Comentario
Desde octubre de 1868 hasta la celebración de las elecciones a Cortes Constituyentes el 15 de enero de 1869, España entera se vio inmersa en un período de febril actividad política. El régimen de libertades nacido de la pronta y eficaz gestión del Gobierno provisional, que recogía las aspiraciones de las juntas revolucionarias, introdujo un elemento absolutamente novedoso que transformó el mercado político: el sufragio universal, aplicable a los individuos del sexo masculino mayores de 25 años.
El sufragio directo supuso un considerable incremento del número de electores. Para cubrir este nuevo mercado se amplió también la oferta política, quizá más de forma cualitativa que cuantitativa, como se verá más adelante. La libertad de expresión, al igual que la libertad de imprenta, coadyuvaron a esta regeneración de la oferta política, así como a una mejor transmisión de su mensaje, convirtiéndose en factores clave para la consolidación de una incipiente cultura política en la sociedad.
Las distintas organizaciones se vieron forzadas a replantear no tanto sus contenidos como los instrumentos de transmisión de los mismos, y a reconvertir su composición interna en una estructura capaz de resistir el funcionamiento de nuevos partidos más complejos, que permitieran recoger el nuevo caudal participativo. Se trataba de acometer una reorganización en profundidad de la vida política en su conjunto: partidos políticos por un lado, electorado por otro; es decir, la necesidad de adecuar ofertas y demandas políticas en el nivel más óptimo de equilibrio. Desde esta óptica es posible analizar las transformaciones ocurridas en el espacio temporal indicado.
El arco político presentaba cuatro grandes tendencias, circunscritas en tres partidos independientes y una coalición: carlistas, moderados, republicanos y el bloque monárquico-democrático. Todos ellos experimentaron una metamorfosis de similares características, evolucionando en paralelo para convertirse en organizaciones más sólidas, capaces de difundir un mensaje en forma de producto a la venta en el mercado político, lo cual implicaba avances en la cultura política del conjunto social. Fue sobre todo el partido republicano el que intentó superar las viejas formas tradicionales de las agrupaciones de notables para poner en marcha una estructura de partido ampliado, capaz de conectar de manera eficaz con su tejido social.
Esta reconversión requería el desarrollo de diversos mecanismos de propaganda, que estaban al alcance de todas las fuerzas políticas. Se trataba de la prensa, los mítines, los catecismos electorales, todo ello apoyado en la transmisión oral característica de un conjunto social todavía castigado con unas tasas muy elevadas de analfabetismo. Mientras los mítines eran mayoritariamente promovidos por los partidos de izquierda, que adquirieron un dinamismo especial en los centros urbanos, la prensa era utilizada por todos en la misma medida, experimentando un auge sin precedentes gracias a su recién estrenada libertad.
Así, cada partido encontraba favor y aliento en diferentes periódicos: el carlismo en La Regeneración o El Pensamiento Español; los moderados en El Siglo y El Estandarte; la coalición gubernamental en El Imparcial y El Diario Español, entre otros; finalmente La Discusión y La Igualdad cubrían el espacio republicano. Hay que señalar que el radio de acción de estos periódicos abarcaba todo el territorio nacional, hecho que contribuyó, sin duda, a socializar la discusión política más allá de la capital. Por otro lado, los catecismos electorales, de redacción clara y accesible para las capas populares, multiplicaron sus efectos al ser leídos en clubes y reuniones electorales. Su finalidad última estribaba en dar a conocer los principios democráticos, realizando una labor didáctica que proporcionaría al pueblo un nivel más elevado de cultura política, por muy embrionaria que ésta fuera.
Resulta significativo observar la penetración de toda esta propaganda política en las distintas zonas del país. Queda patente la dualidad campo-ciudad, pues cada ámbito recibía los mensajes desde unos presupuestos diferentes y con métodos distintos. En los núcleos urbanos fue, sin duda, más influyente la campaña informativa a través de la prensa, pues los ciudadanos tenían acceso directo a los medios de comunicación y podían asistir, además, a reuniones y debates. En el campo, por el contrario, las relaciones de subordinación eran todavía predominantes, facilitando la depuración de los mensajes en la práctica de cierto caciquismo antropológico. Igualmente, el púlpito continuaba actuando como filtro para la información.
Detallando más la regeneración de cada una de las formaciones políticas se nos presenta el siguiente cuadro esquemático. Los carlistas decidieron sustituir, de hecho y temporalmente, su filosofía insurreccional para participar en la lucha por el voto. Continuando la reorganización que habían iniciado en el mes de julio de 1868, siguieron adelante tras la abdicación de don Juan, el 3 de octubre, e incorporaron a sus filas hombres como Navarro Villoslada o Nocedal, de signo neocatólico. Con esta aproximación al sector católico, reforzada por la creación de las asociaciones de católicos, se lanzaron en defensa de la unidad religiosa del país, que vino a constituir su principal caballo de batalla. En noviembre de 1868 quedó configurado su comité electoral y presentaron varias candidaturas, sobre todo en su zona de mayor influencia: el País Vasco y Navarra.
Los moderados tardaron algún tiempo en reaparecer tras la revolución; cuando por fin lo hicieron, a finales del mes de octubre, volvieron tal y como se fueron: debilitados, sin la menor posibilidad de éxito y con un programa que ya pecaba de anacrónico, contrario a los nuevos tiempos. Este, expuesto en La cuestión preliminar, proponía la monarquía constitucional, entendida en los cánones del moderantismo histórico, como la única forma de gobierno aceptable, desestimando la monarquía democrática. Solos en su interés por devolver el trono a Isabel II y restablecer la Constitución de 1845, apenas se limitaron a apoyar las primeras voces en favor de la Restauración. Aun sabiendo que no tenían ninguna opción, presentaron candidaturas; la más destacada la de Madrid: general Lersundi, Claudio Moyano, el conde de San Luis...
El partido republicano, surgido de la escisión del partido demócrata, declaró su inclinación al federalismo y propuso la instauración de la república como única forma de gobierno que encajaba plenamente con el sueño revolucionario. Sus diferencias con los monárquicos eran notorias, no sólo en cuanto a la forma de gobierno, sino también en temas tales como la supresión de las quintas o la abolición de la esclavitud. Sobre un gran radio de influencia centrado en la costa mediterránea, Andalucía y algunos puntos del interior, el electorado republicano se encontraba tanto en los núcleos urbanos, entre artesanos y trabajadores, como en las zonas rurales. Entraba en competencia directa con la coalición monárquico-democrática, que poseía también en estos sectores sus principales bases sociales.
En cuanto a la coalición monárquico-democrática, integrada por progresistas, demócratas y unionistas, estaba al frente del Gobierno provisional, desde donde había confirmado una línea de acción de talante democrático, en consonancia con los principios revolucionarios. Defendía la monarquía democrática como forma de gobierno, aunque anteponiendo el principio de soberanía nacional. Constituía el bloque más sólido y con más posibilidades de cara a las elecciones, pero su estabilidad interna era muy frágil y se desintegró definitivamente tras la aprobación de la Constitución de 1869. El motivo de las fricciones residía en la mayor o menor dosis de liberalismo de cada sector, en los personalismos acusados con sus clientelas políticas y en las diferentes opiniones respecto de quién debía ser el próximo rey. La coalición presentó candidaturas en casi todas las circunscripciones del país; en Madrid se presentaron hombres tales como Prim, Ruiz Zorrilla, Sagasta, Rivero, Becerra, Serrano o Topete. Su condición de favoritos quedaba avalada por el hecho de que se presentaban a las elecciones desde el Gobierno, además de haber ganado las elecciones municipales de noviembre de 1868, lo que les aseguraba una buena capacidad de maniobra desde el poder local. La prensa de oposición acuñó un término que gráficamente sintetizaba la situación: la influencia moral del Gobierno.
Del 15 al 18 de enero de 1869 se celebraron las elecciones a Cortes Constituyentes. Los resultados confirmaron una mayoría progubernamental de 236 escaños monárquico-democráticos, acompañada de dos estimables minorías: 85 diputados republicanos y 20 carlistas. Los monárquico-democráticos consiguieron escaños en casi todas las circunscripciones, pero sus mayorías más consistentes provenían de la España interior, incluida la capital.
Los principales focos republicanos se extendieron a lo largo del arco periférico, sobre todo en los núcleos urbanos. Fueron mayoritarios en Gerona, Barcelona, Lérida, Huesca, Valencia, Sevilla, Cádiz, Málaga, Alicante y Zaragoza. Obtuvieron altos porcentajes de votación en Badajoz y Murcia, mientras que el interior agrario sólo eligió un diputado republicano para las provincias de Salamanca, Toledo, Valladolid y Teruel. En la circunscripción de Madrid ciudad cosecharon 16.000 votos pero ningún diputado. En cuanto a los carlistas, consiguieron sus mayorías en Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra, pero también estuvieron representados en Gerona, Salamanca, Ciudad Real y Murcia.
Comparada con elecciones anteriores fue innegable la claridad y pulcritud del acto electoral, siempre teniendo en cuenta la inevitable intromisión del ministro de la Gobernación, en este caso Sagasta, que según testimonios de la época actuó de eficaz aprendiz electorero. En los distritos urbanos se realizó la habitual presión del poder público sobre su cohorte de empleados civiles y militares. En cuanto a los distritos rurales, más que el pucherazo en el sentido estricto del término, lo que funcionó, en un ambiente de escasa cultura política y de casi nula experiencia participativa, fueron los mecanismos de presión basados en las relaciones de dependencia y subordinación, característicos de las pequeñas localidades rurales pobremente desarrolladas, donde la protección del notable tenía como contrapartida la vinculación del voto. Sería una forma de caciquismo antropológico donde el binomio protección-dependencia imponía sus normas. Un caciquismo que todavía no articula la vida política como en la España de la Restauración, pero que, como fenómeno cultural, mediatizaba la vida cotidiana. Estas formas de presión continuaron a lo largo y ancho del Sexenio. Téngase en cuenta que jamás un Gobierno perdió unas elecciones generales. Resulta significativo el aparente vuelco electoral de las dos elecciones casi inmediatas de 1872, ambas ganadas sobradamente por los respectivos gobiernos.
En estas elecciones de enero de 1869 tuvo gran alcance la popularidad obtenida por el Gobierno provisional, en el cenit de su auge, dada su acelerada actividad legislativa en lo referente a la promulgación de las libertades públicas, y la excelente imagen que el propio gabinete supo dar de su actuación en el discurso electoral. Mitos tales como Prim o Serrano, en plena pujanza, condicionaron el voto de una gran parte del electorado. En realidad, los votantes prolongaron su confianza en el Gobierno provisional que, salvo en el tema de las quintas, había intentado cumplir con las propuestas políticas surgidas de las juntas revolucionarias.