Comentario
Enfrentada desde sus primeros días a adversarios dispuestos a terminar con ella por cualquier medio, la República tuvo que dotarse de instrumentos legales de defensa. Ya el Estatuto Jurídico del Gobierno provisional le otorgaba plenos poderes, si bien con carácter transitorio. Desde las primeras semanas del nuevo régimen, el desarrollo de la política de orden público se basó fundamentalmente en la actuación con carácter represivo de los cuerpos profesionales de policía. Estas dos notas, la profesionalización y la actuación expeditiva, y en muchos casos brutal, de las fuerzas de orden público, se convertirían en los principales elementos definitorios de la gestión del Ministerio de la Gobernación en los sucesivos gabinetes. Contra el parecer de muchos republicanos, que deseaban su desaparición, el Gobierno mantuvo a la militarizada Benemérita como núcleo fundamental de las fuerzas de policía. No obstante, la sublevación de Sanjurjo, en la que tomaron parte miembros del Instituto armado, despertó sospechas sobre su lealtad al régimen, por lo que se suprimió la Dirección General de la Guardia Civil, tan sólo seis días después de la sanjurjada, y se anuló su dependencia del Ministerio de la Guerra en favor del control exclusivo del Ministerio de la Gobernación, a través de la nueva Inspección General del Cuerpo.
Para sustituir a los guardias civiles en los conflictos de orden público en las ciudades, el director general de Seguridad, Angel Galarza, había organizado en el verano de 1931 una policía gubernativa, que recibió el poco adecuado nombre de Guardia de Asalto. Armados con porra y revólver y especializados en la represión de los obreros y estudiantes en huelga, los guardias de Asalto debían ser capaces de hacer frente a los desórdenes públicos con medios menos expeditivos que los empleados por la Guardia Civil, demasiado proclive a la utilización del fusil y el sable con resultados no deseados por las autoridades. En su conjunto, las Fuerzas estatales de orden público experimentaron un notable crecimiento en los años de la República. En 1930, la Guardia Civil y el Cuerpo de Carabineros sumaban 43.785 individuos -27.585 guardias civiles y 16.200 carabineros. En 1932, la cifra de agentes ascendía a 55.162, con un incremento de casi el diez por ciento en la Guardia Civil y la incorporación de 10.056 guardias de Asalto.
El temor a que un deterioro progresivo del clima social incrementara los problemas de orden público y, sobre todo amenazara la estabilidad del sistema democrático, movió al Gobierno Azaña a presentar a las Cortes, como una de sus primeras iniciativas, una Ley de Defensa de la República que legitimara las actuaciones del Ejecutivo contra los elementos radicales. La ley, presentada a las Cortes con carácter urgente, fue aprobada casi sin discusión el 20 de octubre de 1931, y recogida por la Constitución con carácter transitorio, a fin de evitar que cayera en la inconstitucionalidad. Su texto definía como actos de agresión a la República: la incitación a la resistencia o desobediencia a las leyes o a la fuerza pública; la comisión o incitación de actos de violencia por motivos políticos, religiosos o sociales; la difusión de noticias que perturbaran la paz social; la apología del régimen monárquico; la tenencia ilícita de armas de fuego y explosivos; las huelgas salvajes y la coacción laboral; las subidas injustificadas de precios y la negligencia profesional de los funcionarios públicos. Las penas a aplicar iban desde fuertes multas hasta el confinamiento, el destierro o la pérdida de empleo público. Al ministro de la Gobernación se le otorgaban poderes discrecionales para prohibir actos públicos, suspender medios de comunicación, encarcelar temporalmente a ciudadanos sin mandato judicial, ordenar registros e ilegalizar asociaciones peligrosas para el orden social o investigar la procedencia de sus fondos.
La Ley de Defensa era una durísima medida de excepción que permitió al Gobierno actuar contra sus enemigos manifiestos con rapidez y al margen del sistema judicial, anulando de hecho las garantías constitucionales, pero sin violar técnicamente la Constitución. El ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, no se quedó corto en su aplicación y abundaron las suspensiones de periódicos, las clausuras de locales sindicales y políticos, y las detenciones y confinamientos de activistas de extrema derecha y extrema izquierda. En este sentido, la Ley fue un instrumento eficaz para defender de sus adversarios un orden democrático y un sistema de libertades pocas veces tan logrados a lo largo de la historia de España. Pero su sola existencia, combatidísima por la oposición, demostraba que algo no marchaba bien en la joven democracia española para que un Gobierno de mayoría liberal tuviera que protegerse de esa manera a los pocos meses del clamoroso triunfo republicano.
Por otra parte, la Ley poseía un carácter transitorio, y conforme se fue generalizando su aplicación, se multiplicaron las voces que, desde el mismo campo gubernamental, solicitaban su sustitución por otro texto más acorde con las garantías constitucionales. En abril de 1933, el Gobierno presentó a las Cortes un proyecto de Ley de Orden Público que fue aprobado, no sin fuerte oposición, en el mes de julio. La nueva Ley no poseía una naturaleza puramente represiva, y en su primer artículo se fijaba como objetivo el normal funcionamiento de las instituciones del Estado y el pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales establecidos por la Constitución. Pero, dada la conflictividad del período republicano, prevalecieron rápidamente los aspectos más autoritarios de la Ley, y especialmente los artículos que facultaban al Gobierno para establecer por Decreto tres grados de excepcionalidad por motivos de orden público: el estado de prevención, que permitía al Ejecutivo adoptar medidas no aplicables en régimen normal durante dos meses, sin necesidad de suspender las garantías constitucionales; el estado de alarma, que se aplicaría en casos de notoria e inminente gravedad, y que facultaba a las autoridades gubernativas para realizar registros y detenciones preventivas, imponer penas de destierro, prohibir actos públicos y disolver asociaciones consideradas peligrosas; y el estado de guerra, destinado a dominar en breve término la agitación y restablecer el orden cuando fuera gravemente alterado. Bajo este estado de excepción, las garantías constitucionales quedaban suspendidas y las Fuerzas Armadas se hacían directamente cargo del orden público. En los tres casos, actuarían los llamados Tribunales de Urgencia, integrados por magistrados de las Audiencias provinciales, aunque no se llegó al extremo de crear un Tribunal de Orden Público de carácter nacional, como establecería posteriormente la dictadura franquista. El estado de guerra sólo fue proclamado una vez, a causa de la Revolución de Octubre (Decreto de 7-10-1934), pero el Poder Ejecutivo utilizó los otros dos grados de excepcionalidad constitucional profusamente.