Comentario
Adolf Hitler regresó a Berlín el 16 de enero tras los fracasos en las contraofensivas del Oeste y después de que a su Cuartel General en el Nido del Águila llegaran las alarmantes noticias del frente Oriental. La copiosa nevada ocultaba las ruinas que eran buena parte de la capital del Reich. Pero su propia cancillería, que constituiría su último refugio, era elocuente muestra de lo que ocurría con Berlín y con Alemania entera.
Una ala de la cancillería estaba destrozada. El jardín era un nido de cráteres de bombas. El edificio carecía de cristales enteros. Los pasillos, pese a la limpieza de última hora, estaban llenos de polvo y de montones de cascotes. Sólo algunos despachos y las habitaciones del Führer disponían de mobiliario completo y conservaban un aire de normalidad. La guerra aún duraría 14 semanas y produciría cerca de otro millón más de muertos, pero Hitler ya nunca dejaría aquel edificio, su jardín y, sobre todo, su búnker que Speer hizo construir para él, a prueba de bombardeos pesados.
Pese a vivir allí recluido, a veces semiaislado por las dificultades de comunicación, seguiría emitiendo órdenes, controlando, quizás descontrolando, la situación, pero siempre dueño de Alemania y su destino. El día 18 de enero emitía una directriz a todos los jefes alemanes prohibiéndoles dar una orden de ataque o retirada de cierta entidad sin que él expresamente lo hubiera autorizado. Fue ese el último mazazo que recibió la Wehrmacht: los generales tendrían en adelante las manos aún más atadas.