Comentario
Es considerado Francisco de Zurbarán el pintor de monjes y frailes. La clave de su estilo radica fundamentalmente en la luz. Mientras que los pintores anteriores utilizaban un poco la luz que servía -en la mayoría de los casos- para iluminar una escena, una luz que, por tanto, procedía de un foco explícito o implícito en el lienzo, la de Zurbarán no ilumina, transfigura, y no procede de ningún foco más o menos natural, más o menos real, sino de las figuras mismas, de los cuerpos de los santos y monjes.
Otro dato sintomático de este pintor es la ordenación visible en sus bodegones, en los que prescinde por completo del caos y desorden de numerosos bodegones barrocos. Aquí, cada cosa, humilde y cuidadosamente pintada, está colocada en su sitio.
Parece ser que Zurbarán se formó en Sevilla con un pintor bastante mediocre, Pedro Díaz de Villanueva, y que pronto se sintió interesado por el estilo tenebrista. Se convirtió en abastecedor de las órdenes religiosas, especialmente mercedarios y jerónimos, y esto le distinguió de los restantes pintores sevillanos y andaluces, que tenían una clientela bien diferente. Su éxito debió ser muy rápido, pues a los veintiocho años tenía contratadas para los dominicos de San Pablo un gran número de pinturas y luego seguirá trabajando incansablemente. Pinta también el retablo de la capilla de San Pedro en la catedral de Sevilla (¿hacia 1625?) y para el monasterio de los Jerónimos de Guadalupe (1638-1639).
Hacia 1640 parece que se produce una crisis personal, cuya naturaleza no ha sido aclarada. Otro pintor ocupa entonces su puesto en la pintura andaluza: Bartolomé Esteban Murillo. ¿Acaso la pintura sentimental, agradable y melosa de Murillo no era más de agradecer -y, por tanto, de más fácil éxito- que el verismo zurbaranesco, demasiado estrecho y rigorista, cuando en la vida española de todos los días dominaban la estrechez y el rigor? Pero hablaremos de Murillo más adelante.
Diego de Silva Velázquez nació en Sevilla en 1599. Su primer maestro fue Francisco de Herrera, pero no por mucho tiempo, pues a los doce años entraba en el taller de Francisco Pacheco. Allí permaneció cinco años, al cabo de los cuales, tras el correspondiente examen, fue recibido de maestro (1617). Al año siguiente contrajo matrimonio con la hija de Pacheco, Juana. La influencia tenebrista resulta evidente en estos años; los cuadros de Ribera habían llegado ya a Sevilla y posiblemente influyeron en el joven pintor, según puede apreciarse en su Vieja friendo huevos (Museo de Edimburgo), El aguador (Colección del duque de Wellington, Londres) y sus primeras escenas religiosas: La adoración de los Reyes Magos (Museo del Prado) Cristo en casa de Marta (National Gallery, Londres). En 1622 se trasladó Velázquez por primera vez a Madrid, no sabemos si para ingresar en la Corte. Si éste fue el propósito del pintor, no pudo satisfacerlo hasta el año siguiente, pero a partir de entonces fue fulminante.
El retrato es el tema que preferentemente le ocupa en este período, pero un acontecimiento va a influir decisivamente sobre él: la llegada de Rubens a Madrid en 1628. A partir de este momento empieza a cultivar la pintura mitológica (Triunfo de Baco o Los borrachos, Museo del Prado) -y prepara un viaje a Italia, donde pinta La túnica de José (El Escorial), y La fragua de Vulcano (Museo del Prado). El tenebrismo ha sido abandonado ya, pero da la sensación de que Velázquez no encuentra una línea, un estilo claro; sus cuadros de esta época son balbuceantes e incluso en muchas ocasiones -los dos últimos citados o el mismo de Los borrachos- frustrados. El trabajo de retratista en la Corte le afianza, y poco a poco surge eso que se ha llamado estilo velazqueño los retratos ecuestres de Felipe IV, el príncipe Baltasar Carlos y el conde-duque de Olivares (Museo del Prado); los retratos de caza de Felipe IV y Fernando de Austria (Museo del Prado), y sobre todo, los retratos de bufones y cortesanos: Pablillo de Valladolid, El niño de Vallecas, El bobo de Coria (Museo del Prado), etcétera, que coinciden con la caída del conde-duque (1643). Es el momento también de sus irónicas aproximaciones al mundo clásico: Marte, dios de la guerra; Esopo, Menipo (Museo del Prado).
En 1649 vuelve por segunda vez a Italia, donde pinta el retrato del Papa Inocencio X (Galería Doria-Pamphili, Roma), el de su discípulo y criado Juan de Pareja (Metropolitan Museum, Nueva York) y dos cuadros de reducido tamaño que en aquella época pasaron inadvertidos, pero que después iban a cimentar buena parte de la reputación del pintor: Los jardines de Villa Médicis, que se conservan en el Museo del Prado. Después, de nuevo en la Corte madrileña, va a pintar sus obras más famosas: La Venus del espejo (National Gallery, Londres), Las meninas y Las hilanderas (Museo del Prado), todas entre 1656 y 1658. En 1660 moría sin dejar seguidores ni escuela.
La pintura cortesana se renueva a la muerte de Felipe IV, acaecida tras la muerte de Velázquez, con los pintores de Carlos II: Juan Carreño de Miranda y Claudio Coello, además de otros de menor importancia, como Francisco Rizi, hermano de fray Juan Rizi; Francisco de Herrera "El Mozo" hijo del ya citado Herrera "El Viejo"; José Jiménez Donoso, Sebastián de Herrera Barnuevo; aparte de un nutrido grupo de los llamados maestros menores, muchas veces discípulos de Carreño y Rizi.
La infidelidad histórica de esta pintura es ciertamente asombrosa: en el momento de su máxima decadencia, la monarquía se cubre con un manto que pertenece a las épocas de mayor esplendor, y el juego de la apariencia y de la verdad sigue funcionando en esta pintura que repite la historia, ahora como farsa.
La pintura andaluza gira tras Velázquez en torno a tres maestros: el granadino Alonso Cano y los sevillanos Murillo y Valdés Leal.
Alonso Cano nació en Granada en 1601 y había de morir también en Granada en 1667. Tuvo una vida turbulenta. Se formó en Sevilla y fue discípulo de Velázquez. Fue un buen creador de tipos femeninos.
La vida de Bartolomé Esteban Murillo fue completamente distinta. Vivió en Sevilla en medio de gran tranquilidad y calma. Parece que no llegó a salir nunca de Andalucía, ni siquiera para desplazarse a Madrid, y su conocimiento de la pintura que se hacía por el mundo se debió a la importancia de Sevilla. Su obra era muy conocida fuera de España, y alcanzó lo que se puede calificar un éxito europeo, pues la edición latina de la Deutsche Akademie de Joaquín Sandrart (el Vasari alemán) recoge ya en 1683 su nota biográfica. Esta fama se mantuvo en el siglo XVIII y en algunos sectores sociales, aristocráticos, del XIX, pero empezó a decaer en los tiempos presentes.
En los comienzos de su vida artística, Murillo está ligado al tenebrismo: la influencia de Zurbarán y de Ribera -y también de Alonso Cano- parece decisiva. Esta pintura tenebrista es para muchos la más interesante que han producido sus pinceles. Aunque la temática es preferentemente religiosa, el artista introdujo toda la vida de los barrios bajos sevillanos: los pícaros y los mendigos, los ciegos y los enfermos, los golfillos y las mujeres.
A partir de 1640, Murillo se convierte en un abastecedor de obras para conventos (en los que sustituye a Zurbarán), para los franciscanos especialmente, pero también para otros: once pinturas para el claustro de la Casa Grande de los Franciscanos (1645-1646), para el convento de San Agustín, para los Capuchinos, para la iglesia del Hospital de la Caridad, etcétera. A lo largo de todas estas series -en las que composición y tipos son muy parecidos- Murillo perfila las figuras que le harán famoso: Vírgenes y Niños.
Contemporáneo y amigo de Murillo, Juan de Valdés Leal (1622-1690) puede ser considerado como el mejor representante de una pintura literaria y teatral. Si a Murillo le interesaba avivar la piedad sentimental de los fieles alejando su imagen de la realidad concreta, muchas de las pinturas de Valdés Leal -sobre todo sus famosísimas In ictu oculi y Finis gloriae mundi (en la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla)- pretenden atemorizarles para que se porten bien. Sus lienzos recuerdan muchas veces las imágenes tenebrosas de los ejercicios, y para ello recurre a todo tipo de elementos, por estridentes que sean: desde el esqueleto que representa la muerte hasta los cuerpos pútridos de los sarcófagos y las luces que lo envuelven todo en la penumbra y el misterio, en el horror...