Comentario
Con el nombre de iberogriega, o el más específico de iberofocense, se viene designando una producción escultórica ibérica que tiene tan altos débitos con la griega que parece obra de artistas helenos llegados a la Península o de iberos formados por ellos y fieles a las enseñanzas recibidas. Se trata, en cualquier caso, de obras no importadas, sino realizadas con la habitual piedra arenisca o caliza, y las técnicas habituales en la escultura ibérica, y a menudo con rasgos propios -provincianos si se quiere- que las diferencian de los modelos originarios.
Constituye la prueba más directa de la influencia griega en la plástica ibérica, tan discutida a veces, pero indudable a partir del siglo VI, en que, entre otras cosas, los griegos focenses estaban presentes, como colonos, en las costas hispanas. A sus efectos directos atribuyó hace tiempo E. Langlotz una parte importante de la escultura ibérica, una línea seguida después, con lógicos matices, por A. Blanco y otros investigadores, cuyos estudios ponen de manifiesto el peso de la escultura focense o griega en general en la configuración y maduración de la ibérica.
Algunos seres fantásticos, asociados o asociables a monumentos funerarios, figuran entre los más clara y precozmente atribuibles a la corriente griega. La esfinge de Agost (Alicante), pese a sus erosiones y mutilaciones, es una pieza espléndida como obra de arte y como plasmación del conocido prototipo ático de mediados del siglo VI a. C., cuando, ya en el arcaismo maduro, las esfinges se agachaban grácilmente sobre las estelas, más que sentarse pesadamente en ellas como en la etapa anterior. Aparte de que no quedara totalmente exenta, como las áticas, sino adosada al monumento funerario como sugiere la descuidada labra de su costado derecho, es también un rasgo propio la forma de introducir la cola entre las patas y asomarla por el costado, como hacen los leones ibéricos, una solución más apropiada, además, a las cualidades de la piedra usada.
Es más tosca y de formas planas la esfinge de Bogarra (Albacete), esculpida en un sillar de esquina, y muy dañada. Por fortuna, el rostro conservado en no muy mal estado, permite contemplar el semblante iluminado por una dulce sonrisa arcaica, lo que contribuye a hacernos a la idea que los iberos debían de tener acerca de estas criaturas fantásticas, vistas como seres benéficos, protectores de las tumbas y, seguramente también, portadores de las almas al más allá, como explícitamente muestra la esfinge del Parque de Elche; es decir, significarían lo mismo que entre los griegos, inspiradores del arte y del contenido ideal de estas figuras.
Una pareja de esfinges de El Salobral (Albacete), realizadas en relieve para, seguramente, flanquear una puerta o proteger las esquinas de un monumento funerario, parecen fruto de la fusión de tradiciones griegas y orientales, unidas a tendencias ibéricas, como la postura echada, algo pesada, del animal, según ha subrayado en sus estudios Teresa Chapa. La mejor conservada de las dos -en el Louvre- permite observar un cuerpo de modelado suave y detalles cuidados, sobre todo en la convencional y decorativa forma del ala visible, representada como una larga pluma con el extremo enroscado. Esta fusión de tendencias puede verse también en esfinges como la de Elche, y en otras muchas obras fruto del hibridismo subyacente a la escultura ibérica.
Basta el fragmento conservado de la cabeza del grifo de Redován (Alicante) para ponderar su calidad como obra de arte, y probar su dependencia de modelos griegos arcaicos. La cabeza de otro de estos monstruos hallada en la Alcudia de Elche, reutilizada en un empedrado, sigue modelos griegos más recientes, del siglo IV a. C. Documentan, junto con los de Porcuna y unos pocos lugares más, la acogida entre los iberos de otro ser de prestigio, bien conocido ya en la etapa tartésica, muy presente en las concepciones sobre la muerte y el más allá, entre otras cosas por su fama como apropiado defensor de las tumbas y sus ajuares.
Puede cerrarse la serie de animales fantásticos -elegidos a título de muestra- representativos de la influencia griega, con una obra maestra de la escultura ibérica y una de las más populares: el toro androcéfalo conocido, por su lugar de procedencia, como Bicha de Balazote (Albacete). Está esculpida en caliza grisácea, en un sillar de esquina, y la cabeza, erguida y prominente, en pieza aparte. Representa a un toro echado, de anatomía bien modelada, resuelta en formas suaves que resumen con acierto las características del animal; la cola queda graciosamente enroscada sobre su anca izquierda. La cabeza resulta más hierática, muy rígidos el bigote, la barba y la cabellera, detallados con surcos rectos, como en los dibujos arcaicos, entre los que asoma un rostro más carnoso y expresivo. Bajo la frente, huida y cubierta por el rígido flequillo, las amplias y arqueadas cejas enmarcan unos ojos desmesurados y muy abiertos; son rasgos propios de la estatuaria griega arcaica, presentes también en creaciones coetáneas de Etruria, como el centauro y la dama oferente de Vulci. Tras las sienes brotan cortos los cuernos y, bajo ellos, breves orejas de bóvido. La escultura, de contexto desconocido, puede fecharse por criterios estilísticos hacia la segunda mitad del siglo VI a. C.
En cuanto al significado, parece indudable su pertenencia a un monumento funerario, con la disposición oportunamente ejemplificada en el monumento de Pozo Moro. Pudo tener, como los leones de éste, una función apotropáica, alejadora de peligros. Pero su apariencia pacífica, mansa como es fama de sus congéneres normales, remite más directamente a su prístino significado entre los griegos. A partir de una viejísima tradición, que vincula el toro a la fecundidad, los griegos crearon la figura del toro de cabeza humana como representación alegórica de los ríos, en especial del Aqueloo, el más importante de ellos, hijo de Tetis y del Océano. Se asociaba al toro, como símbolo de fecundidad, la idea del río y el agua que fertiliza los campos, todo ello humanizado, aproximado al hombre con la incorporación iconográfica de su cabeza, al servicio de la imagen de una especie de daimon favorable, expresión de la vida benéfica a los humanos. Con esta función de símbolo de vida aparece pintado el Aqueloo en tumbas etruscas, asociado, como en la de los Toros de Tarquinia, a actos sexuales que subrayan su simbología vital. Con este sentido debió, en fin, concebirse la Bicha de Balazote, como símbolo de la vida que se deseaba al muerto, materializada en una de las más hermosas y monumentales representaciones del Aqueloo.
Otras muchas esculturas ibéricas reflejan el impacto griego con mayor o menor nitidez, como la cabeza de mujer del Museo de Barcelona, que se tiene por procedente de Alicante, de rasgos arcaicos, como los de una kore jónica; quizá perteneció a la figura de una esfinge. A una corriente estilística más reciente, propia del estilo severo, de la primera mitad del siglo V a. C., pertenece la mutilada cabeza masculina de Verdolay (Murcia). Y así un elenco que se haría interminable, porque habría que incluir buena parte de la escultura ibérica, influida de forma muy generalizada por la griega, como manifestación particular de la koiné artística de signo helénico que se impuso por todo el Mediterráneo. Se comprobará al tratar, acto seguido, de las esculturas de Porcuna, o de la Dama de Elche, por sólo citar obras cumbres del arte ibérico.