Época: Segunda República
Inicio: Año 1931
Fin: Año 1939

Antecedente:
Sociedad y economía

(C) Julio Gil Pecharromán



Comentario

El sector agropecuario era básico en la economía española. Un estudio de 1935 estimaba que el valor del capital agrario superaba en más de un tercio al invertido en la industria y en la minería juntas. Cerca de tres cuartas partes de las exportaciones eran productos agrarios y sólo el valor de la producción triguera era casi diez veces superior al de la siderúrgica. No parece exagerado afirmar que en los años treinta uno de cada dos españoles vivía directamente de las actividades relacionadas con la agricultura o la ganadería. En 1931, el área cultivada representaba un 48,2 por ciento de la superficie total del país. Cereales y leguminosas ocupaban el 73,6 por ciento de ese espacio. Pero sus rendimientos eran relativamente bajos, ya que sólo suponían un 34 por ciento del valor total de la producción agraria. En la extensión de los cultivos les seguían a mucha distancia el viñedo y el olivar (15,7 por ciento), los cultivos industriales (3,5), los frutales (2,2) y la horticultura (0,5 por ciento). El trigo, con cuatro millones y medio de hectáreas repartidas por todo el país, pero especialmente en las zonas del interior, era el cultivo más extendido aunque, como el resto de los cereales, perdía empuje frente a otros cultivos más rentables.
Contra lo que se ha dicho a veces, la agricultura era un sector bastante dinámico, en expansión desde la primeras décadas del siglo. Era evidente un progreso en las técnicas de cultivo, en la utilización de abonos y, en menor medida, en el empleo de maquinaria agrícola. Pero faltaban capitales en casi todas partes y la modernización seguía ritmos muy desiguales. La agricultura española poseía un carácter dual, definido tanto por la especialización de los cultivos como por los ritmos de inversión y de crecimiento e incluso por el peso del mercado interior y de la exportación. Las regiones cerealistas del interior respondían a focos de demanda distintos a los de la hortofruticultura mediterránea o de los latifundios olivareros del sur. En los extremos de esta dualidad podían situarse el trigo, con aumentos oscilantes y relativamente lentos de producción y rendimiento, y la naranja, con un fuerte crecimiento orientado al sector exterior. También el sistema de propiedad de la tierra, pese a cierta diversidad, podía agruparse en dos grandes modelos, con problemas estructurales muy diferentes:

a) En Andalucía, Extremadura, La Mancha y el sur de la región leonesa predominaban los grandes latifundios, situados aún en buena parte en manos de la nobleza. Muchos de estos propietarios eran absentistas, lo que no les impedía disfrutar de una posesión plena y exclusiva de las rentas generadas por el cultivo y la explotación ganadera de sus fincas. La gran mayoría de los casi dos millones de campesinos sin tierra se concentraban en el cuadrante suroccidental de la Península. El sistema de trabajo tradicional era la contratación eventual de braceros, un proletariado agrícola escasamente cualificado, en ocasiones trashumante, que se desenvolvía en muy precarias condiciones laborales y de nivel de vida. Sólo las tierras marginales, con rendimientos muy bajos, quedaban en manos de los pequeños propietarios, enfrentados a una permanente amenaza de proletarización.

b) En el resto del país, y sobre todo en la España húmeda del Norte, abundaban los cultivadores independientes, pequeños propietarios o arrendatarios. Predominaba la propiedad dispersa, familiar, con parcelas inferiores a diez e incluso a una hectárea, sobre todo en Galicia y la cornisa cantábrica. Ello se debía en buena medida al hábito de dividir continuamente el patrimonio familiar entre los herederos, excepto en aquellas zonas donde existían normas especiales de transmisión de la herencia indivisa -mayorazgo, millora, etc. Este minifundismo, que no solía admitir mano de obra asalariada, forzaba una continua corriente emigratoria y, al ser poco favorable a la acumulación de capital, mantenía a muchos labriegos en condiciones de pobreza parecidas a las de los braceros del sur. Los medianos propietarios, en quienes muchos reformistas veían la palanca de una agricultura moderna y de altos rendimientos, eran pues muy minoritarios. Unos diecisiete mil grandes terratenientes, concentrados en la mitad meridional del país, poseían el 42 por ciento de la riqueza agropecuaria, mientras que los poco rentables minifundios se repartían el 47 por ciento de la superficie cultivada.

La respuesta de la masa de campesinos pobres a estas condiciones tan poco alentadoras se diferenció en ambas zonas, hasta el punto de que E. Malefakis señala que tanto en sentido figurado, como literalmente, la línea que separaba la España de la revolución agraria de la España del conservadurismo rural era, en esencia, la misma que separaba la España del latifundio del resto de la noción. En el medio rural de la mitad septentrional de la Península, donde predominaba la llamada "sociedad tradicional integrada", que garantizaba un notable equilibrio social, había prendido entre los pequeños propietarios y los aparceros un sindicalismo de raíces católicas, conservador y paternalista, que controlaban los grandes terratenientes y el clero y que tenía su mejor expresión en la Confederación Nacional Católico Agraria, el poderoso grupo de presión a caballo entre la patronal y el sindicato corporativo, que encauzaba los intereses de los agricultores cerealistas. No obstante, la falta de recursos de los pequeños campesinos ante las malas cosechas o la caída de los precios y la periódica extinción de los contratos de aparcería, sometidos a variantes regionales -arriendos en Castilla, foros en Galicia, "rabassas" en las zonas vitivinícolas de Cataluña, etc.- facilitaban la persistencia de focos latentes de conflictividad. En las regiones latifundistas, el campesinado sin tierra, que en general vivía en peores condiciones, adoptaba una actitud abiertamente reivindicativa, que buscaba en una reforma agraria radical el remedio a su sed de tierras y que se manifestó en estos años en esporádicos estallidos de protesta social y en una masiva afiliación al sindicalismo socialista y anarquista.

Todos estos problemas, algunos con una larga tradición, explican la conflictividad agraria durante la República mucho mejor que los factores de la coyuntura. Esta fue favorable, con alguna excepción, hasta el punto de que el crecimiento de la producción agraria se estima superior en el uno por ciento al de la Dictadura. La depresión mundial afectó a los minoritarios cultivos destinados a la exportación, como el aceite, el vino y la naranja, que sufrieron un estancamiento e incluso un retroceso en su producción, que no podía ser absorbida por el mercado interior, aunque las áreas de cultivo permanecieron invariables. En cambio, cereales y leguminosas, destinadas fundamentalmente al consumo interno, mantuvieron altas tasas de producción, y las relativamente flojas cosechas de 1931 y 1933 fueron compensadas, sobre todo en el trigo, por las excelentes de 1932 y 1934. Ello posibilitó que el mercado interno se mantuviera abastecido, pero influyó negativamente en la estabilidad de los precios.

Una de las cuestiones más polémicas de la situación agrícola fue, en efecto, la bajada de los precios, real, pero que los propietarios magnificaron en su propio beneficio. Sin una intervención eficaz del Estado, el mercado agrícola se vio sometido a fluctuaciones provocadas por la irregularidad de las cosechas, que los productores denunciaron eran causados por la acumulación de excedentes en los años de buena cosecha, por los intereses de los industriales harineros y por la subida de los salarios agrícolas. Tras la mala cosecha de 1931, el intento del Ministerio de Agricultura de mantener abastecido el mercado y abaratar los precios, autorizando la importación de casi tres millones de toneladas de trigo en la primavera de 1932, fue recibido como una agresión por los productores, acostumbrados a un tradicional proteccionismo estatal, pero permitió aflorar grandes cantidades de cereal, que de otro modo se hubieran ocultado para mantener los precios. Sin embargo, sólo en 1933, tras la buena cosecha del año anterior, bajaron los precios agrarios de un modo apreciable, unos siete puntos con relación al índice de 1928, para recuperarse en la campaña siguiente, coincidiendo con el inicio de una política interventora sostenida por parte de la Administración (Decreto de 20 de julio de 1934 y Ley de Autorizaciones de 27 de febrero de 1935). Por ello, la caída sostenida de la inversión empresarial puede atribuirse más a motivos derivados de la situación política o el miedo a la reforma agraria que a una auténtica recesión de la agricultura.