Época: Estados Romano-germa
Inicio: Año 450
Fin: Año 711

Antecedente:
Estructuras sociopolíticas y administrativas



Comentario

Junto a la realeza, la otra fuerza sociopolítica determinante era la aristocracia. Los orígenes de esta aristocracia eran varios, hundiéndose tanto en las realidades germánicas como tardorromanas de la época de las invasiones. En la actualidad no es posible negar que las sociedades germánicas de la época de las invasiones tenían fundamentalmente una estructuración de tipo aristocrático, siendo su piedra angular esa soberanía doméstica a la que antes aludimos. Sin embargo, una aristocracia de sangre, gentilicia, una verdadera nobleza (Adel), sólo se puede testimoniar entre algunos pueblos.
Este sería el caso de la vieja nobleza vándala y sármata, prácticamente eliminada por Genserico al fracasar el complot urdido contra él en 442. Tal vez hay que considerar representantes de una nobleza de sangre a los "seniores gentis gothorum", que firmaron en el III Concilio de Toledo de 589, y desde luego no faltan testimonios de linajes nobles entre los godos. Si entre los burgundios su existencia es sólo hipotética, no parece que pueda ponerse en duda su presencia entre longobardos y anglosajones. Entre los últimos, sus representantes eran los numerosos linajes principescos de los siglos V y parte del VI, con antepasados míticos en el Continente, mientras que entre los longobardos se tiene constancia de la existencia de al menos tres linajes reales -Lithings, Gauses y Beleos , y de toda una serie de familias ducales. Estas noblezas se fortalecieron con las conquistas.

Pero aun en el caso de pueblos como el de los francos, en los que tal vez no sea posible atestiguar una nobleza germana primitiva, existían otras posibles bases para la constitución de tales aristocracias. Ya con anterioridad hemos señalado como un elemento básico de las sociedades de tipo germano, y de la misma realeza, la existencia de clientelas militares de hombres libres (Gefolge), de las cuales las más poderosas eran sin duda las dependientes de los reyes. Pues bien, los herederos de tales clientelas armadas se documentan en todas las monarquías de los siglos V-VII, con términos que evocan su primitiva emanación de una fundamental soberanía doméstica: antrustiones francos, gardingos visigodos, gasindos lombardos y gesiths anglosajanes. Con la constitución de los nuevos Estados y el monstruoso enriquecimiento de los reyes en patrimonios fundiarios se hizo normal la retribución de los servicios armados de esos clientes o compañeros mediante entrega de tierras.

Por su parte, ya hemos visto que, salvo contadas excepciones -longobardos y vándalos, como consecuencia de las especiales circunstancias de sus respectivas invasiones (arrianismo militante y fidelidad senatorial al Imperio)-, la vieja y poderosísima nobleza senatorial tardorromana logró mantener sus antiguos privilegios socioeconómicos y aun reforzarlos, gracias a un mayor intervencionismo político en las nuevas monarquías. Stroheker ha demostrado que, a lo largo del siglo V, en los territorios situados al sur del Loira, se mantuvieron, en lo esencial, los antiguos linajes senatoriales del siglo IV, aumentados con los emigrantes de las áreas más septentrionales. Estos linajes junto con los principales de las antiguas curias, monopolizadores prácticamente de todas las sedes episcopales, no hicieron sino aumentar su influencia y poder, primero en el Reino visigodo de Tolosa y luego entre los francos. Los numerosos concilios de la Iglesia gala -nueve entre 511 y 626- se constituyeron en una especie de participación política de poderosísimos epígonos senatoriales, tal y como lo fue, en cierta medida, el de Agde, en 506, frustrado por la catástrofe goda de Vouillé. Estos linajes senatoriales galos, andando el tiempo, se convertirían, entre otras cosas, en el elemento portante del particularismo aquitano. En la Península Ibérica, los epígonos senatoriales y los principales de las más importantes ciudades no sólo serían capaces de superar la tormenta del siglo V, sino también de fortalecer sus posiciones socioeconómicas en los años de crisis del poder central, entre el fin del Imperio de Occidente y Leovigildo. Los senadores, dueños de grandes patrimonios fundiarios y monopolizadores de los episcopados, entraron muy pronto a formar parte en los puestos clave del Estado visigodo, sobre todo tras la conversión de Recaredo en 589.

Sin embargo, es indudable que estas poderosas aristocracias tenían necesariamente que entrar en conflicto con la realeza. El núcleo de este conflicto habría de constituirlo la lucha por el control de las dos fuentes esenciales del poder económico, social y político en aquella época: la gran propiedad fundiaria y los hombres dotados de capacidad militar. Lo segundo se conseguiría por medio de unos cauces institucionales que desembocaron, ya en época carolingia, en el régimen feudovasallático.

Estos cauces institucionales, muy semejantes para todo Occidente, se formaron a partir de precedentes germanos y tardorromanos. Ya hemos tratado de los primeros al señalar la importancia de los séquitos de semilibres y de las clientelas armadas dentro del ámbito general de la soberanía doméstica. Convendría, pues, que ahora nos refiriésemos brevemente a los segundos. Más adelante veremos cómo la institución del patrocinium había permitido a la gran aristocracia senatorial imponer lazos de dependencia al numeroso campesinado libre mediante la práctica de la encomendación. Pues bien, a finales del siglo IV dichas relaciones de patrocinio habían funcionado a unos niveles sociales diferentes, con consecuencias enormemente importantes en el discurso político. Una práctica tardorromana, seguida por la gran aristocracia senatorial, había sido recibir bajo su patrocinio a bandas de soldados, a quienes mantenían y armaban a cambio de sus servicios de policía o en las luchas privadas. A pesar de las numerosas prohibiciones, el poder imperial había sido incapaz de erradicar tales prácticas. Las nuevas condiciones creadas por las grandes invasiones en el siglo V, con una inseguridad creciente y una quiebra del poder central, no habrían sino favorecido su extensión y arraigo, máxime si se piensa que los germanos invasores contaban con realidades sociopolíticas muy semejantes a los bucelarios o soldados privados. Significativamente, el primer Estado germano constituido, el de los visigodos de Tolosa, no sólo legalizó el bucelariato, sino que reglamentó que el patrono tenía que entregar a los bucelarios una cierta cantidad de tierra a título condicional, pero heredable en el caso de que su hijo siguiese prestando los mismos servicios de armas. Resulta indudable que en las cambiantes circunstancias políticas de los nuevos Estados de Occidente este tipo de clientelas armadas había de constituirse en un poderoso factor de movilidad social, y más concretamente de ennoblecimiento; puesto que en las frecuentes luchas por el trono, o rebeliones, estos clientes armados desempeñaban un papel esencial.

Finalmente, el conflicto entre la aristocracia y los reyes por dominar ambas fuentes de poder y riqueza sería tanto más agudo al ser éstas cada vez más independientes. El proceso creciente de señorialización en la gran propiedad y la cada vez mayor debilidad de los intercambios comerciales especializados y con base en la moneda, convertían la tierra, con su correspondiente fuerza de trabajo humana, en la principal y casi única fuente de riqueza tanto para la aristocracia como para la realeza; y esta tierra era la única fuente de riqueza capaz de mantener a las clientelas romanas, fundamentales en la obtención del poder político necesario para aumentar la riqueza fundiaria. Por ello se comprende que si en los siglos V y VI la posesión del llamado tesoro regio de base metálica aún constituía una piedra de toque de las luchas por el trono en los nuevos Estados occidentales, posteriormente desapareció de escena en beneficio de la tierra y de las clientelas armadas. Esta mutación permite comprender, entre otras cosas, el progresivo abandono por los nuevos Estados del sistema fiscal tardorromano -basado en los impuestos directos y en la tasación- y los cambios en el reclutamiento militar a los que nos referiremos seguidamente. No obstante, dado que las bases socioeconómicas y políticas de partida, así como las circunstancias concretas de su génesis, fueron diferentes para los distintos reinos romano-germanos, también lo fueron la evolución y los resultados finales de tal conflicto aristocracia/realeza.

Fue en el caso anglosajón donde la constitución de unas relaciones de índole protofeudal sería más débil. La importancia de las clientelas armadas entre los anglosajones invasores se reflejaría en la existencia de numerosos lazos de dependencia de tipo personal en los niveles superiores de la sociedad. Los grandes miembros de la aristocracia, que poseían importantes patrimonios fundiarios con residencias fortificadas (burth) denominados hlafords, mantenían a numerosos clientes de carácter militar, que recibían el nombre de geneats o gesith. Los clientes del soberano obtenían también con frecuencia funciones de gobierno, y de este modo veían aumentado su poder social y económico, ya que podían apropiarse de una porción de las rentas reales. Pero aún se reconocía la posibilidad a los clientes militares de abandonar a su señor, y la recompensa por sus servicios no siempre fue en forma de tierras, y en el caso de serlo se trataba de verdaderas donaciones. En definitiva, imprecisión en la terminología y laxitud de los lazos vasalláticos por un lado, e inexistencia de verdaderos feudos, por el otro, es lo que impide hablar de verdaderas relaciones protofeudales. Además, frente a las dependencias de tipo protovasallático, en la Inglaterra de aquellos siglos siguieron teniendo plena fuerza las antiguas solidaridades de linaje, propias de un estadio gentilicio. Y ante las aspiraciones de los nobles, los reyes anglosajones contaron con fuertes aliados. La solidez de las comunidades aldeanas libres era un freno al desarrollo de la gran propiedad señorial, y permitió al soberano contar con recursos económicos por vía fiscal y, sobre todo, con una fuerza militar independiente de la nobleza y sus clientelas. De esta manera se explica que los soberanos pudiesen siempre exigir ciertas prestaciones de carácter público en las tierras de los nobles.

La situación en el Reino longobardo fue ciertamente más compleja. El proceso de invasión había enriquecido y dado gran autonomía a los linajes aristocráticos, representados por los duques. Pero cuando se produjo la restauración de la monarquía con Autarito (584-590), los duques se vieron obligados a desprenderse de la mitad de sus posesiones o rentas para formar el nuevo patrimonio regio. A lo largo del siglo VII, el patrimonio real aumentó con las conquistas alcanzadas sobre los bizantinos en Emilia y Liguria, y con la conquista del trono por el poderoso duque de Benovento, Grimoaldo (662-671). El aumento del patrimonio regio permitió a la realeza constituir una nobleza de servicio a partir de sus clientes personales, los gastaldos, a los que fueron confiadas importantes funciones de gobierno.

Además, el estado continuo de guerra había propiciado la formación de un poderoso grupo de soldados-campesinos libres a disposición del soberano. Pero por otro lado, en la Italia longobarda se generalizó a lo largo del siglo VII, la práctica de entregar a los diversos funcionarios una cierta cantidad de tierras reales, las cuales se veían además disminuidas por las donaciones hechas a la Iglesia tras la conversión al catolicismo. Por su parte, los nobles longobardos tenían sus propias clientelas militares de gastaldos; no obstante, la imprecisión de los lazos de dependencia y la variedad de los tipos de recompensa impiden hablar de una jerarquía feudal coherente.

La asamblea de guerreros hasta entonces dotada de una gran autoridad y poder, a lo largo del siglo VII fue dejando de actuar; su lugar en la elección real y en la elaboración de leyes fue ocupado por una asamblea nobiliaria. Ésta, compuesta al principio por los duques y gastaldos, en el siglo VIII se amplió a los oficiales de la corte, a los obispos y a algunos abades. Significativamente, una constitución de Liutprando atribuye al noble (primus) una valoración (Wergeld) doble a la del simple libre.

La evolución de la Galia franca en su primera etapa fue parecida en cierto modo a la evolución longobarda; después se precipitó por unas vías claramente prefeudales. Parece indudable que hasta finales del tercer cuarto del siglo VI, los reyes merovingios gozaron de una autoridad y un poder bastante ilimitados, amparados en la posesión de patrimonios fundiarios muy numerosos y en los restos de la fiscalidad tardorromana. Frente a ellos, sólo un poder podía ofrecerles cierta resistencia: el de los francos libres organizados en asamblea militar. El esplendor de la monarquía benefició cada vez más a una nueva aristocracia de servicio: la de los antrustiones o clientes militares del soberano, quienes, al lograr crearse importantes patrimonios fundiarios en las zonas situadas al norte del Loira, se constituyeron en una nueva aristocracia fundiaria sobre un territorio abandonado con anterioridad por la nobleza senatorial tardorromana. Portadores de un particular modo de vida de polarización militar, en otros muchos aspectos iniciaron un acercamiento a la vieja nobleza senatorial galorromana, muy fuerte al sur del Loira, la cual ya había dado en el año 548 síntomas de oposición a la realeza.

Entre finales del siglo VI y principios del VII, la simbiosis y unidad de acción de ambas aristocracias quedaron completadas y selladas, y se constituyó así una verdadera nobleza de sangre (nobiles, maiores natu). Monopolizadora de los altos puestos de la administración laica y eclesiástica y poseedora de sus propias clientelas armadas, esta nueva nobleza fue capaz de oponerse a la realeza y supo aprovecharse sobre todo de la gran crisis dinástica y de la guerra civil de finales del siglo VI, con sus subsiguientes minorías reales. Los reyes se vieron obligados cada vez más a realizar amputaciones graves de su patrimonio fundiario, ya que entregaban parte de sus tierras a la nobleza en forma de donaciones o, cada vez con más frecuencia, de concesiones condicionales a título beneficial -ya presentes en el pacto de Andelot, de 587- para sus fideles. Todas estas tierras, al ser fiscos reales, fueron transmitidas con el beneficio de la inmunidad. Al calor de sus poderes públicos, estos nobles pudieron aumentar la presión sobre los campesinos libres mediante el proceso de señorialización, así como acrecentar el número de sus clientes militares, para los que desde finales del siglo VII se fue imponiendo como denominación el antiguo término céltico de vassus. Esta poderosa aristocracia fue capaz también de imponer a los reyes del siglo VII -incluso a Clotario II o Dagoberto I-, la permanencia de tales concesiones fundiarias, la obligación de elegir condes entre las grandes familias del condado, la conservación de los agrupamientos particularistas cristalizados en los Teilreicher de la monarquía (Austrasia, Neustria y Borgoña), así como el carácter electivo del rey por los nobles.

A finales del siglo VII el verdadero juego político se desarrollaba entre los grandes agrupamientos nobiliarios, formados por lazos de dependencia personales de grado diverso y nucleados en torno a sus jefes naturales, los mayordomos de palacio de Austrasia y Neustria. Significativamente, el antiguo ejército de la época de los primeros merovingios, formado por francos libres y por antrustiones regios principalmente, pasó a estar constituido a partir de mediados del siglo VII, en su gran mayoría, por los magnates rodeados de sus clientes particulares, armados y recompensados por ellos mismos.

Pero si al prefeudalismo franco le faltó en última instancia uniformidad de procedimientos y reconocimiento constitucional de las relaciones feudovasalláticas en un sistema jerárquico estable, un paso más en este sentido -tal vez ya decisivo- se dio en el Reino visigodo de Toledo. Las condiciones históricas en que se constituyó el reino hicieron que desde un principio, frente a la realeza, existiese un fuerte grupo de nobles tanto de origen germano como senatorial tardorromano. A pesar de los esfuerzos centralizadores y de reforzamiento del poder real realizados por Leovigildo, el poder de dicha nobleza fue en aumento. La conversión al catolicismo, en 589, de su hijo Recaredo (586-601) no hizo sino sancionar la plena unidad entre la antigua nobleza goda y la tardorromana, al tiempo que favorecía el crecimiento del poder socioeconómico e influencia política de la Iglesia. De tal forma que, si observamos las capas superiores de la sociedad visigoda en la segunda mitad del siglo VII, se puede fácilmente comprobar la formación de una verdadera jerarquía vasallática, en cuya cúspide se encontraba situado el soberano. Por debajo de éste se colocaban los potentes, entre ellos los altos funcionarios de la administración (duces y comites), los obispos, los dignatarios palatinos de menor rango (gardingos) y los simplemente grandes propietarios fundiarios; aunque desde mediados del siglo VII se observa una tendencia a hacer coincidir a la nobleza con todos aquellos que ocupaban alguna dignidad o puesto palatino y formaban la llamada aula regia.

Tanto la riqueza fundiaria como el desempeño de un alto cargo de gobierno posibilitaban a sus detentadores la ampliación del numero de personas que podían encontrarse bajo su patrocinio, al poder concederles propiedades fundiarias a título condicional -sub o causa stipendii- con la obligación de prestar leal obediencia y servicio, por lo general armado. Entre estas personas que podían formar parte de dichas relaciones de patrocinio se encontraban otros poderosos locales, aunque inferiores, con sus propias clientelas o relaciones de patrocinio. Así, mientras el rey se convirtió en el patrono de sus dignatarios palatinos -denominados de esta forma fideles regis-, éstos a su vez tenían en relación de dependencia a otros nobles de rango inferior o a simples ingenuos (bucelarios). Además, estas mismas relaciones de patrocinio se daban en el seno de la muy poderosa Iglesia visigoda. En su cúspide se encontraban los obispos, que habían alcanzado -al menos desde 633- amplias inmunidades fiscales y judiciales para las propiedades eclesiásticas. Las consecuencias sociales y políticas de la constitución de tal estructura protofeudal fueron de enorme consideración. Ya hemos señalado la profunda señorialización de la gran propiedad y la presión aristocrática sobre el campesinado dependiente.

Por otro lado, a pesar de los enérgicos esfuerzos de ciertos soberanos por fortalecer el poder central, la realeza, víctima de las continuas usurpaciones y conjuras por el trono, tuvo que ceder a las principales exigencias de la nobleza: aumento de las entregas de patrimonio de la Corona a la nobleza mediante donaciones o concesiones beneficiarias, estabilidad de los lazos de dependencia entre el rey y los nobles y de las concomitantes concesiones beneficiarias (636 y 683), y establecimiento de una especie de inmunidad o habeas corpus para los miembros de la alta nobleza frente a las decisiones reales arbitrarias (683). Por último, la nobleza consiguió imponer el criterio electivo en la sucesión real en el seno de la propia nobleza laica y eclesiástica y la constitución de un órgano colegial, los concilios generales, de los obispos y los miembros de la nobleza palatina, como alto tribunal de justicia y como asamblea legisladora y consultiva en asuntos de alta política. El establecimiento de esta estructura protofeudal en el Estado visigodo obligó, desde mediados del siglo VII, a un abandono de la antigua fiscalidad de tipo tardorromano, a la constitución de un ejército compuesto por nobles y sus clientelas armadas privadas -leyes militares de Wamba y Ervigio- y al establecimiento de poderosos mandos provinciales muy autónomos y con tendencia a hacer heredables los ducados. Estos últimos hechos, unidos a las irreductibles disputas en el seno de los varios agrupamientos nobiliarios por conseguir la supremacía y al anacronismo representado por una institución real de tipo protobizantino, encaminaban al Estado visigodo, a principios del siglo VIII, hacia su disolución en principados territoriales dominados por agrupaciones nobiliarias particularistas. Esta evolución sería, sin embargo, interrumpida bruscamente por la invasión islámica de 711.