Época: Alfonso XIII
Inicio: Año 1902
Fin: Año 1917

Antecedente:
España a comienzos del reinado

(C) Genoveva García Queipo de Llano



Comentario

Pese a que se ha solido atribuir una gran conflictividad a la sociedad española a comienzos del siglo XX, la realidad es que ésta resulta inferior a lo que es habitual admitir y ello no por la ausencia de diferencia entre los poderosos y los humildes sino por el carácter tradicional de la sociedad. El impacto del movimiento huelguístico fue reducido hasta la segunda década de siglo. Los conflictos con mucha frecuencia tenían un componente violento y solían concluir con la intervención de una autoridad mediadora, casi siempre la militar, que no en vano era la responsable en última instancia del orden público. Luego, como veremos, se recurrió a otros procedimientos para llegar al acuerdo. De cualquier modo las huelgas estuvieron siempre concentradas en tan sólo unos cuantos puntos. En realidad, el movimiento obrero quedaba reducido a algunas ciudades o núcleos fabriles. La afiliación sindical no debió superar el 30% nada más que en Madrid y Barcelona y la media nacional se situó tan sólo en el 5%, un porcentaje además que incluía muchas sociedades de carácter republicano y no socialista o anarquista.
Si en ocasiones se ha presentado una imagen de excesiva conflictividad en la sociedad española de la época, una parte de las razones reside en el hecho de que se presenta a ésta como carente de cualquier punto de contacto entre sus diversos sectores ideológicos. Esta impresión, sin embargo, no se sostiene y menos aún en lo que respecta a materias sociales. En efecto, el Instituto de Reformas Sociales fue creado en 1903 con unos antecedentes que se remontaban nada menos que a 1891, cuando por vez primera se constituyó una Comisión con el mismo nombre destinada a recabar información sobre el particular. Desde 1903 el Instituto tuvo una organización administrativa, una inspección y una presencia plural en lo ideológico que garantizaba su imparcialidad. Allí, en efecto, los vocales de representación obrera -socialistas- se encontraban con católicos y con liberales, monárquicos o republicanos. En la práctica muchas de las disposiciones que fueron aprobadas sobre materias sociales tuvieron un carácter consensuado. Algo parecido cabe decir del Instituto Nacional de Previsión.

El rasgo más característico del movimiento obrero español es, tal como en muchas ocasiones se ha dicho, el predominio en él del anarquismo, pero esta afirmación, que es válida en términos generales, lo es mucho menos a comienzos de siglo. Factores de índole histórica, más que el retraso de la sociedad española -como en otro tiempo se esgrimió- contribuyen a explicar ese predominio anarquista: la tradición federal, la flexibilidad organizativa o el hecho de que se implantó primero en España. Pero existe también un factor que deriva del momento histórico. En todo el mundo mediterráneo resultó mucho más habitual el predominio anarquista que el socialista en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial. La peculiaridad española consistiría, no tanto en la existencia de este predominio como en lo muy duradero que fue. En otras latitudes existió un anarcosindicalismo que derivó pronto hacia el puro y simple sindicalismo, mientras que en España el ideal revolucionario duró mucho más tiempo.

En el cambio de siglo, el ideal anarquista se identificaba con la huelga general. Esta podría poner en peligro de colapso al Estado burgués. De cualquier manera éste era considerado como una especie de instrumento de contaminación de los ideales revolucionarios, de tal modo que los anarquistas predicaban la acción directa que pusiera en relación tan sólo a patronos y obreros.

Este era el lenguaje común entre todos los anarquistas de la época, pero la realidad era que existía en este mundo una pluralidad de manifestaciones muy grande e incluso contradictoria. Militaban en el anarquismo, por ejemplo, intelectuales que despreciaban a los sindicatos y que podían ser más partidarios de la violencia que los obreros afiliados a organizaciones sindicales. Desde el final de siglo hasta 1904 hubo un período en que desapareció el atentado personal, que en los años del fin de siglo había sido protagonista principal de la vida barcelonesa, más que nada por el propio desvío de los anarquistas hacia esta táctica. Sin embargo, reapareció a partir de esta fecha con nuevos bríos encontrando más apoyo entre estudiantes e intelectuales que en los medios obreros. Mateo Morral, que atentó contra el Rey en 1905, puede ser un buen ejemplo de estos terroristas mientras que Ferrer lo fue de quienes les prestaban ayuda. Resulta toda una paradoja que fuera ejecutado en 1909 cuando no había participado en los acontecimientos de la Semana Trágica y no, en cambio, por aquellos otros.

Tras este momento de furia terrorista, las manifestaciones de este fenómeno fueron otras -la colocación de bombas- hasta que ya en la segunda década del siglo y hasta la posguerra el atentado desapareció. Tampoco hubo continuidad en la protesta campesina andaluza, que alcanzó momentos culminantes en 1903 y 1905, acompañada de un mesianismo entusiasta pero que resultó efímero. El jornalero andaluz se comportó en buena medida como un rebelde primitivo, pues si por un lado creó organizaciones sindicales muy activas, con el transcurso del tiempo acabó por sumirse en la pasividad.

En cuanto al mundo urbano cabe decir que fue precisamente en el cambio de siglo cuando empezó a tomar cuerpo el que constituiría el principal organismo sindical anarquista con una ubicación que pronto se convertiría en tradicional. En efecto, todavía en los primeros años de siglo el anarcosindicalismo estuvo localizado en Madrid. Difundido el mito de la huelga general, de procedencia francesa, su primer ensayo tuvo lugar en Barcelona en el año 1902. Estuvo lejos de ser una verdadera intentona revolucionaria pero resultó un antecedente simbólico.

En cambio, con la entrada en la segunda década del siglo el sindicalismo de significación ácrata llegó a su perfil definitivo. Los antecedentes hay que situarlos en 1907 cuando, en paralelismo con la creación de Solidaridad Catalana, fue organizado un sindicato con la denominación Solidaridad Obrera que, si no duró, al menos se conservó en el título del primer diario anarcosindicalista. Originariamente se trataba de un sindicato plural en el que militaban socialistas y republicanos, aparte de los anarquistas.

Tras los acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona en la que participaron por igual republicanos radicales y anarquistas se produjo una refundación del sindicato ahora con su nombre definitivo, Confederación Nacional del Trabajo (1910). Si la denominación era muy semejante a la del principal sindicato surgido en Francia, sin embargo no siguió las pautas marcadas por él puesto que, sin olvidar las reivindicaciones puntuales para modificar las condiciones de trabajo, siempre consideró que en el momento final la sustitución del régimen burgués por otro nuevo tendría lugar mediante un acto violento. Esta vertiente revolucionaria se hizo patente de manera muy clara desde 1911. La práctica de la huelga revolucionaria llevó a la CNT a la clandestinidad y a la desarticulación, pero se había recuperado ya en 1913 y dos años después reiniciaba un crecimiento que la convirtió en protagonista de la vida social en la posguerra mundial.

En afiliación llevaba ya la CNT una notable ventaja al movimiento socialista, con la característica complementaria de que dominaba en la zona industrial por excelencia de la España de la época. En cambio, el socialismo apenas si tenía 4.000 afiliados a fines del siglo XIX. Su principal dirigente, Pablo Iglesias, un tipógrafo madrileño, adusto, poco flexible y muy entregado a la causa de la organización obrera, no fue un teórico original pero se convirtió en cambio en un ejemplo de dedicación a la causa. Su interpretación del marxismo era un tanto esquemática en cuanto que se basaba en una radical contraposición entre la burguesía, incluida la republicana, y el proletariado. Por otra parte, la estrategia del partido tenía un contenido un tanto contradictorio en cuanto que presuponía un resultado final revolucionario, pero también un camino de progresivas conquistas que en la práctica resultaba reformista. Pero el socialismo tenía una fuerza tan modesta a comienzos de siglo que podía permitirse esta aparente contradicción.

Muy característico del socialismo español fue un crecimiento muy lento pero constante. Sin embargo, la fuerza del anarquismo lo interrumpió en los años iniciales de siglo. En torno a 1905 el socialismo decrecía y la situación no cambió hasta que cinco años después, cuando Pablo Iglesias se decidió a efectuar un cambio estratégico importante. La protesta por la guerra de Marruecos, combinada con la repercusión en la opinión obrera del gobierno de Maura y los sucesos de Barcelona, le indujeron a colaborar con los republicanos. En la elección de 1910 Iglesias fue elegido diputado por Madrid y así por vez primera el socialismo pudo tener una voz parlamentaria. En los cuatro años siguientes, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, aumentó el número de concejales socialistas y, sobre todo, el número de militantes del sindicato socialista (Unión General de Trabajadores) se triplicó aproximándose a los 150.000. Al mismo tiempo, en el seno del partido emergió una ala izquierdista, acontecimiento poco significativo por el momento, puesto que la disciplina caracterizó siempre al partido en el que también ingresaron algunos intelectuales (Julián Besteiro sería el mejor ejemplo).

Hay que tener en cuenta que si existen todas estas pruebas del incremento del peso específico del socialismo en la vida política española también las hay de sus evidentes limitaciones. La implantación sindical y política del socialismo sólo fue relevante en Asturias y Vizcaya, aparte de Madrid y sólo en la capital el sindicato tenía una nutrida afiliación que trascendía los límites de la significación política. Sin embargo, en cierto sentido Bilbao resultó más propiamente la protagonista principal del socialismo español en el sentido de que allí tuvieron lugar las batallas sindicales más duras. Indalecio Prieto, un periodista autodidacta y orador eficacísimo, fue su figura estelar. En cuanto a Asturias, la fortaleza del socialismo se debe atribuir a su sindicato minero que ya antes de la guerra mundial agrupaba a más de la mitad de los trabajadores de esta rama. Sólo en torno al año 1910 se empezó a producir un cierto crecimiento del socialismo en otras latitudes como, por ejemplo, en Alicante. Pero para concluir citando un nuevo caso demostrativo de la limitación del socialismo español de la época, baste con recordar que no existía a estas alturas una organización en ramas de industria, sino que los sindicatos aparecían organizados tan sólo localmente. Difícilmente se podía producir un movimiento revolucionario en estas condiciones.