Época: ibérico
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
La escultura

(C) Lorenzo Abad y Manuel Bendala



Comentario

Entre 1975 y 1979 se rescató en el lugar conocido como Cerrillo Blanco, de Porcuna (Jaén), el más importante conjunto escultórico de la cultura ibérica. En la citada localidad jienense se halla la antigua Obulco, un gran centro económico del territorio túrdulo, situado sobre el gran eje de comunicaciones de la Vía Heraclea, verdadera columna vertebral de la civilización ibérica.
Por lo que se deduce de la excavación del Cerrillo Blanco, en una fecha muy poco posterior al año 400 a. C., se procedió a enterrar allí un gran número de estatuas, que habían sido intencionadamente destruidas, y cuyos pedazos fueron cuidadosamente recogidos y depositados en un gran hoyo hecho al efecto, cubierto después con grandes losas de arenisca. El infortunio de una grave destrucción y la fortuna de que alguien decidió guardar religiosamente los pedazos, se combinaron para legar al presente un excepcional conjunto de esculturas mutiladas, de las que empezamos por tener, que no es poco, una fecha ante quem para su datación: la de su enterramiento cerca del 400 a. C. Para cualquiera que conozca las diatribas sobre la cronología del arte ibérico, alguna vez tenido por contemporáneo de la ocupación romana, y para los especialistas que han de vérselas con obras demasiado a menudo descontextualizadas, datos como el ya mencionado proporcionan un agradable respiro.

Desde que fueron descubiertas, el primer paso ha sido la recomposición del complejo rompecabezas, emprendido primero bajo la dirección de Juan A. González Navarrete, y después por Iván Negueruela. Ha sido un trabajo complejo pero agradecido, porque según los trozos han ido recuperando la forma originaria de las estatuas, se ha multiplicado con creces la sensación de maestría y calidad que se hacía evidente con sólo analizar los trozos sueltos. Están esculpidas en una arenisca blanca, de grano muy fino, conocida en la región como piedra de Santiago, por proceder de las canteras próximas a Santiago de Calatrava. Es un soporte perfecto para una talla de calidad, tanto para el primor de los detalles como para obtener volúmenes y formas complejas, y epidermis de apariencia y tacto muy agradables.

Las muchas estatuas no son idénticas de estilo, pero sí bastante homogéneas, como fruto de un mismo taller en el que pueden distinguirse varias manos. Tampoco son unitarias en temática ni en tamaños, sino un conjunto que va adquiriendo orden según avanzan los estudios sobre ellas. Son en general figuras menores que el natural, que representan guerreros -aislados o en grupos-, personajes de ambos sexos con trajes ceremoniales y atributos o complementos diversos, un individuo que lucha con un grifo, una divinidad literalmente envuelta por los cuerpos de dos cabras; animales diversos -leones, toros, una esfinge, un águila-; también composiciones en altorrelieve, como la de dos hombres batiéndose o la de un cazador con su perro y una liebre cobrada en la mano.

Se debe al acierto de Iván Negueruela el agrupamiento y la interpretación de uno de los grupos más importantes del conjunto, el de los guerreros, no sólo por el nuevo sentido que adquieren al entenderse como relacionados en una sangrienta lucha con determinados resultados, sino al haber recompuesto figuras de grupo, esculpidas en un sólo bloque, con una complejidad hasta ahora desconocida en el arte ibérico. Son recomposiciones incuestionables, basadas en el análisis de las basas unitarias conservadas, el procedimiento más eficaz utilizado para otros ejemplos ilustres, sea el grupo pergaménico de los Gálatas, sean los frontones de célebres templos griegos, y tantos otros. Sobresale la escultura de grupo, vaciada en bloque único, que formaban un guerrero y su caballo, del que acaba de desmontar, mientras atraviesa con su lanza, seguramente por la boca, a un enemigo derrumbado a sus pies (la punta de la lanza le asoma por la espalda).

Con sólo lo dicho, la consideración de la estatuaria ibérica da un enorme salto cualitativo, al mostrar el afrontamiento de empresas sólo propias del mejor arte griego. Hay que apresurarse a decir que todo induce a pensar en la obra de un taller dirigido por un artista griego, con tradición para realizar grupos como el descrito, que traen a la memoria las figuras relivarias o de bulto redondo que decoraban monumentos como el templo de Zeus en Olimpia, o el de Afaia en Egina. El trabajo de las figuras está al nivel de la envergadura de las composiciones. Las anatomías están bien modeladas, en sus proporciones y en la acertada interpretación de las musculaturas y los movimientos. Las pocas cabezas recuperadas han aparecido, por desgracia, muy dañadas, quizá por esa tendencia a destruirlas con más saña cuando se actúa bajo un impulso ideológico. La mejor conservada, de uno de los guerreros, muestra un hermoso rostro juvenil, sereno, de rasgos finos: los ojos algo oblicuos y rasgados, la nariz recta, los labios carnosos, de contornos cuidadosamente señalados con un surco; se adivina debajo un cráneo ancho, de mandíbula cuadrada y recia. Son rasgos que convienen a los que Langlotz tenía por propios de los artistas focenses y recuerdan el estilo de fines del arcaísmo griego y la transición a las formas clásicas, y a la misma conclusión parece conducir la tendencia a realizar muy gruesos los glúteos y las piernas de los guerreros.

Las vestiduras y el armamento están realizados con un detallismo que otorgan a las esculturas el valor añadido de ser excepcionales testimonios etnográficos. Los cascos parecen de cuero, con guarniciones metálicas y adorno de cuernos, conocidos en la Grecia del Este; tenían espectaculares cimeras, como las que lucen griegos y troyanos en los frontones de Egina. Se protegen con coselete corto, de borde curvo y terminado en punta entre las piernas, y sujeto con un ancho cinturón. La coraza es de discos metálicos cogidos por correas, sobrepuestos a una especie de chaleco, en forma de ocho que aliviaba el contacto con las placas de metal. El escudo usado es la clásica caetra, de varias capas de piel y manilla al centro; disponían de una larga correa para llevarlo colgado cuando se estaba en reposo, y enrollado en la muñeca para asirlo con firmeza en la lucha. Son, en suma, las armas propias de los iberos, con el añadido de elementos menos comunes, entre ellos los cascos, de abolengo helénico como el arte que inspiró las esculturas.

Merece también especial mención el grupo del hombre que lucha a cuerpo con un grifo. Se trata de una rara representación de un tema que puso de moda en la literatura griega Aristeas de Proconeso (650-600 a. C.) con su "Arimaspeia": relata la defensa por los grifos del oro de la tierra frente al pueblo mítico de los arismaspos, que vivían al norte de Escitia. Pudieron los iberos aficionarse a asuntos como éste, aparte de que en el grupo en lucha vieran una manifestación más del ya tradicional héroe del león, de claro significado funerario. Es de señalar la atrevida composición, concebida de forma que el grifo casi rodea a su contrincante y obliga al espectador, para contemplar adecuadamente el grupo, a rodearlo completamente. Demuestra, por otra parte, la preferencia por los temas agonísticos, de una crudeza extraordinaria en los guerreros, pero proyectada también a luchas de animales.

Por contraste, resultan muy serenas algunas de las figuras humanas. La de un individuo vestido con un ropaje ceremonial cruzado, con las puntas caídas a la espalda y gravadas con pesas, tiene un empaque inusual en la estatuaria ibérica; bajo la ropa de este probable sacerdote se adivina la anatomía -algo muy poco común en la escultura ibérica- que enlaza con los tipos varoniles del clasicismo severo, aunque con sabor algo más antiguo por la forma de representar los pliegues. Una figura femenina, tal vez una sacerdotisa, de similar estilo y formas cerradas, conserva sobre las piernas restos de las manos de un niño, mientras otra, también una probable sacerdotisa o una diosa, lleva al hombro una serpiente.

Es igualmente excepcional el grupo de animales. Se conserva un buen trozo de un león de riquísimo modelado, que, vuelta la cabeza, apoya las garras delanteras en una enorme palmeta de cuenco; de ella brota una serpiente que da vueltas por el cuerpo del felino. Debía de formar parte de una composición simétrica, como la muy conocida en marfiles fenicios o en terracotas púnicas: por ejemplo, la mitad de un relieve con una esfinge egipcia que toca un árbol de palmetas, que, procedente de Ibiza, se conserva en el Museo Arqueológico Nacional. Tanto este león como los demás animales del conjunto -grifos, toros, caballos, un lobo, un cordero, etc.- son de un estilo bastante vivo, naturalista, muy lejano a las arcaicas y rígidas fórmulas de los leones de la familia de los de Pozo Moro y los demás animales de la misma o parecida escuela.

Están en la línea del estilo general de este conjunto obulconense, en el que se impone un modelado naturalista, de superficies redondeadas y suaves, muy ajenas a los biselados y planos duros frecuentes en las creaciones ibéricas. Hay un efecto general de blandura, que parece propio de artistas acostumbrados a modelar el barro o la cera, más que a esculpir la piedra. Es como un arte de broncistas, impresión global que se acentúa con detalles como el tratamiento de los ojos de la cabeza de guerrero conservada, más aún el de los labios de ésta y de otra más mutilada, o en la presencia de una caja de espiga en aquélla para fijar algún complemento metálico; es lo mismo que se hizo en las esculturas del célebre templo de Egina, influidas igualmente por el arte de los célebres broncistas de la isla. La citada blandura de las formas tiene otro destacado efecto en el conjunto de Obulco: el gusto por los cuerpos curvados, por la torsión de las anatomías, sobre todo en las composiciones en grupo (el grifo en lucha con el hombre, las cabras del Despotes Therón, el león de la palmeta...), con una facilidad propia de seres sin armadura ósea, lo que imprime a las composiciones cierto aire manierista.

No se conoce el lugar en que estuvieron originariamente las esculturas, que no debe de estar muy lejano del sitio en que fueron ocultados los trozos; tampoco qué clase de monumento o monumentos decoraban. Unos pocos fragmentos arquitectónicos hallados entre las piedras sugieren una arquitectura monumental de soporte, cuyos restos no merecieron ser recogidos como los escultóricos. Quizá formaban parte de un costoso mausoleo, una especie de heroon realizado en honor de un gran personaje, acaso un reyezuelo. Fue en todo caso un individuo de relieve, capaz de promover un descomunal proyecto artístico -el mayor de que se tiene noticia en la Hispania prerromana-, para lo que debió de contratar los servicios de algún artista griego como hicieron otros jerarcas de las culturas mediterráneas. Teniendo en cuenta la fecha de la ocultación, la del conjunto ha de ser anterior al año 400, y por el estilo y los detalles arqueológicos puede apuntarse a una datación hacia el primer cuarto del siglo V a. C. La destrucción, por razones que se desconocen, no debió retrasarse mucho por lo nuevas que estaban las esculturas cuando fueron sepultadas.

Las esculturas de Porcuna, con ser excepcionales, no están completamente aisladas en el panorama del arte ibérico. En la Alcudia de Elche y otros grandes centros debieron de existir talleres capaces de realizar obras de parecida altura. En la Alcudia se han recuperado numerosas piezas de calidad, entre ellas fragmentos de guerreros similares a los de Porcuna, uno de ellos un torso espléndido, con el disco del pecho adornado con una magnífica cabeza de lobo en relieve. Y recuérdese la extraordinaria creación que representa la Dama de Elche. De Casas de Juan Núñez (Albacete) procede un espléndido caballo, muy mutilado (le faltan la cabeza y las extremidades), pero digno de figurar entre las piezas ibéricas de mejor arte. Su estilo, similar al de Porcuna, es aún más preciosista en los adornos; son de impecable factura las palmetas en relieve, como bordadas, de la manta, de cuya forma y del estilo general de la escultura, puede deducirse una fecha aproximada de comienzos del siglo V a. C. Son, en fin, ejemplos de una producción que debió de ser mucho más numerosa, y que sólo las circunstancias excepcionales del grupo de Porcuna las ha conservado en cantidad considerable.