Comentario
En el seno de la Junta se formuló la idea de reunir a las Cortes, no sólo para coordinar la acción contra los franceses, sino para reformar políticamente al país. Para pulsar la opinión de los españoles, la Junta pidió su parecer a los jefes militares, a los obispos y a las altas autoridades de la nación, en una solicitud datada el 22 de mayo de 1809. Sus respuestas, que abarcaban un gran número de cuestiones, forman en su conjunto una documentación de excepcional importancia sobre la situación real de España en aquellos momentos. En cuanto a las Cortes, algunos de los encuestados opinaban que debían reunirse inmediatamente y otros, que debían dejarse para más adelante. Sin embargo, la mayor parte opinaba lo primero, aunque sólo fuese para obtener la legalidad de la que pensaban- carecían las Juntas. Otra cuestión era sobre qué iban a tratar las Cortes, y aquí también se manifestaron diversas opiniones: unos querían que se formase una regencia; otros que se nombrase un gobierno fuerte para que terminase la guerra; y otros, por fin, para que se llevase a cabo una política de reformas. Para Miguel Artola, que ha estudiado esta documentación, "...existe una mayoría en favor de limitar el absolutismo monárquico mediante el recurso a instituciones representativas y de poner fin al régimen de privilegios que caracteriza la sociedad estamental". Así pues, parecía claro el camino que debía llevar a la reunión de las Cortes y la finalidad para la que éstas debían ser convocadas.
La Junta Central tuvo que refugiarse en Sevilla desde diciembre de 1809, a raíz de la contraofensiva napoleónica que se inició después de la derrota de los patriotas en Ocaña. De allí marchó en la noche del 23 al 24 de enero a la isla de León (San Fernando), donde sus miembros, cansados de las críticas y las derrotas, y hostigados por el avance francés, dimitieron y nombraron una regencia formada por cinco personas -Francisco Arias de Saavedra, el obispo de Orense, y los generales Castaños, Escaño y Esteban Fernández de León, sustituido al poco tiempo por Miguel Lardizábal- a las que dejaron la responsabilidad de organizar la reunión de Cortes, que ella previamente había convocado. Aunque la regencia no era muy partidaria de la reunión de Cortes, no tuvo más remedio que ceder a las presiones que le llegaban de todas partes. A ella le correspondía la misión de determinar la forma en que debían reunirse y, ante la imposibilidad de hacerlo por estamentos, como a la antigua usanza, se decidió a hacerlo en un solo brazo. También tuvo que resolver la regencia la difícil cuestión de la forma en que debían elegirse los diputados, pues la ocupación de muchas ciudades por las tropas francesas impedía, o al menos, entorpecía esa elección. Como solución, se decidió que se designaran suplentes entre los españoles procedentes de aquellos territorios que hubiesen acudido a Cádiz para buscar refugio entre sus murallas.
La ciudad de Cádiz era el lugar idóneo para celebrar la reunión de Cortes. Desde un punto de vista geográfico, la configuración de Cádiz la hacía prácticamente inexpugnable para un ejército que no dispusiese de una flota para completar el cerco por mar en una operación de asedio. Rodeada por las aguas, la única lengua de tierra que la unía al resto de la Península se hallaba defendida por unas espléndidas murallas que, paradójicamente, habían sido construidas en el siglo XVIII bajo la dirección del ingeniero militar francés Vauban. En efecto, el ejército de Napoleón llegó hasta sus puertas, pero tuvo que limitarse a bombardear la ciudad desde el otro lado de la bahía, ante la imposibilidad de romper sus defensas. Así pues, durante los años de la guerra y como decía el escrito de contestación a otro del general Victor en el que éste exhortaba a los gaditanos a prestar obediencia a José Bonaparte, "La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce a otro Rey que el Señor Don Fernando VII".
Pero además, había otra circunstancia que hacía de la ciudad de Cádiz el lugar más adecuado para que las reformas de las Cortes se aprobasen allí y no en otro lugar. Cádiz había sido durante todo el siglo XVIII el puerto del monopolio del comercio entre España y sus colonias de América. Desde que dicho privilegio le fue concedido en 1717, Cádiz se había ido convirtiendo en una gran ciudad portuaria, cuyo comercio alcanzó un gran esplendor a lo largo de la centuria. Gran Emporio del Orbe, como la llamó fray Jerónimo de la Concepción, se benefició, incluso, del decreto de Carlos III de 1778 que proclamó la libertad de comercio entre la metrópoli y el Nuevo Mundo. De esta forma, Cádiz había llegado a convertirse en una ciudad cosmopolita, en la que era habitual recibir buques de todas las banderas, y en la que sus habitantes estaban acostumbrados a tratar con gentes de toda procedencia y de muy diversa mentalidad. Ramón Solís puso de manifiesto en su estudio sobre el Cádiz de las Cortes el espíritu democrático que, a través de las actividades de los Consulados extranjeros, tanto influyó en las actividades de los gaditanos. No cabe duda de que este ambiente favoreció la reunión de las Cortes y que éstas tomasen un sesgo claramente reformista.