Comentario
Hace varias décadas aparecía el libro de Ignacio Olagüe que, bajo el llamativo título de "Los árabes nunca invadieron España", pretendía restablecer la verdad histórica sobre las condiciones en las que se realizó la vinculación de la Península Ibérica con el Islam durante el siglo VIII de la era cristiana. Esta extraña obra encontró entonces algún eco en los medios de comunicación, lo bastante como para justificar una traducción al español financiada por la Fundación March. Luego ha sido olvidada y ha quedado como una curiosidad historiográfica. Nadie, que yo sepa, se atrevería en la actualidad a hacer uso de ella.
El editor de la edición francesa resumía así las tesis de Olagüe: "Desde hace siglos, basándose en documentos incompletos y nada imparciales, las generaciones sucesivas de historiadores clásicos han sostenido como una verdad segura la invasión de la Península Ibérica por los árabes y la introducción del Islam en España por la fuerza de las armas. (...) Para el profesor Ignacio Olagüe, la verdad histórica parece ser muy distinta. (...) Muestra la España del siglo VIII, desgarrada por la guerra civil que enfrentaba a los seguidores del arrianismo con los cristianos ortodoxos. Y ve como una evolución lógica la libre conversión de los "herejes" vencedores a la religión musulmana. De hecho, el autor se replantea la propagación del Islam desde la predicación de Mahoma: ¿no sería el fruto, más que de imposibles conquistas militares, de movimientos internos de las sociedades que se han adherido a ella?"
Si traigo a colación las inverosímiles tesis de Olagüe no es para atribuirme la fácil gloria de una batalla ganada incluso antes de ser librada. Ni siquiera para recordar que algunas ideas del mismo tipo, bajo el manto de la objetividad histórica, siguen presentes aquí y allá en artículos y libros sobre la arabización, en la Edad Media, del país que los autores árabes llaman al-Andalus y que los historiadores modernos llaman con más frecuencia la España musulmana. Me sirven para plantear una vez más, desde la introducción de esta síntesis sobre los primeros siglos de la España musulmana, los problemas que encuentra quien pretende escribir historia, problemas que, en el caso de la España medieval, revisten gravedad especial y tienen la actualidad de los debates abiertos.
Evidentemente, los problemas centrales a los que se enfrenta el historiador son la objetividad histórica y la realidad histórica, ambos íntimamente ligados. Se podría decir, de alguna manera, que no hay otra realidad histórica que la que escribimos, ya que el pasado, por definición, no tiene existencia real mientras no lo escribimos o lo describimos. Describir o escribir, ¿hay que elegir realmente entre estos dos términos? El primero se refiere más bien a una realidad objetiva que convendría transcribir lo más exactamente posible, mientras que el segundo implica una parte mucho mayor de subjetividad. Se describe un paisaje, pero se escribe una novela. Mas si se describe un paisaje en una novela, hay grandes posibilidades de que este paisaje sea inventado. E, inversamente, un paisaje novelado puede ser real. Por tanto, las relaciones entre la escritura y la descripción no son sencillas a ningún nivel. Cualquier escritura conlleva una parte de descripción y cualquier descripción es escritura. Cualquier historia integra una parte de la una y de la otra. No puede ser ni pura escritura ni pura descripción, lo que significa que no es posible liberarla de la subjetividad ni extraer de ella una objetividad total. Sólo al decir esto, ya estoy tomando partido a favor de la objetividad en detrimento de la subjetividad y supongo que la historia tiene que ser, ante todo, objetiva.
Presentadas las cosas de esta forma abstracta, podrían parecer lejanas y, para algunos, algo borrosas. Unas líneas que un importante semanario francés publicó en el momento en el que estaba escribiendo esta introducción nos llevarán fácilmente al centro del debate. Jean Daniel, en el editorial del Nouvel Observateur de los días 13 al 19 de octubre de 1994, ruega a los franceses -o a los europeos- no "oponer a la guerra santa de los islamistas otra guerra santa que sería laica al designar como enemigo a una religión y una sola, el Islam. No hay que hacer del Corán el único texto religioso de entre las religiones reveladas, que se viva de una sola y única forma y que no pueda ser ni modernizado ni reinterpretado: es inexacto, absurdo y, una vez más, es peligroso. Muy peligroso". Se detiene después en el primer punto, el de la inexactitud, para evocar los múltiples momentos y lugares en los que el Islam, a lo largo de su historia, se vivió de forma diferente, y ante todo, "esta sacro-santa Andalucía donde, durante casi setenta años, reinó este maravilloso y sorprendente fenómeno que se llamó "el espíritu de Córdoba".
Como hombre preocupado por las realidades de mi época, me puedo adherir al razonamiento de Jean Daniel en su globalidad, que quiere evidentemente recordar que el Islam puede ser, y ha sido en la historia, y lo es seguramente todavía con frecuencia, una religión tolerante y abierta, al contrario de la alocada caricatura que de ella dan los integristas más extremistas. Como cristiano, no me opongo a la idea de que en cualquier religión, tanto en su doctrina, tal y como la elaboraron los hombres desde el primer impulso que cada creyente piensa haber recibido de Dios desde el comienzo, como en su historia, existe una parte de luz y otra de sombras. Seguramente, el califato de Córdoba rinde más honor a la humanidad que la Inquisición. Sin embargo, me sería difícil, como historiador, suscribir la presentación que hace de la sacro-santa Andalucía. Las palabras y el tono que utiliza muestran, por otro lado, que el propio Jean Daniel es consciente, en parte, del hecho de que el espíritu de Córdoba del que habla es, hasta cierto punto, un mito que deforma o transfigura la realidad histórica y que, al hablar de él, nos encontramos más en el campo de la escritura que en el de la descripción.
Una escritura mítica considerada probablemente eficaz. Eficaz, creo, pero como somnífero, a los ojos de los musulmanes que, con demasiada frecuencia, compensaron sus frustraciones históricas con la evocación nostálgica del Paraíso cordobés perdido. Especialmente eficaz para todos los que quieren, con razón, defender la grandeza histórica del Islam contra todos los peligros de lo que podríamos llamar el anti-islamismo primario, intrínsecamente vinculado con el islamismo más cerrado y limitado. Pero, ¿no nos estaremos exponiendo a caer en una especie, quizás no de falsificación pero sí de equívoco histórico, tal vez útil a corto plazo como argumento en un debate, y nocivo, me parece, en una perspectiva más amplia y también necesaria, de construcción de una historia desapasionada, lo que no significa no-actual?
Me gustaría, en las siguientes páginas, proponer una visión de conjunto, lo más desapasionada posible, de estos primeros siglos tan problemáticos de la historia de al-Andalus.