Época: Reinado Fernando VII
Inicio: Año 1812
Fin: Año 1814

Antecedente:
El reinado de Fernando VII
Siguientes:
El camino hacia las Cortes
Los diputados
La Constitución de 1812
Las reformas sociales
Las reformas económicas

(C) Rafael Sánchez Mantero



Comentario

La guerra y al mismo tiempo la Revolución. Este es el otro plano, y sin duda el de mayor trascendencia por su proyección en los años posteriores, que resulta necesario analizar en este periodo que transcurre entre las abdicaciones de Bayona y la vuelta de Fernando VII en 1814. Parece obvio señalar que sin guerra no hubiese habido revolución, o al menos ésta hubiese tomado una forma diferente. Las condiciones excepcionales que propició un conflicto tan intenso como generalizado, favorecieron el proceso revolucionario que culminó con la reunión de las Cortes de Cádiz.
El vacío de poder que se originó como consecuencia de la salida del rey legítimo de España desencadenó un proceso mediante el cual terminarían por asumir el poder unas instituciones inéditas, surgidas de abajo a arriba, capaces de satisfacer las aspiraciones populares que se habían visto defraudadas por la actitud contemporizadora de las autoridades del régimen con respecto a los franceses. El proceso comenzó con el nombramiento de una Junta de Gobierno por parte de Fernando VII cuando éste tuvo que acudir a Bayona para atender a la convocatoria de Napoleón. Dicha Junta estaba presidida por su tío, el infante don Antonio e integrada por cuatro ministros de su gobierno. En ella quedaba depositada la soberanía, que no sería capaz de ejercer en los momentos críticos del dos de mayo.

El Consejo de Castilla, el máximo organismo existente entonces en España, sufrió una paralela pérdida de prestigio, al no saber tampoco atender las expectativas de la mayor parte de los españoles que demandaban una actitud firme frente a los invasores, e incluso una incitación a la lucha armada, sino que por el contrario trataban de transmitir recomendaciones pacifistas. Tampoco las autoridades provinciales se mostraron decididas a encabezar el levantamiento contra las tropas de ocupación y así, de esa forma, se fue produciendo un deslizamiento de la soberanía desde las instancias superiores hasta el propio pueblo que asumió su responsabilidad mediante la creación de una serie de Juntas, cuya única legitimidad -como afirma Artola- es la voluntad del pueblo que las elige.

Por todas partes proliferaron las Juntas, cuya formación y composición se presentan de forma muy variada. La de Aragón se formó a instancias del general José de Palafox, a su vez nombrado gobernador por el pueblo de Zaragoza. En Valencia también el pueblo nombró a un comandante supremo, Vicente González Moreno, quien a su vez creó una Junta Suprema. En Sevilla, cuando llegaron las noticias de las abdicaciones de Bayona, a finales de mayo, se constituyó una Junta que, bajo la dirección de Francisco Arias de Saavedra, antiguo ministro con Carlos IV, se autodenominó Junta Suprema de España e Indias, y pidió una movilización inmediata de todos los hombres en edad de combatir. En Soria fue el Ayuntamiento el que creó la Junta, y así en la mayor parte de las poblaciones más grandes o más pequeñas, se fueron creando estas nuevas entidades hasta formar un cuadro variopinto y heterogéneo en su composición, con el que resultaba difícil armonizar esfuerzos contra las tropas invasoras. Se impuso, por ello, la necesidad de coordinar a las Juntas locales y a las Juntas provinciales, mediante la creación de una Junta Central para que aunase el esfuerzo bélico y al mismo tiempo mantuviese viva la conciencia de unidad nacional. La Junta Suprema Central Gubernativa de España e Indias se instaló en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808 cuando, después de Bailén, los franceses trataban de organizar la contraofensiva y era necesario prepararse para hacerles frente.

Componían la Junta Central 35 miembros iguales en representación. Su presidente era el conde de Floridablanca, que contaba en aquellos momentos con 85 años y presentaba una postura muy conservadora. Pero sin duda su elemento más destacado era Gaspar Melchor de Jovellanos, político y escritor, de un talante reformista moderado, que era partidario de llevar a cabo algunos cambios en España en el terreno político, social y económico. Su propuesta era la de crear un sistema de Monarquía parlamentaria de dos Cámaras, en el que la nobleza jugase un papel de amortiguadora entre el rey y el pueblo. Excepto estos dos miembros y Valdés, que había sido ministro de Marina con Carlos IV, el resto de los componentes de la Junta carecía de experiencia en las tareas de gobierno. La mayoría de ellos pertenecía a la nobleza; había varios juristas y también algunos eclesiásticos. Aunque no puede establecerse entre ellos ninguna división ideológica, en su mayor parte eran partidarios de las reformas para regenerar el país. Esta actitud les granjeó no pocos ataques por parte de las oligarquías más conservadoras y de las viejas instituciones del Antiguo Régimen. Jovellanos se vio obligado a salir en su defensa mediante la publicación de una Memoria en defensa de la Junta Central.

Para resolver el problema de la coexistencia de esta Junta con las provinciales, se decretó la reducción de los componentes de estas últimas y el cambio de su denominación de Juntas Supremas por el de Juntas Provinciales de Observación y Defensa. Asimismo se ordenó su subordinación a la Junta Central, lo que provocó no pocas protestas por parte de estos organismos locales. En cuanto a las relaciones con las colonias de América y Filipinas, que mostraron un apoyo entusiasta a la causa de la independencia española frente al dominio napoleónico, la Junta emitió un decreto el 22 de enero de 1809, mediante el cual se invitaba a aquellos territorios a integrarse en ella mediante los correspondientes diputados. Aunque este gesto no podría materializarse debido a las dificultades de la distancia, sí favoreció el hecho de que muchos criollos enviasen ayuda en dinero para la causa española.

Gran Bretaña, a pesar de la rivalidad que había mantenido con España por el dominio del océano, mostró también una favorable disposición para ayudarla frente al dominio de Napoleón, mediante el envío inmediato de hombres y dinero. Las relaciones diplomáticas entre los dos países se reforzaron por la firma, el 14 de enero de 1809, de un tratado entre el Secretario del Foreign Office, Canning, y el embajador español en la corte de San Jaime, Juan Ruiz de Apodaca. En su virtud, Gran Bretaña se comprometía a no reconocer otro soberano legítimo del trono español que Fernando VII o sus sucesores.