Comentario
Cumbre del saber y de la cultura, la enseñanza universitaria tenía durante la Edad Moderna dos funciones esenciales: formar al clero, lo que las convierte en firmes defensoras de la ortodoxia religiosa, y preparar a los laicos con una instrucción humanística general o profesional de tipo específico para ejercer ocupaciones liberales o ingresar en la Administración del Estado. Las universidades más importantes contaban con cuatro facultades: artes, teología, medicina y leyes; en las restantes, sólo existían una o dos de ellas. Su alumnado procede de las capas sociales medias y superiores, siendo numéricamente minoritario. Pese a las dificultades para hacer un cálculo más o menos exacto, los investigadores del tema estiman que deberían representar el 1-2 por 100 de los jóvenes posibles. La elección de estudios la determinaba sobre todo por la procedencia familiar, considerándose medicina una profesión dudosa para los bien nacidos.
Fieles en todo momento a las fórmulas medievales heredadas, la revolución científica de la segunda mitad del siglo XVII, los avances en este terreno y en el del pensamiento de la centuria siguiente apenas consiguen ni siquiera asomar tímidamente en las aulas universitarias. Ello, unido a una cierta desorganización interna, la creciente facilidad con que se adquieren los grados, la reducción en las expectativas de empleo para sus estudiantes y el incremento de los costes de sus enseñanzas hacen que los índices de alumnado tiendan a estancarse o descender. Durante la centuria dieciochesca esto último es un hecho tan innegable que ha dado pie a la idea de que el siglo representa para la universidad un momento de decadencia. En Alemania, por ejemplo, las cifras totales de matriculados pasan de 4.400 alumnos en 1720, a 2.920 en 1800; en Salamanca, los 2.700 estudiantes de 1680 se reducen a 1.800, para 1730. También se ha contraído su espectro social. En el 75-80 por ciento de los casos se trata de jóvenes pertenecientes a familias de la pequeña nobleza, funcionarios, profesionales liberales y pastores protestantes. Bien es cierto que siempre habían sido mayoritarios, pero en otras épocas se encontraban a su lado algunos hijos de la gran y mediana nobleza así como de los artesanos, campesinos acomodados o pequeños comerciantes, todos los cuales han reducido su presencia al mínimo ante la creciente expectativa de obtener empleos lucrativos sin necesidad de cursar estudios superiores. Por todos lados, las universidades pierden dignidad e influencia al considerarlas centros exclusivistas, de estrechas miras y cuya hegemonía del saber inspira, cuando menos, serias dudas. Sobre todo entre los ilustrados, de quienes partirán las propuestas más variadas para reactivarlas. Unos, desconfiando de la verosimilitud de tal posibilidad, abogan por cerrarlas y abrirlas de nuevo fundadas en bases diferentes; otros, por el contrario, confían en los efectos positivos de una política de reformas orientada en un triple sentido: introducir nuevos saberes; dar mayor seriedad a los exámenes, concesión de grados y selección de profesores, y ponerlas al servicio del bien común bajo el control del Estado. El éxito de tales planes se encontraba casi hipotecado de antemano por la multiplicidad de intereses tejidos alrededor del sistema vigente y la cantidad de privilegios, y privilegiados, a los que ponían fin. En muchos casos lo que se consiguió fue reconstruir las castas universitarias con otros elementos.
Ahora bien, no todo son sombras en la vida de la universidad del Setecientos. De ellas consiguieron escapar los centros que supieron transformar a tiempo sus enseñanzas y los de nueva creación. El movimiento parte de la Europa central donde florecen dos universidades con el aliento de las autoridades seculares: Gottingen, en territorio de los Hannover, y Halle, en Prusia. La primera, creada en 1734, practicó la libertad intelectual contribuyendo a la difusión de las nuevas ciencias y cambiando el enfoque de las tradicionales. Destacó en los estudios clásicos, si bien también se dedicó a la enseñanza de la política, el derecho, las ciencias históricas y sociales. Aquí empezó el tratamiento moderno de los libros como instrumentos de conocimiento y la moda de la lectura independiente. En cuanto a Halle, se hizo famosa por sus estudios teológicos, realizados bajo un nuevo espíritu de tolerancia. Junto a ellas, cabe señalar entre otras: las universidades escocesas, protagonistas de una profunda reforma que las convirtió en centros científicos de primer orden; las francesas, que contribuyeron a difundir las ideas filosóficas del siglo; la de Padua, líder en medicina; la de Petersburgo, creada en 1747, y la de Moscú, de 1755.
En cualquier caso, al margen de los conocimientos y capacitación obtenidos, lo que atraía de la universidad, lo que constituía la consideración más significativa del paso por ella era la amplitud de horizontes que permitía por su cosmopolitismo y estilo de vida, así como la red de amigos y patronos que permitía establecer.