Época: Cristianismo
Inicio: Año 500
Fin: Año 1500




Comentario

Una de las mejores maneras de escapar de la violencia implícita en la vida altomedieval será el ingreso en un monasterio, verdadero espacio de paz y tranquilidad donde la búsqueda de Dios se convertía en el principal objetivo. Las primeras reglas monásticas que se establecen en la Galia se remontan al siglo V, recordando en algunos aspectos a los eremitas que habían abundado en los primeros años del cristianismo. Este fenómeno del eremitismo también se desarrollará en esta época, algo extraño en unos momentos donde la comunidad era la única defensa del individuo. Los profundos bosques o las montañas servirán de refugio a numerosos eremitas que abandonan el mundo para buscar a Dios. Se considera que en la Galia septentrional hubo unos 350 eremitas a lo largo de los siglos V y XI. Se manifestaron tres oleadas de eremitas, produciéndose la primera en el siglo V y la segunda en los siglos VI y VII. Después se entró en una etapa de crisis, motivada por la regulación de la práctica eremita a través de la legislación carolingia, permitiendo establecerse sólo a unas cuantas personas. De esta manera, se limitó el movimiento hasta la tercera oleada, que se produce tras el año 850. Curiosamente si en los anteriores fenómenos eremitas eran gentes del pueblo y mujeres quienes se retiraban, la tercera oleada la integrarán mayoritariamente nobles y varones. Se necesitaba de una personalidad fuerte para aguantar la vida de eremita, alimentándose de hierbas, raíces, pan seco, bebiendo agua empantanada y viviendo en pequeñas cabañas construidas de ramas donde no había nada. De esta manera sanaban su cuerpo y su alma para encontrarse con Dios, aunque no estaban exentos de la violencia que definía a la sociedad altomedieval. Muchos fueron los eremitas asesinados, posiblemente porque para algunas sociedades eran considerados también fuera de la ley, lo que permitía su asesinato.
Como decíamos, estas reglas monásticas mantenían cierto aire eremítico hasta que san Columbano unificó las reglas antiguas con la de san Benito de Nursia, recogiendo las palabras del propio san Benito para quien "el monasterio ha de construirse de tal manera que todo lo necesario, es decir, el agua, el molino, el jardín y los diversos oficios, radique en su interior, de suerte que los monjes no se vean obligados a andar fuera de acá para allá, porque esto no es bueno para sus almas". Desde el año 817 se multiplican los monasterios por las tierras francas, verdaderos micro-organismos donde es posible encontrar a Dios y a uno mismo. Pero estas comunidades no estaban aisladas del mundo que las rodeaba, ya que permitían el contacto de huéspedes, peregrinos y novicios. San Benito consideró que la comunidad debía de estar dirigida por un padre o abad -abba significa padre en arameo- que vigila a sus hijos y les guía en la espiritualidad, la humildad y el silencio. El abad de Corbie, Adalhardo, establece que la comunidad no debe aumentar de 400 personas, incluyendo a los sirvientes laicos, con el fin de evitar caer en el anonimato.

Al acceder a la comunidad se abandona el mundo al aceptar los votos de castidad, pobreza y obediencia. Cuando el monje había aprendido a leer y escribir y había memorizado los 150 salmos se le permitía entrar en meditación. Era obligatorio recitar el salterio cada semana de manera cantada. La regla benedictina introdujo una novedad respecto al modo de vida romano al plantear la máxima "ora et labora", rompiendo así con la ociosidad que definía a la sociedad romana cultivada. Para san Benito "la ociosidad es la enemiga del alma (...) Los hermanos han de hallarse ocupados en tiempos determinados con el trabajo manual y dedicados en horas también a la lectura divina". De esta manera se alcanzará el equilibrio. Eran frecuentes entre los monjes las lecturas en común, durante las comidas o incluso en el trabajo. San Benito también estableció las horas diarias de lectura de los habitantes del monasterio: desde Pascua al 11 de noviembre, dos horas de lectura, y en invierno se aumentaba a tres horas. En la siesta estaba permitido leer "con tal que no moleste a nadie" ya que la lectura casi siempre se hacía en voz alta. Los domingos de Cuaresma están dedicados íntegramente a la lectura. Dos ancianos vigilaban durante las horas de lectura a aquellos monjes inclinados a la charla o a la holgazanería, mientras que si alguien continuaba la lectura por la noche se le proporcionaba un lugar iluminado.

La regla benedictina hace referencia a "que el monje le prohíba hablar a su lengua, y que, guardando silencio, aguarde para hablar a que se le interrogue". De esta manera el silencio debía permitir el cultivo del interior, acercándose así a Dios.

La soledad del monje se reafirma en uno de los oficios más característico del monasterio: el escriba. En los últimos años del Imperio Romano se abandona el papiro para adaptar el codex, libro en pergamino que era escrito por estos monjes escribas. Su trabajo era fatigoso, quejándose algunos del frío que pasan en el "scriptorium" o de cómo se helaba la tinta con la que escribían. El escriba en primer lugar preparaba las líneas y los márgenes gracias a una punta seca para después realizar su labor con una cañita o una pluma de ave, iluminando el libro que se colocaba sobre sus rodillas o sobre una mesa o pupitre. Cuando se reunían varios escribas no podían hablar a fin de mantener la concentración. En la elaboración del libro también trabajaban correctores, pintores, iluminadores y encuadernadores, desempeñando una labor crucial para el mantenimiento de la cultura antigua. La dureza del trabajo la resumen a la perfección las palabras de un iluminador: "oscurece la vista, le encorva a uno, hunde el pecho y el vientre, perjudica a los riñones. (...) Por eso, lector, vuelve con dulzura sus páginas y no pongas los dedos sobre las letras". Una Biblia llevaba un año de trabajo y se necesitaba la piel de un cordero para cada cuatro folios, encareciéndose el libro con la riqueza de los trabajos de su cubierta, frecuentemente adornada con piedras preciosas y esmaltes.