Comentario
Mathura fue la capital del imperio Kushana en territorio indio, en la fértil llanura regada por el río Yamuna y en el principal nudo de comunicaciones, que canalizaba unificadamente hacia la Ruta de la Seda todas las caravanas de peregrinos y comerciantes procedentes del sur de India; fue, por lo tanto, el centro de irradiación cultural india más importante de todo el imperio Kushana.
Su historia se remonta al período brahmánico (siglo VI a. C.), cuando aparece citada en el "Mahabharata" como la fortaleza del demonio Madhu. Llegó a ser un gran centro religioso en el imperio Maurya (siglo III a. C.), según el texto "Ashokavardhana", allí habitaban monjes budistas y jainas, krishnaístas, brahmanes y todo tipo de ascetas. La incidencia religiosa de Mathura es tan antigua como polifacética, pues, a pesar de haber sido la gran capital del budismo mahayana durante dos siglos (II y III d. C.) es desde siempre para la tradición hindú una de las siete ciudades sagradas de India y, en concreto para los krishanaístas, el lugar de nacimiento del dios Krishna.
Alcanza su esplendor bajo los reinados de Kanishka (120 d. C.) y de Chandragupta II (380 d. C.); después, va paulatinamente decayendo hasta que la ciudad es arrasada por los conquistadores islámicos. Tuvo un resurgir efímero en el imperio Mogol, cuando se construyó una nueva ciudad entre 1660 y 1668 respetándose la diversidad de cultos, pero enseguida (1670) el emperador Aurangzeb, enloquecido por su fanatismo islámico, mandó destruir todos los templos; hoy, las obras más antiguas que quedan en pie son sólo la Jama Masjid (mezquita del viernes) y los Ghats (plataformas escalonadas a la orilla del río), ambas del siglo XVII.
La actual Muttra, con unos 150.000 habitantes, es un gran centro comercial e industrial de Uttar Pradesh, a medio camino en la autopista que une Delhi y Agra. Sigue siendo un lugar sagrado para los krishnaístas, que han construido un templo moderno en honor a su dios, al que acuden miles de peregrinos anualmente. Toda la región circundante, especialmente Vrindavam y Govardhana, está plagada de comunidades krishnaístas donde los fieles estudian los textos sagrados, dan comida ritualmente a las tortugas del Yamuna y recorren los parajes que habitó Krishna.
Es también un hito fundamental para los historiadores del arte indio, desde que Lord Curzon fundara el museo de escultura que lleva su nombre a finales del siglo XIX, en pleno colonialismo británico.
El museo reúne una magnífica colección de hallazgos arqueológicos en toda la región de Mathura; son particularmente interesantes las terracotas de shaktis prehistóricas y las numerosas estatuas budistas y jainas de estilo Maurya y Shunga. La mejor estatuaria pertenece a la época Kushana, en la que hay que destacar el Buda sentado de Katra y los bodisatvas Sakyamuni y Maitreya, así como las múltiples y atractivas yakshis de Mathura; sin duda de gran valor histórico pero de escasa calidad artística es la estatua de Kanishka (1,70 m de altura) que, según su inscripción, retrata al gran emperador de los Kushana.
La obra maestra es el gran Buda (2,17 m. de altura) en arenisca rosa, que define la tipología del Buda de Mathura, a pesar de que su tardía datación (380 d. C.) ubica esta pieza en el inicio del imperio Gupta. Si el Buda típico de Gandhara se caracterizaba por su aspecto apolíneo idealizado formalmente con una plástica profana, este Buda Anuttarajnavapti o del Conocimiento Supremo se caracteriza por su aspecto suprahumano idealizado conceptualmente con una plástica sacra.
El Buda de Mathura intenta hacer palpable lo divino y lo trascendental a través de una imagen que supere el orden antropocéntrico y que resulte inmutable ante la variable moda humana. Desde el punto de vista doctrinal esta concepción de una imagen de culto es mucho más coherente; además, en toda la cultura india la obra de arte es más importante por su contenido simbólico que por su belleza formal, porque intenta plasmar el poder espiritual.
Hay que tener en cuenta también que el concepto transitorio del cuerpo, según la ley kármica de las reencarnaciones, hizo necesario un sistema especial de anatomía para configurar las imágenes divinas, sistema radicalmente distinto del canon griego pero capaz de crear una etnia suprahumana que conmueva al fiel.
La medida básica de la iconografía sagrada india es el tala o talam, palmo sagrado (equivalente a 23 cm aproximadamente); se puede dividir en cuatro atusa (grosor de la mano) y en doce angula (grosor de un dedo). Hay seis diferentes clases de figuras: uttama navatala para los dioses mayores (9 talas), nara o humana (8 talas), krura o terrible (12 talas), asura o demoníaca (16 talas), kumara o juvenil (6 talas) y bula o infantil (5 talas).
Otra norma de la estética india define cuatro posturas: samapada o recta, que divide la figura longitudinalmente en dos partes simétricas, firme sobre las piernas y sin inclinación alguna; abhanga o ligera flexión, con las dos piernas suavemente inclinadas hacia un lado y el torso hacia el otro; tribhanga o triple flexión, que balancea la figura con un movimiento zigzaguearte marcado por las piernas, el torso y la cabeza; y atibhanga o flexión extrema, que es una forma exagerada de la anterior y que puede proyectarse hasta una cuádruple flexión.
Estas cuatro posturas traducen otras tantas actitudes en las imágenes de culto: la samapada es la apropiada para los dioses mayores en actitud transcendente e imperturbable; la abhanga para los dioses menores, bodisatvas y sabios; la tribhanga es la apropiada para las diosas y yakshis, porque aviva su gracilidad y aumenta el encanto de sus atributos de fertilidad; la atibhanga sólo la utilizan las imágenes sagradas que se encuentran en un movimiento o acción violenta, aunque no necesariamente beligerante.
Así pues, el Buda de Mathura presenta una constitución suprahumana en navatala y una postura recta en samapada; ambas propias de los dioses mayores y de las imágenes de culto transcendentales.
El idealismo conceptual, con el que la escuela de Mathura configura sus imágenes de culto, también necesita una explicación previa, a pesar de que hasta el profano pueda sentir la expresión de algo sublime. Sin duda, lo más elocuente es el carácter, sutilmente transmitido a través de la forma.
La obra de arte debe adaptarse a la idea creadora y también a aquellos para quienes se dirige, revistiéndose de formas naturales de fácil comprensión: caras ovaladas como un huevo, con la perfecta tensión de su perfil, o con la movilidad lunar y misteriosa de la hoja de betel; el cuello recuerda la forma de una caracola musical para evocar tanto los felices pliegues de una larga experiencia como la sonoridad gutural de su función; el torso, la dureza y fortaleza del cuerpo del león; el hombro y el brazo, la flexibilidad y poder de la trompa del elefante; las piernas, la rectitud de los troncos de palmera; las manos, la gracilidad y suavidad de las flores y los dedos, la ternura de las vainas de guisante y la potencialidad de sus semillas.
La expresión de las emociones y pensamientos culmina en los ojos, cuya variadísima representación va desde la serenidad de los párpados entornados como pétalos de loto, a la alegría de los ojos-nevatilla (pajarita de las nieves), la inquietud de los ojos-ciprino (pequeño pez parecido a la carpola), inocencia de los ojos-gacela. No se trata de una mera imitación formal sino, precisamente, de una similitud de sensaciones a través de formas completamente diferentes, porque es en las emociones y sensaciones donde reside la verdadera analogía.
El Buda de Mathura desprecia la búsqueda del hombre ideal, ignora las dificultades del artista occidental a la hora de elegir una figura perfecta tomando el hombre como modelo. En general, el ojo humano es capaz de observar atentamente los detalles que diferencian cualquier fisonomía, pero se siente incapaz de distinguir entre dos ejemplares de fauna y flora de la misma especie. Quizá, ésta sea la razón por la que el artista indio ha plasmado una etnia divina comparando sus miembros y órganos no con los del cuerpo humano sino con los de plantas y animales, siempre presentes y sugerentes en la cotidianeidad india, debido a su actitud de integración en la naturaleza y a su respeto por cualquier forma de vida.
Plástica sacra, porque estimula el fervor del fiel que, ante esta imagen, se siente instintivamente inclinado a sus pies adorándola. No la contempla admirado sino que la reverencia. La escuela de Mathura trabaja con un austero material local que facilita al fiel la abstracción espiritual de todo lo terreno. Se trata de la arenisca de Sikri (a unos 50 km al suroeste de Mathura), de grano muy fino con el que se logra una superficie lisa y suave de gran atractivo táctil; puede presentar un color rojo, rosado, rosa punteado con un tono marfileño, o un color de arena.
El artista concibe la imagen con un único punto de vista, el de adoración a sus pies. Hierática y frontal, la figura de Buda se recoge en una especie de hornacina formada por los bordes del manto, que desde las muñecas caen hasta los tobillos, y por el nimbo de santidad, que en la escuela de Mathura se transforma en un gran mandala floral.
Nada debe perturbar la concentración del fiel; los pliegues del manto, que en la escuela de Gandhara se trabajaban con la técnica griega de los paños mojados, aquí se convierten en unos pliegues lineales, poco pronunciados, a base de curvas arbitrarias que aligeran el manto hasta convertirlo en un finísimo velo. Esta tendencia se acentuará en los últimos ejemplares de Mathura hasta dejar prácticamente desnudo a Buda, para que toda su fuerza espiritual dimane sin interferencias terrenales.