Comentario
La implantación y el progreso de la cultura ilustrada en la América española no se comprende sin la intervención de las autoridades metropolitanas y virreinales, que tratan de promover la creación intelectual impulsando un proceso de institucionalización que sirve de marco a la actuación de los principales núcleos ilustrados en cada una de las regiones del continente. Como en la metrópoli, pero con distinto peso relativo, la difusión de las Luces se encomendó a las Academias, las Universidades, las Sociedades Económicas de Amigos del País, los Consulados y otras instituciones educativas y científicas, como los Colegios Carolinos, los Jardines Botánicos, los Observatorios Astronómicos, los Colegios de Cirugía, la Escuela o Seminario de Minería de México.
Las Academias tuvieron menor presencia así como menor influencia en el despliegue de la cultura ilustrada. De hecho, su creación fue siempre muy tardía y su actividad generalmente limitada, al margen de que bajo su denominación se escondieron realidades muy diversas. Así, si la Academia de Matemáticas de Caracas se remitía en sus funciones a la Academia Militar de Barcelona, la Academia venezolana de Práctica Forense o la Academia Carolina de Charcas se dedicaron a la formación de abogados (al ejercicio teórico-práctico de la vida forense, como declaraba la segunda). La más importante fue sin duda la Academia de San Carlos de México, que desempeñó tareas educativas (contando con profesores de la talla de José Ignacio Bartolache o Fausto Delhuyar), al tiempo que respondía a su genuina función de academia de Bellas Artes, dispensadora de la nueva preceptiva del arte neoclásico, a través de personalidades como el ingeniero militar Miguel Constansó o el arquitecto Manuel Tolsá.
En el siglo XVIII, a las universidades ya fundadas en épocas anteriores, se unieron las de nueva creación de San Jerónimo de La Habana (1721-1728), Santa Rosa de Caracas (1721-1725), San Felipe de Santiago de Chile (1738), Asunción (1779), Guadalajara (1791), Mérida de Venezuela (1806) y León de Nicaragua (1806). Sin embargo, tanto unas como otras, en estrecho paralelo con la situación metropolitana, fueron más bien una rémora que un acicate para el progreso de la Ilustración. El ejemplo más significativo lo proporciona la batalla perdida por los ilustrados en la reforma de los planes de estudios de la Universidad de San Marcos de Lima, tras los intentos del virrey Manuel de Amat y del rector Baquíjano, que se saldaron con un rotundo fracaso. Pero lo mismo puede decirse de la Universidad Pontificia de México y la imposible reforma intentada por Bartolache, o de la aplicación del plan de estudios de Francisco Moreno y Escandón en la Universidad Pública de Santa Fe de Bogotá (que sólo pudo mantener su vigencia durante cinco años a partir de 1774). Incluso las más modernas mantuvieron su resistencia a la introducción de la ciencia ilustrada, como la de Caracas (que no fue capaz de implantar la demandada Cátedra de Matemáticas) o la de La Habana (que hizo fracasar el plan de reforma propuesto por el ilustrado José Agustín Caballero), o la de Santiago de Chile, que fue impermeable a los intentos de reforma.
Las Sociedades Económicas de Amigos del País revistieron en América el mismo carácter que tuvieron en la metrópoli de organismos mixtos surgidos de las iniciativas locales, pero apoyados decididamente por las autoridades. El movimiento se inició en 1781 con la fundación en Filipinas de la sociedad de Manila, a la que siguieron en la misma década la neogranadina de Mompox (1784), la Sociedad de Amantes del País de Lima (1787) y la de Santiago de Cuba (1787). En las décadas siguientes se crearían algunas otras como la de Quito (1791), la Sociedad Patriótica de La Habana (1792), la de Guatemala (1795), la de Santa Fe de Bogotá (1802), la de Puerto Rico (1813) y la novohispana de Chiapas (1819). Rasgos comunes fueron el respaldo de las autoridades, la similar composición (funcionarios, clérigos, profesionales) y los intereses manifestados en la distribución de sus comisiones: agricultura, industria y comercio más ciencias, artes y letras.
Naturalmente no todas tuvieron una vida igualmente dinámica, siendo muy lánguida la actividad de algunas (Santiago de Cuba, que sólo duraría cinco años) o muy tardía la fundación de otras para esperar frutos significativos (Chiapas, establecida dos años antes de la completa independencia de México), pero algunas (Manila, Lima, Quito, La Habana, Guatemala) desempeñaron un papel protagonista en la tarea de mantener vivo el espíritu ilustrado en el lugar de su implantación.
Con anterioridad al siglo XVIII solamente se habían establecido en América los Consulados de Comercio de México (1594) y Lima (1618). Sin embargo, el Reglamento de Libre Comercio de 1778 permitió (al igual que ocurriera en la metrópoli) la aparición de toda otra serie de estas instituciones, principal pero no exclusivamente en los puertos habilitados. De este modo, la década de los noventa asistió a la fundación de los Consulados de Caracas y Guatemala (1793), Buenos Aires y La Habana (1794), Cartagena de Indias, Santiago de Chile, Guadalajara y Veracruz (1795), que se convirtieron no sólo en instituciones dedicadas a la defensa de los intereses corporativos y al fomento general de la producción en su área de influencia, sino también en centros de producción de literatura económica y en centros de enseñanza técnica a partir de la creación de numerosas escuelas de matemáticas, dibujo y náutica, entre las especialidades más frecuentes.
De este modo, las Consulados para la enseñanza técnica y las Sociedades de Amigos del País para la formación profesional en general vinieron a articular (al igual que ocurriera en la metrópoli) un sector descuidado de la educación americana. Sin embargo, las carencias de la Universidad en el campo de la enseñanza superior y de la producción científica en general debieron ser suplidas por la creación de nuevas instituciones que (también como en la metrópoli y probablemente con mayor intensidad) se convirtieron en los principales centros de elaboración y difusión de la cultura ilustrada en su más alto nivel.
El vacío creado al mismo tiempo por la resistencia de las viejas (y las nuevas) universidades a la reforma y por la expulsión de los jesuitas (que dejaron desamparados numerosos centros de enseñanza, entre ellos las universidades de Buenos Aires, Popayán, Panamá y Concepción de Chile) movieron a las autoridades borbónicas (en estricto paralelo con lo sucedido en el ámbito metropolitano) a utilizar los viejos edificios de la Compañía para albergar nuevas instituciones que, al margen de las universidades, permitiesen la modernización de la enseñanza superior. El caso más llamativo fue el de los Colegios de San Carlos o Convictorios Carolinos, fundados en Lima y en Buenos Aires. Así, el Convictorio de Lima regló sus enseñanzas por un plan de estudios redactado por el ilustrado chachapoyano Toribio Rodríguez de Mendoza (1787), que permitió la introducción en sus aulas de la obra de Newton o el estudio de la agricultura como nueva ciencia considerada entre las útiles.
Los Jardines Botánicos fueron una consecuencia de las grandes expediciones científicas de la segunda mitad de siglo. La voluntad de institucionalización de la investigación científica, a fin de prolongar con un establecimiento permanente los resultados de la expedición fue el origen de los grandes Jardines Botánicos de México, Lima o Guatemala, que además crearon en su entorno otros centros de enseñanza (Cátedras de Botánica) o contribuyeron a la reforma de la medicina y la farmacia, como en el caso mexicano. El mismo origen tuvieron tanto el Observatorio Astronómico de Montevideo, creado como instrumento de apoyo de la expedición de Malaspina, o el Observatorio Astronómico de Santa Fe de Bogotá, creado por Mutis y dirigido por Francisco José de Caldas.
Las enseñanzas de Medicina se abrieron camino lentamente en el mundo universitario hispanoamericano. La cátedra de Medicina de Bogotá fue restablecida en el Colegio del Rosario en 1805 por obra de Mutis, después de la suspensión de la disciplina en 1774. En la Universidad de Caracas los estudios médicos fueron los últimos en introducirse y todavía dentro de la tradición galénica, de la mano del mallorquín Lorenzo Campins (1763). Y en la Universidad de Guatemala conocieron su momento de esplendor a fines de siglo, con las figuras del médico chiapaneco José Felipe Flores y su discípulo Narciso Esparragosa. Esta fue una de las razones que llevaron a la creación (como ocurriera en la metrópoli) de centros de enseñanza de Medicina al margen de la Universidad, como fueron la Escuela de Cirugía de México (1768), la Cátedra de Medicina Clínica creada por Tomás Romay en el Hospital Militar de San Ambrosio en La Habana (1797-1806) y, sobre todo, los centros impulsados por Hipólito de Unanue en Lima, el Anfiteatro Anatómico (1792) y el Colegio de Medicina de San Fernando (1808).
Finalmente, la Escuela o Seminario de Minería de México fue un organismo singular creado para responder a la necesidad de formar técnicos cualificados en uno de los más importantes ramos de la economía novohispana. Precedida de una serie de importantes polémicas sobre los métodos de extracción de la plata en los años sesenta y setenta, así como también de otras actuaciones con incidencia en el ramo, como fueron la implantación del Tribunal de Minería (1777) y las Ordenanzas de Minería (1783), el Real Seminario editó algunos excelentes libros de texto (singularmente los Principios de física y matemática experimental de Francisco Antonio Ballester, 1802) y tuvo un sobresaliente cuadro de profesores, donde destacaron los españoles Fausto Delhuyar y Andrés Manuel del Río, así como algún docente invitado de excepción como Alejandro de Humboldt.