Época: Austrias Mayores
Inicio: Año 1516
Fin: Año 1598

Antecedente:
Los Austrias mayores: Carlos I y Felipe II

(C) Fernando Bouza



Comentario

En una reciente encuesta realizada en Estados Unidos figuraba la pregunta de dónde y cuándo se había vivido mejor durante el último milenio de la historia de la humanidad. La respuesta obtenida fue que en la Venecia de los Dux y durante los primeros treinta años del siglo XVI. Lo más probable es que tanto quienes preguntaban como quienes respondían le dieran a tal resultado poco más que un valor evocador y ocioso, pero, sin embargo, la elección merecería alguna reflexión sobre la visión contemporánea del pasado y ese extraordinario siglo XVI cuya memoria de laberinto parece confundirse con nuestra propia intuición.
En la Historia de España, las biografías de los llamados Austrias Mayores: Carlos I (1500-1558) y Felipe II (1527-1598), recorren casi por completo esta centuria que, valga la expresión, podemos contemplar desde sus vidas. Heredera de intereses y opciones de los Reyes Católicos, pero en circunstancias bien distintas, su Monarquía se convierte en un agente primordial y hegemónico en la historia general de la centuria, con una presencia redoblada e incesante en la mayoría de sus conflictos y de sus escenarios principales.

Aunque todo el siglo, en España y fuera de ella, acabe por revelársenos un tiempo extraño, nada encontraremos en él que, en el fondo, nos resulte completamente ajeno. Ni siquiera lo será la cruel violencia cotidiana en que vivió sumida esta centuria de conflictos devastadores, siempre agitada y convulsa -también, por supuesto, en la Venecia de los Dux, famosa por las peleas campales entre barrios-, pero, al mismo tiempo, primera edad clásica de la cultura europea en letras y artes.

Especialistas y lectores se sienten atraídos por el XVI tanto a causa de la fascinación que provoca la brillante civilización que floreció en Erasmo, Castiglione y Vives, Montaigne, Garcilaso o Tiziano, como porque el siglo provoca una innegabla sensación de proximidad. Ésta se hace especialmente intensa gracias a una abundante y variada documentación que permite acercarse a vida, obras e ideas de quienes entonces vivieron. A veces, se diría que puede oírse hasta alguna voz.

Así, por ejemplo, se conserva el Libro de memoria del pequeño consejo que se reunía con Don Juan de Austria en marcha por los Países Bajos durante la que fue su última campaña en 1578. En él, con letra menuda, un paciente secretario recogía propuestas y discusiones, hasta dejarnos una suerte de prolongado diálogo teatral en el que, a veces atropelladamente, van hablando desde los capitanes famosos a los soldados que eran llamados a comparecer ante aquel consejo. La máxima inmediatez se consigue cuando el secretario confiesa su incapacidad para recoger lo que alguno está diciendo porque no le oye bien en ese preciso momento. Con él, acaso podrían decir lo mismo quienes hoy leen sus notas manuscritas.

Ciertamente, esta clase de documentación que casi transcribe ideas y opiniones en el momento mismo en el que se expresan es muy poco frecuente. Lo habitual es encontrarnos ante fuentes que, caso de tener que recoger intervenciones orales, las someten a un proceso de reelaboración del que un testimonio, un voto o una declaración salen convertidos en verdaderos textos escritos y pertenecen tanto a quien particularmente los expresó como a quien los re-creó para fijarlos en papel y tinta. Pero, pese a esto, siguen constituyendo preciosos documentos para el historiador que gracias a ellos se beneficia de una documentación escrita cada vez más abundante y generalizada.

A lo largo del siglo XVI, la escritura fue haciéndose, poco a poco, con una parte cada vez más importante y crucial en la transmisión de noticias y conocimientos. No quiere decir esto que lo oral y lo visual quedasen desbancados en el cumplimiento de esta función, sino, simplemente, que lo escrito se fue extendiendo hasta alcanzar ámbitos y estratos de la sociedad que, no estando alfabetizados, nunca antes había llegado a afectar.

Además, el XVI fue el primer siglo en conocer el pleno desarrollo de la imprenta, sabiendo sacar todo el partido de las posibilidades difusoras inherentes al sistema tipográfico -en suma, mayor facilidad para reproducir un texto y hacer que sus copias fueran idénticas y que resultasen más baratas. Esto supuso que, por primera vez, fuera posible plantearse tanto una recogida de información como una propaganda de dimensiones realmente masivas.

En una cosa y en otra, el poder moderno avanzó ayudado por la escritura -manual o mecánica-, aunque, por supuesto, nunca olvidó el valor persuasivo de la voz y las imágenes. No obstante, uno de los mayores logros de las monarquías del XVI fue la creación de grandes bibliotecas y archivos que, frente a los medievales, ahora tendían hacia la universalización en la recogida de la documentación hasta convertirse en verdaderos depósitos de la memoria de la época.

Junto a los grandes archivos reales, también se fueron consolidando y generalizando otros archivos como los de eclesiásticos, los municipales y los de particulares (nobles, hombres de negocios, letrados), sin olvidar los de escrituras notariales; no en vano toda Europa se iba a ir convirtiendo en lo que Chabod llamó una "civiltá delta carta bollata", una cultura del documento presidida por el oficio del escribano.

El inmenso volumen de fuentes del XVI conservado en archivos y bibliotecas hace posible acercarse al siglo, sin duda, en condiciones mejores que las que es posible encontrar para cualquier otro período anterior. A esta abundancia hay que añadir una impresionante variedad de procedencias que permite conocer, valga la expresión, no sólo la historia oficial, sino también la de quienes se resistían a ella desde la heterodoxia religiosa, política o cultural. Y, como se ha dicho antes, incluso la versión de los vencidos iletrados, que se han adentrado en el territorio de lo escrito de la mano de los escribanos notariales, de los párrocos e inquisidores, de los recaudadores y oficiales del rey, etc. Claro que no siempre ha sido a su pesar.

A comienzos de la década de 1590 fue detenido Diego Carrillo, morisco granadino y antiguo esclavo, porque, en connivencia con un galeote de nombre Monterroso, "contrahazía la firma real en licencias para que nuevos convertidos pudiesen llevar armas". A Carrillo le fue hallada una cédula que sí era original y otras con firmas falsas; sin embargo, algunas habían sido registradas con normalidad ante el Justicia Civil de Valencia, de donde hubo que retirarlas. Como resultado de su proceso, se descubrió una red de más de veinte cómplices en el mismo delito en lugares como Murcia o Soria. Si la escritura era uno de los más importantes instrumentos para ejercer el control real por este Felipe II fundador y protector de archivos, ¿no había sido utilizada para burlarlo?

Como en este caso, siempre que sea posible queremos darle prioridad a la utilización en este texto de testimonios tomados directamente de los ricos, abundantes y, también, sorprendentes fondos documentales de la época y en los que modernizaremos tan sólo la grafía y acentuación para facilitar su lectura y comprensión. Igualmente, recurriremos a fuentes ya publicadas, así como a cuantos estudios, monografías y artículos nos permitan presentar y calibrar la realidad de este siglo de complejísima articulación interna.

Para hacerlo, en primer lugar, trazaremos una breve relación de los principales hechos de los reinados de Carlos I y Felipe II; después nos ocuparemos de la dimensión estructural de la Monarquía Hispánica, analizando, de un lado, la relación entre el rey y sus reinos, así como, de otro, la articulación de los Estados que conformaban espacial y jurisdiccionalmente cada uno de éstos. Después, pasaremos a estudiar los medios del gobierno de que se disponía tanto en la corte real como fuera de ella, considerándolos, en buena medida, el resultado de la particular constitución social y política de la Monarquía de los Austrias. Tras ellos, serán consideradas las magnitudes demográfica y económica de la España del XVI, ante todo, como expresión de la irrepetible complejidad del período.

Un período que deparó importantes cambios, encerró las más variadas paradojas y ha estado sujeto a una memoria que, cuando menos, podría decirse que no ha sido siempre favorable. Aunque hoy en día sí lo es, como muestra el resultado de la citada encuesta en la que el siglo XVI fue elegido como el mejor momento para vivir y que, caso de trasladarse a España, quizá arrojase una conclusión parecida.