Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
La Ilustración oficial

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

La Inquisición, que había funcionado como un aparato represivo al servicio del Estado en el ámbito del pensamiento, había ido sufriendo una traslación en sus objetivos, desplazando su campo de acción desde la persecución de la herejía y de las minorías religiosas hasta la injerencia en materia de costumbres y en cuestiones ideológicas que sólo de un modo indirecto y aun a veces tangencial estaban relacionadas con la fe. De este modo, si el Santo Oficio había sido un instrumento precioso en la defensa de la unanimidad espiritual en el interior de las fronteras cuando los intereses del catolicismo se confundían con los intereses del imperialismo español, ahora la Corona encontraba en su actuación un obstáculo a su política de modernización del país. La posibilidad de actualizar la cultura española y de adaptarla al ritmo europeo dependía del arrinconamiento de la Inquisición y de su inhabilitación para ocuparse de aquellos temas para los que el proceso de secularización reclamaba radical autonomía respecto de los dogmas teológicos.
Así pues, en este terreno existió en los equipos dirigentes de la Monarquía una clara voluntad dirigista que, sin embargo, como en otros casos, no dejó de presentar una manifiesta timidez y aun una notable ambigüedad. En la primera mitad de siglo, la acción de la Corona se limitó a proteger a algunos autores de los posibles ataques de las autoridades inquisitoriales, pero sin una toma de posición frente al poderoso Tribunal. Fue Carlos III quien asentó de modo simbólico la subordinación del Santo Oficio a la Corona con ocasión del asunto del catecismo de Mésenguy, que aceptado por el rey fue condenado por el Inquisidor General, quien hubo de soportar su destierro de Madrid y su confinamiento en un monasterio hasta obtener el perdón del soberano. Con este motivo, el gobierno resucitó el viejo privilegio del exequatur, que exigía la autorización previa para la publicación en España de los documentos pontificios y que tras algunas vacilaciones sería definitivamente puesto en vigor a partir de 1768. En este mismo año se dictaba una nueva disposición sobre el procedimiento que debía seguir la Inquisición en materia de censura de libros, a fin de salvaguardar a los autores de una condena arbitraria o injusta, y que consistía en imponer una audiencia previa del autor, en persona o representado, antes de emitir el edicto condenatorio, que en todo caso exigía también la autorización gubernamental para su promulgación.

Dos años más tarde se recordaba al Santo Oficio los límites de su acción represiva, que debía ceñirse a los delitos de herejía y apostasía, al tiempo que se ponían cortapisas al encarcelamiento preventivo anterior a la demostración de la culpabilidad del implicado. Incluso parece que los procesos que implicasen a los Grandes o a los funcionarios reales debían ser sometidos a revisión gubernamental. Toda esta ofensiva legislativa se combinó con una política de nombramientos para los tribunales inquisitoriales que privilegiaba a los eclesiásticos más cultos, tolerantes e ilustrados, frente al personal anterior, compuesto a menudo de religiosos de espíritu cerrado y de preparación cultural deficiente, que ignoraban incluso en muchos casos las lenguas extranjeras en las que estaban escritas las obras que condenaban.

No conviene, sin embargo, exagerar el alcance de esta serie de medidas. El Santo Oficio mantuvo intacto su aparato de vigilancia, que preveía la presencia de comisarios en los puertos marítimos y en las fronteras terrestres, así como la visita sistemática a las librerías del reino, que estaban obligadas a presentar un ejemplar del Índice de libros prohibidos, así como un inventario anual de sus existencias. Este Índice, versión española del romano, era todavía en 1790, en pleno esplendor de las Luces, un grueso volumen de más de trescientas páginas de letra apretada a doble columna, que incluía no sólo las obras de los filósofos y científicos extranjeros de mayor prestigio, sino también muchos de los libros que exaltaban los comportamientos naturales, se ocupaban con perspectiva crítica de la historia de la Iglesia o incluso empezaban a plantearse la problemática de España en términos juzgados incompatibles con las interpretaciones ortodoxas.

La evidencia más espectacular del poder de la Inquisición fue ofrecida por algunos de los procesos más sonados del siglo. La primera víctima fue el peruano Pablo de Olavide, el famoso asistente de Sevilla y superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, que, sospechoso de heterodoxia y convicto de la lectura de libros prohibidos, sería encarcelado preventivamente durante dos años y condenado finalmente en auto de fe a una reclusión de ocho años más; su traslado a Cataluña propició su evasión a Francia, quizás con la connivencia del propio inquisidor general, el ilustrado Felipe Bertrán, disconforme con la sentencia condenatoria. Aunque el proceso de Olavide fue el que más ecos despertó en la opinión pública, no sólo española, sino también europea, otros conocidos ilustrados sufrieron persecución inquisitorial, como fue el caso de Bernardo de Iriarte, condenado en 1779 por sus proclamaciones deístas y volterianas, de su hermano Tomás de Iriarte, el conocido fabulista, obligado a la abjuración de sus errores en 1786, o de Luis García Cañuelo, editor del periódico El Censor, que siguió la suerte de este último sólo dos años más tarde.

De todo ello puede concluirse, por tanto, que la Corona y los gobiernos reformistas supieron mantener a la Inquisición bajo un cierto control y evitar que se convirtiera en un elemento perturbador de su política de modernización, permitiendo sin embargo su actuación, cuando el movimiento de opinión parecía hacerse demasiado radical o deslizarse hacia posiciones juzgadas peligrosas, y buscando abiertamente su colaboración, cuando el posible contagio revolucionario a partir de los años noventa hizo planear su amenaza al mismo tiempo sobre los cimientos del Trono y el Altar.

Si la Corona no utilizó a la Inquisición como una agencia de la censura gubernamental, también es cierto que buscó la dirección de la opinión pública a través de otro aparato de intervención como fue el ejercicio de la censura previa. Desde el reinado de Fernando VI se ponen las bases del sistema, que exige la autorización oficial para la difusión de cualquier tipo de impreso (libro, folleto o periódico), así como una licencia para la importación de libros extranjeros. La legislación se detiene en los requisitos que deben cumplirse (indicación en cada ejemplar del nombre del autor y del editor, de la fecha y del lugar de la edición) y en las penas que pueden arrostrarse (confiscación de bienes, exilio perpetuo e incluso pena de muerte en caso de grave injuria a la fe católica). Diversas autoridades se declaraban competentes a la hora de la concesión de licencias para la edición de libros o del ejercicio de la censura previa para cada uno de los números de las publicaciones periódicas: el Consejo de Castilla, la Secretaría de Estado (para la edición oficial) y el Juez de Imprentas (que se reserva desde 1785 la licencia y censura de todos los impresos de menos de seis pliegos), mientras que los periódicos provinciales caían progresivamente bajo el control de las autoridades locales. Al mismo tiempo, las tradicionales aduanas inquisitoriales se ven dobladas en su cometido por la instalación en las fronteras de inspectores civiles que completan a nivel territorial el aparato centralizado establecido en Madrid. No se trata, por supuesto, de una represión universal o indiscriminada, sino en última instancia de una campaña al servicio de la Ilustración, pues la censura puede actuar contra los enemigos de las Luces y salvaguardar la literatura reformista, aunque el dirigismo suponga siempre una restricción a la libertad, que incluso en el decenio de su máximo apogeo, los años ochenta, fue siempre, en palabras de Lucienne Domergue, uno libertad muy vigilada.

Difusión de las Luces, pero bajo el control del Estado es la consigna que tiene siempre presente el gobierno reformista. El dirigismo cultural se propone así una difusión selectiva de los valores de acuerdo con los intereses definidos por el equipo gubernamental. El resultado es, por un lado, un concepto restringido de la libertad intelectual y una atenta vigilancia de la iniciativa particular, como acabamos de exponer, pero también una potenciación de las empresas culturales que sintonizan con el proyecto general del absolutismo ilustrado. Este es el sentido de la intervención en la reforma universitaria, del impulso a la enseñanza extrauniversitaria, de la creación de academias y centros de investigación, y también de la financiación oficial de proyectos considerados de interés general, como pueden ser la apertura de expedientes sobre temas vitales de la economía (la Unica Contribución o la Ley Agraria), la realización de grandes esfuerzos estadísticos (los censos de población ordenados por Aranda, Floridablanca y Godoy o el Censo de frutos y manufacturas de 1799 editado en 1803), la edición de repertorios documentales (como los encargados a Miguel Casiri, Francisco Pérez Bayer o Juan de Iriarte), la cartografía del territorio español (mediante los atlas de Vicente Tofiño y de Tomás López), el inventario de las riquezas materiales, documentales o artísticas del país y la organización de las grandes expediciones científicas que devolvieron a España su papel protagonista en la historia de los descubrimientos.