científico y resultaban diferentes porque recogían datos más precisos, muy variados y con una redacción escueta y simple.

No cabe duda de que los sucesos internos e internacionales de Europa influyeron en el mundo extraeuropeo y condicionaron los descubrimientos. Los lazos de dependencia de las colonias con las metrópolis las convirtieron en una caja de resonancia al verse afectadas por las guerras y las rivalidades económicas. Bastantes exploraciones y viajes se iniciaron para debilitar las posiciones enemigas y acabar con la competencia en los escenarios ultramarinos; así la Paz de Aquisgrán de 1748 y el Tratado de París de 1763 organizaron los espacios coloniales. Sin embargo, esas áreas no ocupaban un lugar destacado en los conflictos y siempre quedaban relegadas en las mesas de negociaciones a la conclusión de los temas prioritarios continentales. Tampoco existía rivalidad entre los gobiernos y los pueblos no europeos, a consecuencia de los diversos intereses en juego. De hecho, las disputas bélicas dejaron paso a las pugnas científicas y económicas porque resultaba muy difícil el mantenimiento de ejércitos en zonas tan lejanas. Pero, en todas las empresas había intereses comprometidos e incluso las de objetivos científicos perseguían la recogida de información múltiple que sirviese para posteriores proyectos de cualquier tipo. Las misiones e instrucciones ordenaban los contactos pacíficos con las poblaciones nativas, para que no pusiesen inconvenientes a las campañas de reconocimiento; precisaban la necesidad de explicación de los problemas geográficos y de ciencias naturales desconocidos como uno de los objetivos prioritarios y mantenían una actitud abierta ante cualquier hallazgo novedoso. Se extendió la idea de que los descubrimientos aumentaban el poder marítimo nacional y el prestigio de la Corona y alentaban el comercio y la navegación. Por ello no era extraña la falta de una normativa precisa que regúlase el comportamiento de los exploradores cuando surgiesen conflictos militares con naciones europeas o gobiernos locales.

Abundaban las colecciones y gabinetes de historia natural. Buffon encargaba, para el jardín Real de París, a los viajeros y funcionarios de países lejanos el envío de animales, pieles, plantas y minerales para su exposición e investigación. Y los naturalistas profesionales reunieron valiosas informaciones sobre fauna, flora, gabinetes, bibliotecas, cartografía, etc., y se organizaron importantes expediciones, destacando las rusas al Asia Central y Siberia, en especial la primera, en 1733-1742, con la participación del botánico Gmelin y el zoólogo Steller, quien realizó experimentos inéditos con los vertebrados de Kamtchaka. Tras los avances zoológicos de Linneo, empezó a configurarse una geografía faunística importante porque estuvo en la base de todos los inventarios comparados.

El espíritu investigador, en consecuencia, fue una de las principales motivaciones para las campañas expedicionarias, aunque siempre bajo la tutela de los gobiernos. En el Setecientos, las academias organizaron numerosos viajes destinados a la investigación, que promovieron la creación de los Estados Mayores Científicos orientados a la experimentación altruista. Las expediciones se convirtieron en acontecimientos de notable importancia por el elevado número de barcos aprestados y de hombres participantes, por la precisión de los proyectos, la minuciosidad de la planificación, la abundancia de medios materiales y el respaldo social. Se impuso la observación meticulosa de los navegantes con formación frente a la credulidad y prejuicio anteriores y, de este modo, la ciencia quedó liberada de la justificación religiosa y moral de sus resultados. Las colecciones de viajes pasaron a formar parte de todas las bibliotecas, y filósofos, físicos, naturalistas y geógrafos esperaban la publicación de los nuevos relatos para realizar comparaciones, resaltar las contradicciones o proponer soluciones a los problemas sin resolver. La Academia de Medicina y la Academia de Ciencias francesas presentaron un cuestionario sobre las hipótesis de índole general que afectaban a la geografía, la física, la química, la botánica, la zoología, la medicina y la etnología. Afirmaciones como las relativas a pueblos de gigantes o enanos, supersticiones o tierras llenas de metales preciosos quedaron desbancadas. Se reivindicaba un conocimiento universal para hacer frente al conjunto de fenómenos de la naturaleza y, por ello, en las expediciones se integraron especialistas en determinados campos con el fin de estudiar y resolver problemas concretos.

Es suficiente elegir un solo espacio explorado en el siglo XVIII para encontrar todas las motivaciones que hemos analizado. En África y el Próximo Oriente: en 1700, Poncet y el padre Javier de Brèvedent viajaron por el desierto de Nubia y Libia, recorrieron el Nilo Azul y elaboraron la cartografía de Etiopía; Van Riebeek descubrió en 1702 una gran extensión costera entre Falsa Bahía y Bahía de Algoa; en 1717, André Brüe volvió al Senegal y penetró en busca de las fuentes del Níger; el padre Labot, en 1720, reconoció la costa occidental africana, sobre todo el Congo. Expediciones danesas recorrieron Arabia y Alejandría en 1760; entre 1768 y 1772, Bruce buscó las fuentes del Nilo; en 1788 se creó en Londres la Sociedad Africana, como centro de descripción y experimentación para el Continente; por último, Mungo Park recibió entre 1795 y 1797 respaldo oficial para verificar la orientación del Níger y describir las ciudades y habitantes de la zona.

Sin embargo, el dominio de Europa sobre el mundo que intenta descubrir y explotar se concretó sobre todo en el siglo XVIII. Los contornos de los continentes ya se conocen perfectamente y los océanos sólo conservan unos pocos secretos, excepto al otro lado de los círculos polares. Lo que más interesa a Europa es América. Dentro del sistemático planteamiento que de los problemas de España llevan a cabo los representantes de la Ilustración, el Imperio español recibirá una atención constante. Desde la instalación de Felipe V en el trono español, se inicia un periodo de sucesivas reformas que virtualmente alcanzan hasta el momento de la Emancipación. Durante los reinados de los dos primeros Borbones, América va entrando cada vez más en la problemática política internacional y se convierte en uno de los escenarios bélicos decisivos. Pero, desde el punto de vista español, las Indias son un importante mercado que cultivar y defender y las medidas gubernamentales tendrán dos vertientes, la que mira a la implantación de una administración más ágil y enérgica, adecuada a su protección militar, y la que se orienta a la promoción de nuevas empresas mercantiles. En 1743, José de Campillo y Cosío escribe su "Nuevo sistema de gobierno para la América", todo un programa de reformas que va desde la ejecución de una visita general a todo el imperio, hasta la proclamación de la libertad de comercio, pasando por la implantación del sistema de intendencias, proyectos que se verificarán en el Setecientos.

Lo viejo y lo nuevo conviven en un difícil equilibrio que termina por romperse en detrimento de lo tradicional. Las innovaciones legales acometidas por los Imperios español y portugués son acompañadas o precedidas de un cambio de mentalidad que se acentúa progresivamente a lo largo de todo el siglo tendiendo a cuestionar el legado del pasado, a revisar críticamente el presente y a acoger con beneplácito las iniciativas de reforma. Las reformas económicas fueron, por su parte, la respuesta fracasada de los gobiernos metropolitanos peninsulares a la penetración comercial británica y francesa en los puertos y ciudades americanas pues no se pudo hacer cambiar la orientación del Imperio americano hacia otras potencias europeas, que eran las verdaderas metrópolis económicas de las Indias.

Los colonos franceses e ingleses de América del Norte se hallaban en un mar de bosques que ocupaba una extensión equivalente a la cuarta parte de la superficie de Europa. Los indios fueron sucesivamente derrotados y rechazados. Las colonias francesas de América del Norte comprendían varios territorios, de los que destaca Nueva Francia, cuya parte esencial era el Canadá. Aunque el Tratado de Utrech le había amputado una parte de Acadia, de Terranova y de la bahía de Hudson, Nueva Francia contaba con tres elementos principales: el valle de San Lorenzo, los restos de la antigua Acadia y una serie de misiones jesuitas y de puestos de mercaderes de pieles. Francia se interesaba muy poco por estos territorios que, a excepción de las pieles, daban productos demasiado parecidos a los de la metrópoli.

Por su parte las colonias inglesas estaban muy divididas. Independientes, sentían indiferencia u hostilidad unas hacia otras. Estaban separadas entre sí por grandes distancias y malas comunicaciones. Diferían por sus condiciones naturales, por el tipo de vida, por ciertos intereses. En el Sur -Maryland, Virginia, las Carolinas, luego Georgia- predominaban las grandes propiedades, de cultivos comerciales. El Norte o Nueva Inglaterra -New Hampshire, Massachussetts y Maine, Rhode-Island, Conneticut estaba formado por comunidades de pequeños propietarios. Y el Centro -Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware- contaba con propiedades de todos los tamaños. Sin embargo, las colonias poseían algunos intereses semejantes que podían unirlas contra el Gobierno inglés. Hacia 1780 se abre la era de su independencia, prueba del triunfo de la civilización occidental en el Nuevo Mundo. La independencia de los Estados Unidos, proclamada en nombre de los principios europeos, sirve de ejemplo a la aristocracia criolla de los Imperios español y portugués, también impregnada de aquellas ideas.

Por el contrario, el continente africano no parece salir de sus siglos de silencio y oscuridad. Era un mundo aparte. En el Norte, desde el mar Rojo hasta el Atlántico, encontramos una serie de sociedades musulmanas, vasallas del Imperio otomano, el cual las aislaba de Asia, rechazaban a los infieles. Pero, sin duda alguna, el acontecimiento más importante del siglo XVIII será la aparición de organizaciones preestatales en el interior de las tierras costeras. En general, los europeos se alejaban muy poco de algunos puestos dispersos en la costa; es muy poco lo que de África nos dan a conocer y, en los mejores mapas, el interior aparecía en blanco o bien lleno de trazados imaginarios.

Desde las riberas atlánticas de África a las orillas del Indo, el Islam dominaba e imponía su civilización a un conjunto diverso de comunidades y pueblos. Una fe única que iba acompañada de obligaciones sociales e individuales codificadas desde hacía largo tiempo y que unificaba las mentalidades de grupos étnicos y políticos de origen muy diferente. Una cultura caracterizada por la preeminencia de la vida intelectual de ciencias religiosas y jurídicas basadas en la tradición. Una sociedad que otorgaba el primer lugar, al lado de la autoridad temporal, a los doctores de la ley. Unidad reforzada también por rasgos geográficos comunes de la zona subdesértica, que imponía una economía de desarrollo retardado, basado en la riqueza procedente de la tierra y en el gran comercio.

Sin embargo, este sentimiento de unidad no podía prevalecer totalmente sobre la conciencia de los enfrentamientos internos. A los imperios autoritarios surgidos de la conquista árabe habían sucedido desde hacía largo tiempo, por el juego de los intereses económicos y los apetitos dinásticos, reinos y principados. Bajo su unidad real, el Islam no dejaba de encontrarse diversificado en civilizaciones originales que se explicaban en buena medida por las circunstancias históricas. En este inicio del siglo XVIII, tanto el Islam turco del Imperio otomano como el del Irán de la dinastía safaví o el del Imperio decadente de los grandes mogoles representaban civilizaciones en las que, a pesar del primer plano otorgado a la religión común, se afirmaban caracteres originales y especificidades nacionales.

En Asia, los rusos progresan lentamente por las llanuras siberianas; en 1787 se llega a la península de Kamtchatka, por tierra. Por otra parte, la compañía holandesa de las Indias Orientales sigue obteniendo importantes beneficios en las plantaciones de Ceilán e Insulindia, mientras los ingleses construyen un gran imperio en la India. El Imperio turco resiste aún a la penetración occidental, pese a su decadencia ya irremediable y a las ambiciones cada vez mayores de las potencias europeas. Los nómadas del Turkestán impiden a cualquier extranjero el acceso a las estepas de Asia central y siembran la inseguridad entre sus vecinos con repetidas agresiones. Japón vive en un aislamiento casi total, pero superpoblado, y con una grave crisis social que empieza a poner en duda la validez del régimen shogunal. En cuanto a China, es el principal bastión de resistencia a la influencia europea; sin embargo, bajo el mandato de Ch´ien-Lung (1735-1796) el Imperio chino alcanzó sus límites naturales y la mayor extensión de su historia, desde Mongolia a Birmania. Pero esta situación señaló también el comienzo de la decadencia. La burocracia, ideológicamente conservadora y basada económicamente en la propiedad territorial, resultó incapaz de hacer frente a las necesidades derivadas de la incorporación de los pueblos extranjeros.

Los europeos, convencidos desde hacía tiempo de la unidad espiritual del género humano y de la superioridad del estado natural, sintieron vivo interés por los indígenas de Oceanía. Bougainville y Cook los observaron apasionadamente. Los Forster, que acompañaron a Cook en su tercer viaje, crearon, junto con Buffon, la ciencia de la formación y de la clasificación de las razas, la etnología. Europa creyó hallarse ante razas primitivas, en realidad no se trataba de primitivos, sino de pueblos que habían pasado por una larga evolución, la mayoría de los cuales habían conocido incluso una civilización superior, pero que al llegar los europeos estaban en pleno retroceso. En el siglo XVIII, los hombres del Viejo Mundo no se disputaron esos maravillosos países, que no eran lo que ellos habían buscado. En 1772, el capitán Crozet tomó posesión de Nueva Zelanda a la que dio el nombre de África Austral, mas no dejó en ella ningún establecimiento. El primero fue obra de los ingleses en Australia. Desde 1776, la Guerra de Independencia americana impedía que los reclusos siguieran enviándose a Virginia. En 1786, el Gobierno inglés decidió crear una colonia penitenciaria en Botany-Bay. Allí llegó el capitán Philippe, el 18 de enero de 1788, y desembarcó 717 condenados, entre ellos 188 mujeres, dejándolos a la vigilancia de los marineros y un puñado de oficiales. Fueron los modestos principios de Australia.