Comentario
Tras el fracaso de la I Guerra Púnica, el Estado cartaginés se vio inmerso en un segundo conflicto local ante la rebelión de sus tropas de mercenarios que no cobraban lo adeudado por Cartago. Sólo con la ayuda de Roma y la destreza militar de los bárquidas fue posible sofocar la rebelión. Además de la necesidad de pagar la deuda militar a Roma, esta misma rebelión fue otro factor que contribuyó para que triunfara la tesis de los defensores de extender el dominio de Cartago por el sur de la Península Ibérica. El general enviado por Cartago fue Amilcar, un miembro de la familia bárquida.
La estancia de Amílcar en el Sur peninsular se fecha entre los años 237-229/228 a. C. Una frase de los autores antiguos (Polibio, 2, 15; Diodoro, 25, 10) en la que dicen que Amílcar reconquistó Iberia ha dado pie a una larga lista de escritos modernos. No compartimos la interpretación de Schulten y de otros que sostuvieron que tales autores aludían realmente a un dominio púnico del Sur peninsular a partir del siglo V, dominio que habrían perdido durante la I Guerra Púnica. Bastaría entender que las colonias púnicas del Sudeste y, tal vez también, la propia Gades encontraron algunas dificultades por la presión de los pueblos iberos a raíz de los acontecimientos vinculados con la I Guerra Púnica.
Las noticias fragmentarias sobre la actuación de Amílcar en la Península permiten saber que tuvo que librar muchos encuentros armados con los pueblos del valle del Guadalquivir hasta conseguir su sometimiento, pero que consiguió extender los dominios cartagineses hasta la altura de Alicante. Se le atribuye la fundación de Akro Leuke/Castrum Album identificado con Alicante y de Ilici (¿Elche de Alicante o Elche de la Sierra?). No hay duda sobre una de las finalidades de Amílcar cuando se nos dice que enriqueció al Estado cartaginés con el envío de armas, hombres, caballos y dinero (Cornelio Nepote, Hamilcar, 4; App., Iber., 5). Y queda clara constancia de sus métodos de obtención de riqueza a través de los expolios de los enemigos y con el control de los distritos mineros -al menos, del de Castulo, Linares, situado en el área de los pueblos oretanos, a los que sometió-. El año 231 a.C, recibe Amílcar a una embajada de romanos interesados por el carácter de sus actividades y les responde que hace la guerra en Hispania para poder pagar la deuda que los cartagineses tenían con Roma. Sin duda ni unos ni otros prestaron demasiado interés al tratado del 348 a.C. que fijaba un límite de actuación cartaginesa en Mastia, área de Cartagena.
La desaparición de Amílcar luchando contra los iberos fue cubierta por otro miembro de la familia bárquida, por Asdrúbal, quien estuvo al frente de los dominios cartagineses en la Península hasta su muerte en que fue sucedido por Aníbal. Los éxitos militares de Amílcar pueden ayudar a entender la caracterización de la política de Asdrúbal de quien se dijo: "advirtió que la mansedumbre era más práctica que la violencia y prefirió la paz a la guerra", según Diodoro (25, 11); Asdrúbal contrajo matrimonio con la hija de un reyezuelo ibero (Diodoro, 25, 12); "administraba el mando con cordura e inteligencia" según Polibio (2, 13, 1); o bien, en palabras de Livio (21, 2, 3), "usó más su diplomacia que su fuerza y... estableció lazos de hospitalidad con los reyezuelos y con los pueblos así como de amistad". En todo caso, los éxitos militares de Amílcar hacían ahora posible otra forma política que, por lo demás, no había cambiado la línea de explotación de la Península. La fundación de Cartagena por Asdrúbal permite entender que los cartagineses controlaban también las minas de plata de sus cercanías así como el gran campo espartario, cuya producción era imprescindible para la fabricación de cestos, cordajes y otros útiles necesarios para las explotaciones mineras, para el equipamiento de los barcos y para otros múltiples fines.
Bajo Asdrúbal, Roma comenzó de nuevo a intuir el peligro potencial de una pronta recuperación de Cartago gracias a los excelentes beneficios que obtenía de la Península Ibérica. Y, para frenar una mayor expansión, Roma y Cartago sellaron el tratado del Ebro en el 226 a. C., en que se fijaba este río como límite de la posible expansión cartaginesa. Roma cumplía además con el compromiso de proteger los intereses de las ciudades griegas aliadas, Marsella y Ampurias.
Cuando se firma el tratado del Ebro, Cartago ya estaba libre de la deuda contraída con Roma a raíz de la I Guerra Púnica y la posición económica y militar del Estado cartaginés era de nuevo fuerte. A su vez, Roma no estaba en condiciones de ser más exigente ante la necesidad de atender a dos frentes de guerra muy complejos: el del Ilírico, en el que se resolvía el control del Adriático, la supresión de los piratas del mismo y la penetración inicial en el mundo griego; los conflictos se inician en las costas ilíricas en el 240 a. C. y Roma no logra dominar la situación hasta veinte años más tarde. Por otra parte, el ejército romano tuvo que emplearse a fondo en la Italia del norte desde que, a partir del 236 a. C., penetraron nuevos contingentes de pueblos célticos, ante todo de belgas. Hasta el 223 a. C. no se consigue la neutralidad plena de los boyos y la alianza incondicional con los vénetos y cenomanos y, hasta el 222 a. C, no se produjo la capitulación de los pueblos más belicosos, los insubros. Se entiende así que Roma, en medio de tales tensiones, se viera condicionada para firmar el tratado del Ebro, que no le resultaba nada ventajoso. Unos años más tarde, los saguntinos acuden a Roma en búsqueda de una alianza análoga a la que tenían las colonias griegas: Roma firmó un pacto con Sagunto en torno al 221/220 a. C. sin atender rigurosamente al tratado del Ebro.
Cuando los historiadores filorromanos tengan que explicar que las operaciones militares tienen el casus belli en la toma de Sagunto por Aníbal, se encuentran en una situación apurada para justificar la respuesta de Roma. El supuesto error de Polibio que sitúa Sagunto al norte del Ebro o interpretaciones modernas como la de Carcopino proponiendo que con el nombre de río Iberus se quería aludir al Júcar no son más que artificios para justificar la inocencia de Roma. Parece que, al fin, se va imponiendo el razonamiento de Picard y otros en el sentido de entender que tanto el Estado romano como el cartaginés hacían un juego político semejante y que ambos eran conscientes de que no había espacio político y económico para dos grandes potencias en el occidente del Mediterráneo: uno de los dos debía conseguir la posición hegemónica.