Comentario
El análisis de la evolución de la coyuntura y de sus efectos sobre las estructuras socioeconómicas del país es fundamental para comprender las orientaciones del proyecto reformista republicano y las consecuencias que su parcial fracaso acarreó al régimen. En este sentido, hace ya algunos años, X. M. Beiras trazó un panorama muy negativo de la España de los inicios de la década, que definía en cuatro notas:
- "Subdesarrollo, es decir, una situación histórica específica de atraso económico y social, en la que los rasgos de orden precapitalista impregnan la zona más extensa de la base económica y de la estructura social (...).
- Escasa potencia autónoma del sector capitalista de la economía, que no alcanza a ser un sector claramente dominante en el juego de intereses de clases, ni en los modos de organización de la base económica, ni se configura tampoco con arreglo a los modelos establecidos en los centros hegemónicos del capitalismo mundial (...).
- Heterogeneidad estructural interna de la economía española, tanto desde el punto de vista de los espacios como de los regímenes económicos (...).
- Concentración oligárquica del poder económico en un contexto socialmente atrasado y a un nivel de desarrollo de las fuerzas productivas muy inferior al correspondiente a una concentración de poder del tipo de un capitalismo en fase monopolista".
Subdesarrollo, debilidad, heterogeneidad y atraso en los procesos de concentración capitalista configurarían, pues, un marco estructural propicio para la interpretación de la crisis republicana. Pero, al margen de que conviene matizar esta visión con otras que señalan el papel de zonas industrializadas como el País Vasco o Cataluña, el peso del movimiento obrero y de la burguesía progresista, o el avance de determinados procesos de modernización social, es necesario tener presente que la economía española no se encontraba totalmente desprovista de conexiones con la internacional y que la vida de la República discurrió en paralelo con la crisis mundial iniciada en 1929, la más grave de las que hasta entonces habían afectado al sistema capitalista y que incidió negativamente en la estabilidad de muchas democracias parlamentarias. Es importante, pues, dilucidar si la ruptura social de los años treinta en España, que desembocó en la guerra civil, se debió básicamente a las causas estructurales arriba apuntadas o si, por el contrario, fueron decisivas las derivadas de la coyuntura. Y en este último supuesto, hasta qué punto la situación internacional de crisis afectó a la economía nacional.
Los primeros estudios sobre el tema pusieron de manifiesto que la crisis de 1929 había incidido menos en España que en otros países de su entorno, más ricos y, sobre todo, con un sector exterior más activo. Gracias a ello, tras un bache relativamente profundo entre 1931 y 1933, la recuperación se habría iniciado en este último año hasta alcanzar en 1935 unos niveles de renta y de producción sólo ligeramente inferiores a los previos al crack. Además, la crisis habría afectado a sectores económicos muy concretos, como la agricultura de exportación, la minería, la siderurgia y otros fundamentalmente vinculados al comercio exterior. Sería preciso, pues, buscar causas más complejas, como el problema de la propiedad agraria, la pobreza de dotaciones industriales, la insuficiencia de capitales o la inestabilidad del sistema político, para explicar la alta conflictividad social en un momento económico objetivamente más favorable que el de las democracias estables como Gran Bretaña o Estados Unidos.
Investigaciones posteriores han destacado, sin embargo, el impacto desestabilizador de la depresión durante el período 1931-1933, señalando el efecto negativo para la economía española de factores como la caída del comercio mundial, la disminución de las inversiones extranjeras y de los beneficios del capital español invertido en el exterior, las pérdidas del incipiente sector turístico y la merma de las remesas de dinero enviadas por los emigrantes, el costo de los esfuerzos por mantener el tipo de cotización de la peseta o la política de contención del gasto público defendida, y parcialmente realizada, por los sucesivos equipos de la Hacienda republicana. Por otro lado, no se puede ignorar la extremada desconfianza con que recibieron la llegada de la República y la actuación de los gobiernos reformistas del primer bienio, con participación socialista, los sectores empresariales y financieros. "A partir de abril de 1931 y hasta noviembre de 1933 -escribe J. Palafox- se produjo un espectacular deterioro de sus expectativas con consecuencias muy graves sobre la inversión y, a partir de ella, sobre la situación de la economía. Todos los indicadores de la inversión privada que pueden ser asociados a estos grupos muestran una clara tendencia negativa. Todos ellos denotan que la inversión sufrió un hundimiento espectacular hasta que la coalición republicano-socialista fue derrotada en las elecciones celebradas a finales de 1933".
Parece razonable, pues, atribuir a la contracción de la economía española un triple origen coyuntural: el contexto internacional depresivo, la renuncia del Estado a mantener la política expansiva asumida por la Dictadura y la desconfianza provocada en los medios capitalistas por la gestión gubernamental de la Conjunción republicano-socialista. En 1933, punto cenital de la recesión, se registraba una apreciable tasa de paro, favorecida además por la inversión de las tendencias de la migración exterior, y un descenso de la producción industrial y del comercio exterior. No obstante, estos factores macroeconómicos no parecen, pese a su evidencia, suficientes para inducir un cuadro de crisis social y política tan agudo como el que condujo a la guerra civil. Otros indicadores no son tan negativos, como la renta nacional, que sólo sufrió ligeras variaciones durante el quinquenio, los precios, que frente a las tendencias deflacionistas exteriores se mantuvieron en los niveles de la década anterior, o los salarios, que subieron en torno a una media del doce por ciento entre 1931 y 1933.
Pero, en el plano social, el estancamiento de la economía tuvo un efecto negativo sobre el empleo -efecto que se mantendría hasta la guerra- y sobre las relaciones laborales y, sobre todo, contribuyó a frustrar la política de redistribución de rentas que los trabajadores identificaban como la quintaesencia del régimen, y que hubiera precisado de una situación más favorable a la inversión en medidas sociales. No es casualidad que el momento más grave de la recesión coincidiera con la salida de los socialistas del Gobierno y con una radicalización creciente de sus bases, decepcionadas por la timidez y la discontinuidad de las reformas planteadas en el primer bienio.
La recuperación iniciada en 1934 coincidió con la llegada al Poder de una coalición de centro-derecha. Ello otorgó nuevas prioridades al gasto público, un tanto ajenas al reformismo social de la época anterior, y posibilitó un aumento de la presión patronal, sobre todo en el campo, donde la reforma agraria fue casi paralizada y los salarios reales disminuyeron. Por no hablar de los efectos del fracaso de la Revolución de Octubre de 1934, que prácticamente desarmó la acción reivindicativa de los sindicatos y facilitó la desaceleración del crecimiento de los salarios de los trabajadores. El planteamiento de estos elementos políticos, junto con la persistencia de la crisis del empleo, configuran en perspectiva un balance poco satisfactorio para las capas más desfavorecidas de la población en esta etapa de estabilización económica que fue el bienio radical-cedista.
La crisis afectó a los grupos sociales de un modo selectivo. El proletariado agrícola y determinados sectores del industrial fueron sin duda los más perjudicados, al igual que numerosos pequeños y medianos empresarios dedicados a la construcción, la agricultura de exportación, el textil, etc. El impacto sobre la burguesía y las clases medias, que tanto favoreció el ascenso del fascismo en otros países, se vio muy amortiguado en España por el mantenimiento de un elevado nivel de ocupación en estos grupos y por la favorable evolución de precios y salarios. El bache incidió también sobre los sectores económicamente más fuertes, como prueba la caída de la importación y matriculación de automóviles o de los depósitos en cuenta corriente y de los beneficios de la Banca. También la Bolsa se vio perjudicada entre 1931 y 1933, período en el que el índice de cotización de la renta variable descendió a la mitad. Pero ello parece más el fruto de la desconfianza ante la situación socio-política que de una real disminución de la capacidad económica de estos grupos, que estaban muy lejos de la angustiosa incertidumbre que padecían muchos trabajadores agrícolas e industriales, amenazados por el paro y la presión patronal. Evidencia de ello es que, a lo largo del lustro, los depósitos de ahorro y los beneficios empresariales crecieron en todos los ejercicios, las suspensiones de pagos, realmente escasas, sólo experimentaron incremento en 1931 y en 1934, y que las masivas emisiones de Deuda pública encontraron una excelente acogida entre un espectro muy amplio de inversores.
En resumen, la coyuntura económica, aunque menos desfavorable que la de otros países europeos, desempeñó un papel potenciador de las dificultades del régimen al agudizar las viejas tensiones estructurales y recortar los márgenes de actuación de la burguesía reformista. Cabe estimar, con Tuñón de Lara, que los nexos causales en la escalada de conflictos socio-políticos que conducen a la guerra civil, como la Revolución de Octubre de 1934 o la violenta primavera de 1936, no obedecen a "fenómenos económicos coyunturales, sino a fenómenos socioeconómicos estructurales y a fenómenos políticos coyunturales". Pero también hay que admitir que los efectos de una situación económica recesiva como la de los primeros años treinta contribuyó al aumento de la conflictividad social y a un creciente despego respecto al régimen republicano de significativos sectores de las capas populares, que en la primavera de 1931 habían figurado entre sus principales valedores.