Comentario
Bastantes de las disposiciones políticas que, en la época de la dictadura, había adoptado Sila, sobrevivieron y condicionaron el carácter de la vida política durante la última fase de la República. La reforma silana había ampliado la base de la pirámide que formaba el conjunto de las magistraturas, aunque la cima de la misma, representada por los dos cónsules, sólo era accesible a un ex-pretor de cada cuatro (puesto que el número de pretores se había elevado a ocho), o menos aún si tenemos en cuenta que estos personajes podían presentarse por segunda vez al consulado después de un intervalo de diez años. Al aumentar el Senado hasta un total de 600 senadores, las posibilidades de promoción a las magistraturas curules afectaban a un pequeño porcentaje de senadores, ya que la relación entre el número de aspirantes y el número de los que llegaban a ser elegidos pretores era muy desigual. Esta situación generó una competición salvaje dentro del sistema. Ya Sila, con anterioridad, había tomado medidas para refrenar la corrupción electoral y la lex de ambitu por él propuesta preveía una condena de diez años de inhabilitación para ejercer un cargo público. Posteriormente, Cicerón, en la Lex Tulia, imponía diez años de exilio por el mismo delito. Pero a pesar de éstas, lo cierto es que la pugna de los aspirantes pasaba por todo tipo de medidas que pudiesen garantizar los votos necesarios: regalos, sobornos o alianzas. Cicerón, en su acusación a Verres, narra cómo éste intentó utilizar sus ilícitas ganancias para impedir que el propio Cicerón fuese elegido edil en aquel año, cargo que por otra parte podía ser una buena plataforma de lanzamiento puesto que ofrecía la oportunidad de organizar juegos y lograr popularidad. Para alcanzar el poder en Roma y acceder al consulado se requería, además del consenso senatorial (lo que ya implicaba que los itálicos o los hombres nuevos no vinculados a la nobilitas, lo tuvieran francamente difícil), una excelente situación económica, tanto para granjearse la popularidad entre el pueblo con donaciones y espectáculos como para subvencionar a sus amigos y aliados y sobornar a los votantes y a los jurados. En ocasiones, incluso se hizo preciso poder sostener a un ejército con las propias rentas, como hizo Craso. Esta disponibilidad económica a menudo sólo podía garantizarse por medio de la alianza con los caballeros, cuya riqueza superaba muchas veces a las de las viejas familias senatoriales. Estos grupos financieros (aun cuando no fuesen senadores) eran lo bastante fuertes como para causar la ruina de cualquier político o general que pretendiese amenazar sus intereses con medidas tales como distribuciones de tierras a los campesinos empobrecidos, medidas de favor a los provinciales, etc. En esta enemistad se basa el fracaso de algunos políticos de esta época, como Catilina o Gabinio. Otra de las consecuencias de la reforma de Sila que influyó en gran medida en la política y en el propio final de la República estriba en el hecho de que él había concentrado todo el poder político en manos del Senado, pero no sucedía lo mismo con el poder ejecutivo. Sila había detentado durante su gobierno este poder pero, después de su retirada, el Senado no podía asegurar por sí mismo los poderes político, ejecutivo, financiero, legislativo y judicial. Mucho menos el poder militar, si tenemos en cuenta las relaciones clientelares que vinculaban a los generales con sus soldados. Así, se inició un camino sin retorno que conducía constantemente al Senado a confiar el ejecutivo a un hombre fuerte, a un general que, además, fuese político. Ciertamente Cicerón no poseía todas estas condiciones. Era un hombre nuevo, sin relaciones familiares con la nobilitas, era además itálico y carecía de dotes militares. Aun así accedió al consulado. Pero en él se daban una serie de circunstancias excepcionales. Su brillante oratoria y su actividad de abogado le valieron una posición preeminente y una capacidad de influencia que le llevaba a patrocinar todas las causas populares, siempre que éstas no fueran en contra de los intereses de los financieros. Al mismo tiempo, establecía vínculos de alianza con los núbiles y con hombres que, en cierto modo, constituían el resumen compensatorio de sus propias limitaciones, como Pompeyo. Por otra parte, la admiración de Cicerón había servido para cerrar la puerta a Catilina. Aun así, aunque la figura de Cicerón en el plano intelectual sea probablemente la más destacable de esta época, no sucedió lo mismo en el plano político: nunca llegó a ser líder de ninguna facción, ni logró constituirse en el princeps (el primero de los ciudadanos) al que, en su teoría política "Sobre la organización del Estado", correspondería cumplir la función de guía -rector- y de gerente -auctor- de la vida pública. Cabe la sospecha de que, al menos durante algún tiempo, hubiese alimentado la esperanza de ser él mismo quien llevara a efecto la política de la concordia ordinum, esto es de la unión de los órdenes senatorial y ecuestre, así como la defensa de las instituciones y los valores republicanos. Pero la oratoria no era un bagaje suficiente. Cuando fue consciente de ello, se pasó toda la vida intentando encontrar al hombre que, aconsejado por él, lograse realizar su ideal político: no llegó a serlo Pompeyo sino parcial y coyunturalmente y, desde luego, mucho menos el joven Octavio al que, a partir del 43 a.C., apoyaría demostrando escasa perspicacia. Otra de las consecuencias de la actuación de Sila que marcaron la política de estos años, fue el carácter que adoptó la oposición política, los populares, resurgidos como grupo de presión con un objetivo prioritario: la modificación de las leyes silanas. Cuando en el 70 Pompeyo restituyó el poder a los tribunos de la plebe, concediéndoles de nuevo la posibilidad de proponer plebiscitos, aparecieron un sinfín de falsos demócratas, deseosos de abolir casi todas las reformas de Sila pero con una política incoherente y amenazadora que no propugnaba ninguna alternativa constructiva. Así, por ejemplo, Gabinio además de destituir a su colega, animó a la plebe a irrumpir en el Senado y el cónsul Pisón estuvo a punto de perder la vida. El tribuno Lucio Bestia, implicado en la conjuración de Catilina, tenía como misión lanzar a la plebe contra Cicerón. Labieno, el tribuno del 63, puso una estatua de su tío, el martirizado tribuno Saturnino, en los rostra... Estos nuevos demócratas acabaron en muchas ocasiones como leales servidores del Senado. En general, su posición era ambigua y su oportunismo y ambición no tenían límites. Un ejemplo evidente de esta actitud fue la del propio restaurador del tribunado, Pompeyo. Salustio expone en la Conjuración de Catilina el poder e influencia de estos tribunos: "... investidos en plena juventud de una autoridad tan alta... empezaron a soliviantar a la plebe acusando al Senado; después la enardecieron con liberalidades y promesas y, de esta manera, lograron fama e influencia... y -añade- la verdad, en pocas palabras, es que todos los que agitaban la República con falsos pretextos, unos con el de defender los derechos del pueblo, otros con el de reforzar la autoridad del Senado, fingiendo laborar por el bien común, luchaban en realidad por su propio poder". Tal vez sea ésta la clave de que, bajo una apariencia de abierta oposición, en realidad los populares comenzasen a surgir de entre la elite dirigente y la nobilitas. La causa popularis constituía una vía segura de acceso al poder político. Más segura incluso que la de los estadistas senatoriales de la nobilitas tradicional. La falta de proyectos, ideas y programas políticos serios que pudieran contribuir a solventar de uno u otro modo la crisis republicana hizo que, durante este período, las querellas no fuesen el resultado de enfrentamientos ideológicos o de partidos o posiciones divergentes, sino simples luchas personales. En estos enfrentamientos puramente personales radica tanto la desunión de la nobilitas, como la ambición del poder personal y, en consecuencia, el derrumbamiento de la República. Sólo César se salva de esta norma general: su talento político y su completo dominio de la maquinaria político-administrativa le sitúan por encima de su tiempo. Cuando fue asesinado, volvió el caos a la vida política de la República y se perdió toda esperanza de restauración. Cayo Macio, uno de sus amigos, se lamentaba diciendo: "Si él, con todo su genio, no pudo encontrar una solución, ¿quién va a encontrarla ahora?".