Época: Al-Andalus omeya
Inicio: Año 711
Fin: Año 1031

Antecedente:
Al-Andalus omeya
Siguientes:
Control de los reinos cristianos y Norte de África
Factores de la evolución



Comentario

Utilizó uno de los títulos de Gabriel Martínez Gros en su Ideología omeya, dedicado a los Anales de Isa b. Ahmad al-Razi, el primer auténtico historiador de la España musulmana a los ojos de Levi-Provençal. Hemos conservado de esta obra, que escribió el biógrafo de al-Hakam II en época del califa, largos extractos reproducidos por Ibn Hayyan en el siglo XI, traducidas por Emilio García Gómez bajo el título de Anales palatinos. Este texto voluminoso sólo corresponde a una parte de los anales del reino del segundo califa cordobés, al-Hakam II (961976), la correspondiente a los cinco años que iban del 360 al 364 (971-975). Relata los fastos del califato en su apogeo, justo antes de que los Amiríes se apoderaran del gobierno durante el reinado de Hisham II, hijo y sucesor de al-Hakam II. "La soberanía omeya se inmovilizó en el centro del espacio y del tiempo que ella había creado, por las armas y la escritura, a imagen de la tierra, inmóvil en el centro del Universo medieval" (Martínez Gros).
La fórmula es afortunada pero también algo engañosa porque, bajo esta inmovilidad aparente, se presagiaban luchas por el poder, que muy pronto escapará de las manos de la dinastía. Sin embargo, acierta en reflejar la impresión de grandeza que daba el califato, tal como lo habían organizado los dos primeros califas, Abd al-Rahman III y su hijo al-Hakam, gracias al hieratismo de las ceremonias oficiales minuciosamente descritas.

Tres temas acaparan de hecho estos Anales: las ceremonias que se desarrollaban en Madinat al-Zahra en torno al califa, los nombramientos y destituciones del personal gubernamental y administrativo, las relaciones diplomáticas y las campañas militares en la frontera cristiana por una parte y en el Magreb occidental por otra. En el lugar de honor figuran las interminables descripciones de fiestas, recepciones, revistas de tropas, que eran la ocasión de manifestar con brillo la majestuosidad y la potencia del califa a los ojos de sus súbditos y los visitantes extranjeros. La sede principal de todas estas manifestaciones era la ciudad palatina de Madinat al-Zahra, que Abd al-Rahman III mandó edificar en el año 936 y donde se trasladó con su gobierno y la corte desde antes del 945, fecha en la que organizó una fastuosa recepción registrada en las paredes de la nueva residencia que se siguió ampliando y embelleciendo a lo largo de los años. Las excavaciones y los trabajos que se han emprendido en la zona arqueológica permiten hacerse una idea muy precisa de lo que era esta nueva ciudad principesca, edificada a unos kilómetros al oeste de la capital, sobre las primeras colinas que limitan el valle del Guadalquivir en la orilla derecha.

Los límites de la ciudad y las ondulaciones del terreno que señalan la presencia de edificios destruidos, hoy en día invisibles a ras de suelo, se ven claramente en las fotografías aéreas, mientras que la zona de los palacios está casi enteramente excavada. El plano es perfectamente geométrico, y corresponde a un amplio rectángulo cuyos lados sur, este y oeste son rectilíneos, mientras que el lado norte, que limita con las sinuosidades de las colinas circundantes, tiene trazos menos regulares. Los grandes lados del rectángulo miden 1.500 metros y los pequeños alrededor de 750 metros, lo que da una superficie total de más de 100 hectáreas. Nos haremos una idea de la importancia urbanística del conjunto comparando esta cifra con la superficie intramuros de las capitales provinciales de al-Andalus en su trazado de los siglos XI al XII: Toledo medía 80 hectáreas, Valencia, Málaga y Zaragoza entre 40 y 50. La única ciudad que rebasaba la dimensión de Madinat al-Zahra era Sevilla (250 hectáreas), en la época de su mayor extensión, cuando era, a su vez, una especie de capital andalusí del imperio almohade y en ella se volcaron todos los cuidados y las ampliaciones de los soberanos. En el siglo X, Madinat al-Zahra, que no era sino el Versalles de los califas omeyas, rebasaba en sus dimensiones todas las grandes urbes de provincias, mientras que, a su lado, se extendía la aglomeración cordobesa propiamente dicha que constituía, por sí sola, una inmensa capital.

La parte palatina ocupaba una decena de hectáreas, lo que equivalía a las dimensiones de una importante urbe provincial como Lisboa, Guadix o Ronda. Se edificó en la parte más elevada del conjunto que se desarrolló en tres niveles. En el nivel inferior, que se extendía por el valle, se encontraba la ciudad y en el nivel intermedio las construcciones oficiales y jardines. La construcción de este gran complejo oficial costó enormes sumas y muchos medios, la tercera parte de los ingresos del Estado. En la zona de edificación, donde trabajaron diez mil albañiles, obreros para nivelar el suelo, mulateros, se transportaban cada día seis mil bloques de piedra tallada, además de las tejas y el morrillo. Tuvieron que traer de África más de cuatro mil columnas antiguas. Se utilizaron también grandes cantidades de mármol blanco, de la región de Málaga y de onyx veteado de las canteras de la sierra de Filabres, cerca de Almería. Hasta se mandó traer de Constantinopla y Siria un pilón y una fuente esculpidos con relieves que representaban figuras humanas. Se puede uno hacer una idea de la suntuosidad del conjunto por la gran cantidad de mármol y de los lujosos decorados en relieve que se han encontrado entre las ruinas, a pesar de que la zona sirvió de cantera durante un largo período de tiempo.

Los inmensos palacios de Madinat al-Zahra son sólo el centro de la zona palatina de una enorme capital cuya importancia demográfica es muy difícil de precisar. Como para otras grandes megalópolis del mundo musulmán medieval, se han propuesto cifras contradictorias, desde algunas decenas de miles hasta cientos de miles. El único testimonio ocular de un observador extranjero que poseemos es el de Ibn Hawqal, que visitó Córdoba en la época de al-Hakam II y dijo que la ciudad tal vez no sea tan grande como una de las mitades de Bagdad, pero no está lejos de alcanzarlo, por poco que se desarrolle. Por tanto, con arrabales importantes, era una ciudad considerable, la única en el mundo musulmán comparable en su importancia con la capital abasí antes del crecimiento de El Cairo con los fatimíes. La superficie total urbanizada más o menos densamente la evalúa Levi-Provençal en unas 5.000 hectáreas, lo que significa que el conjunto edificado a final del siglo X, es decir tras la fundación de Madinat al-Zahra por al-Mansur, podía extenderse a lo largo de más de diez kilómetros. Este fenómeno urbano recuerda el enorme crecimiento del Bagdad abasí y tenía la misma naturaleza, aunque a menor escala. Más que Qairawan y anticipándose de alguna forma a El Cairo, Córdoba se puede considerar como una de las grandes megalópolis del Islam medieval, organizadas en torno a un califato, y concentrando una enorme cantidad de hombres, monedas, bienes muebles e inmuebles y de saber, que son algunos de los aspectos más específicos de la civilización islámica de los primeros siglos.

En este marco se desarrollaron ceremonias cuidadosamente ordenadas para hacer resaltar la majestuosidad del soberano y su potencia. Cuando tuvo lugar la fiesta del rompimiento del ayuno que se celebró en julio del 973, por ejemplo, el Emir de los Creyentes se sentó en el trono, en el salón que daba sobre los jardines del palacio de al-Zahra (que los arqueólogos reconstituyeron con el nombre del Salón rico) para celebrar una recepción de mayor solemnidad, con una organización perfecta y un esplendor fulgurante. Una vez que se hubo dado la orden de entrar en el salón, entraron los hermanos del califa quienes, tras los saludos y las felicitaciones tradicionales, se sentaron a su lado; luego los visires se colocaron según su rango jerárquico y un jefe magrebí aliado a quien se quería rendir honores especiales. De pie y a los lados, estaban los sirvientes de origen servil como el gran halconero, el guardián de joyas, el jefe de correo y el encargado de los talleres de tejidos oficiales o tiraz, donde se fabricaban las prendas de lujo que el califa llevaba y ofrecía a los dignatarios y a los que quería agasajar. Luego y siempre según un orden protocolario estricto -cuyo importancia resalta Miquel Barceló en un artículo sobre el ceremonial de la corte- se situaban dos prefectos de la policía, seguidos por Yahya b. Idris, un príncipe idrisí del Magreb aliado y un jefe de la aristocracia árabe tuyibí de la frontera, Abd al-Rahman b. Hashim al-Tuyibí; luego los distintos funcionarios, los qurayshíes miembros de la tribu del soberano, los clientes omeyas de origen oriental y así sucesivamente hasta llegar a los cadíes de provincias, a los fuqaha', a los representantes de las tribus beréberes del Magreb aliadas y a los del yund tradicional, es decir, la aristocracia militar árabe y beréber andalusí.

Se celebraban también festejos menos grandiosos con ocasión de la recepción de los embajadores extranjeros. Se ha conservado el relato pintoresco de la recepción que tuvo lugar para recibir al abad Juan de Gorze, enviado a Córdoba por el emperador germánico Otón I, a mediados del siglo X: "En el día fijado para la presentación, se desplegó todo un ceremonial capaz de traducir la pompa real. En todos los caminos que iban de la residencia de Juan hasta la ciudad, y de la ciudad hasta el palacio, los soldados formaban una valla (...) Moros con aspecto extraño, aterrador para los nuestros, los condujeron hasta el palacio, y sus increíbles ejercicios, que parecían de ensueño, levantaban una polvareda intensa a causa de la sequedad de la estación (...) Los dignatarios se adelantaron a su encuentro; desde el umbral del palacio, el suelo estaba recubierto por alfombras de alto precio. Finalmente, en la sala del trono, estaba el soberano; solitario como una divinidad inaccesible, recostado en un magnífico diván". En los Anales Palatinos se conserva el recuerdo de buen número de estos embajadores llegados principalmente de Marruecos y de los países cristianos. Así, en noviembre de 973, "se sentó el califa al-Mustansir bi-Llah en el trono, en el Alcazar de al-Zahra, para celebrar, con la mayor solemnidad y pompa, una audiencia a la que asistieron los visires y las jerarquías de funcionarios palatinos (...) Recibió primeramente a los Hasaníes Abd al-Rahman b. Muhammad b. Abi I-Aysh, Husayn b. Yahya b. Hasan b. Ibrahim y Hasan b. Guenun, con sus hombres. A continuación recibió a los jeques de la ciudad de al-Basra y a sus hombres (...) Por último, recibió a los embajadores de Elvira, tía paterna y tutora del tirano emir de Galicia (...)".