Época: Judaísmo
Inicio: Año 332 A. C.
Fin: Año 37 D.C.

Siguientes:
La diáspora helenística



Comentario

Hijo de Filipo II de Macedonia y heredero del trono en 336 a.C., lo que le deja como soberano de su pueblo y hegemón de los griegos, no necesitó Alejandro sino pocos meses para idear y poner en práctica una expedición al Asia y ver de asestar un golpe en su propia carne al hasta entonces todopoderoso imperio de los persas. Antes de que terminara el 335 estaba ya fijada la marcha sobre Asia para la primavera del 334 a.C. En poco tiempo fueron arrancados al persa las ciudades griegas de Jonia y el resto de Asia Menor, avance espectacular entre el doble paréntesis que constituyen las batallas del Gránico y de Iso con que se abre y se cierra. Las ciudades de Fenicia se sometieron sin problemas, unas de grado y otras por miedo o por simple realismo; los argumentos de Alejandro eran contundentes. La única excepción la protagonizó Tiro, que jugó a la independencia y le tocó sufrir nueve meses de asedio para acabar vencida. La caída del único símbolo de resistencia dejaba Palestina sentenciada, una vez que el ejército greco-macedónico se dirigió hacia el sur, camino de Egipto, en vez de hacerlo hacia el corazón del imperio. Dos veces pasó Alejandro por la tierra de Israel, cuando bajó al país del Nilo y al regreso. Prueba de la rapidez de la expedición es que, a pesar de los nueve meses de paralización ante Tiro, los invasores estaban en Egipto ya en 332. Naturalmente, el territorio palestino queda bajo el control de los nuevos dueños.
Es de señalar que los judíos y -no tanto- los samaritanos acogieron a los conquistadores pacíficamente, sin apenas excepción. Seguramente Alejandro no inspiraba temores de más dura servidumbre, e incluso quizá permitiera abrigar esperanzas de mejora. Gaza resistió dos meses, es cierto, y los samaritanos obligaron a Alejandro, al regreso de Egipto, a sofocar una revuelta, en la que fue quemado vivo el gobernador macedonio, lo que valió a los insumisos un severo castigo. Dice Flavio Josefo que, como consecuencia de los hechos, Alejandro entregó Samaria a los judíos; tal vez la realidad fuera la incorporación samaritana al distrito controlado por el gobernador macedonio de Judea.

El trato dispensado a los judíos -Jerusalén abrió sus puertas al conquistador- fue indudablemente mejor que el recibido por los samaritanos, y que la reacción de unos y otros no fuera idéntica se explica por la enemistad que de tiempo atrás les enfrentaba. Hubo judíos que sirvieron como mercenarios de Alejandro y otros se asentaron en la recién fundada ciudad de Alejandría, en el Delta; y esta colonia judía es de primera época, pues estaba instalada en pleno núcleo antiguo, lo que hace verosímil que fuera incluso fundacional. Alejandro concedió plenitud de derechos a los judíos alejandrinos, la comunidad más privilegiada y pujante de cuantas existirían en la diáspora helenística y, posteriormente, romana.

En el año 331 ya estaba Alejandro posesionado de Asia Menor, Fenicia, Palestina y Egipto, de donde se tituló faraón, y amenazando muy seriamente al Imperio persa en puntos vitales. Antes de que acabara el año, había vuelto a Tiro; por Damasco subiría a Tapsaco y cruzaría el Eufrates; daría, y ganaría, la fundamental batalla de Gaugamela; entraría en Babilonia y en Susa, y llegaría a las dos grandes ciudades persas vecinas, Persépolis y Pasargada. Ahora sí que había herido, y con la rapidez de un rayo, al gran Imperio oriental. Ni quedaban esperanzas para los persas, ni había la menor posibilidad de que se modificara la situación de Palestina y los demás israelitas de retaguardia; y al menos los judíos no tenían razón ninguna para sentirlo, no tanto por lo mal que lo hubieran pasado bajo el dominio aqueménida, no demasiado, cuanto por lo que se prometían y estaban ya recibiendo de los greco-macedónicos.

Alejandro murió pronto y su descomunal e inviable imperio no pudo sobrevivirle. Varios de sus generales se repartieron la herencia un tanto traumáticamente y se constituyeron diversos reinos independientes, todos helenizados, que tras dificultades y enfrentamientos acabarían por cristalizar en un mapa complejo y cambiante. Correspondió Egipto al general Ptolomeo, hijo de Lago, quien iniciaría aquí la larga dinastía Lágida que por casi tres siglos controló el país del Nilo a través de la sucesión de doce Ptolomeos y siete Cleopatras, la última de las cuales es la famosa que coquetearía con los romanos y protagonizaría el fin del reino helenístico de Egipto. Al territorio de estos Lágidas correspondería Palestina por algo más de un siglo, a pesar de que otros dos reinos vecinos, el de los Antigónidas de Macedonia y el de los Seléucidas de Siria, tuvieran sus particulares pretensiones.

No corrieron mal las cosas para los judíos con el dominador que les cupo en suerte. Los Ptolomeos respetaron intereses, derechos y privilegios, y en Israel hubo continuidad en los modos de vida y autonomía religiosa plena. Decir que también paz tendría un poco de exagerado. En esta época la estructuración sacerdotal del Templo era ya un hecho y el culto jerosolimitano comienza a ganar poder de atracción, no sólo entre los judíos del entorno, sino en otras regiones palestinas, Galilea por ejemplo, y en la dispersión. Es importante esto último, pues Jerusalén viene a ser el centro de una diáspora que está sembrando ya el mundo próximo-oriental y mediterráneo, de habla griega, en proporciones que harán muy pronto superior el número de los desperdigados que el de los habitantes en la propia tierra de Israel. Innecesario es decir que la más activa de las comunidades dispersas era la de Alejandría.

Durante el control de Palestina por los griegos de Egipto se va dejando sentir la impregnación en la zona de aspectos culturales, ideológicos y comportamentales helenísticos, sin excesivo atentado en principio a la identidad del judaísmo y de las comunidades del Libro; aunque sectores puristas, los hasidim, se mostraron intransigentes ante las novedades de ambiente y se apegaron fanáticamente a las viejas tradiciones hasta en lo más externo y formal. La helenización fue todavía más fácil en la dispersión. Tanto es así, que muy pronto se advierte la necesidad de contar con traducción griega de la Ley y los demás escritos bíblicos, y aun algunos textos de la Escritura, tardíos, se redactan directamente en griego, y no entramos en la cuestión de los cánones judíos, su diversidad y lo que comprenden y rechazan. La primera traducción griega del Antiguo Testamento es la llamada de los Setenta y surge en el Egipto de la primera parte del siglo II a.C., aunque quizá sea legendaria la participación indirecta en la empresa por parte de Ptolomeo II Filadelfo, de que nos da noticia una carta del pseudo-Aristeas a Filócrates, fechable en el siglo II a.C.

No importan aquí problemas como la unitariedad o no de la versión de los Setenta, sus revisiones y si es traducción, como normalmente decimos, o targúm, como algunos autores pretenden. Lo importante es lo que significa de helenización en las comunidades judías dispersas, que por lo general, salvo las contadas sinagogas hebreas conocidas, tendrán por lengua de uso no otra que la griega de la koiné helenística. Pero hay algo que señalar: este baño cultural externo no fue suficiente para evitar que en algún lugar, como Egipto, todavía en el siglo II a.C., surgiera un nuevo género literario sin precedentes, el escrito antisemítico.

Si los judíos palestinenses no tuvieron tanta paz cuanta deseaban y necesitaban, fue porque las discordias entre Siria y Egipto los tomaron al medio y su tierra fue no pocas veces campo de batalla. Precisamente era ese territorio interpuesto lo que ambas potencias se disputaban. Las cuatro guerras sirias de los egipcios, dos llevadas por Ptolomeo II Filadelfo, la tercera por Ptolomeo III Evérgetes y la cuarta por Ptolomeo IV Filopator, constituyen la sucesión de sacudidas que tocó soportar durante largos decenios a los sufridos pobladores de Palestina. Se comprende que, pese a la benevolencia ptolemaica, los judíos esperan un cambio de situación que les librara de una guerra en la que se dirimían intereses ajenos, pero que les afectaba más que a nadie. De ahí que pudieran producirse reacciones como las del sumo sacerdote Onías II, quien con motivo de la tercera guerra siria, negó la satisfacción de los tributos debidos, clara forma de resistir al dominio insuficiente de Ptolomeo III.

La infidelidad del sumo sacerdote elevó a un primer plano a la familia de los Tobíadas, uno de cuyos miembros, José, recibió el encargo de atender el cobro de tributos y velar por los intereses del reino lágida; pero la política de este personaje no sólo fue provechosa para quien le nombró y, generosamente, para él mismo, sino que tuvo menos felices consecuencias en lo social, provocando distancias y suscitando resentimientos. Dentro de la propia familia Tobíada surgieron tensiones y desavenencias, en especial entre el propio José y su hijo Hircano, heredero en el favor de Ptolomeo IV. Por unas cosas y otras, Palestina estaba descontenta, dividida e incluso preparada para un cambio de dueño, que muchos estaban deseando.

A la muerte de Ptolomeo IV Filopator, en 204 a.C., subió al trono real egipcio un hijo de muy corta edad, Ptolomeo V Epífanes, a quien sus particulares circunstancias hacían incapaz de afrontar las debilidades del reino y las apetencias enemigas. Era el momento justo para que Antioco III de Siria intentara la anexión de Palestina, empresa en la que su país y él mismo habían fracasado tantas veces. En el año 201 era ya Antioco dueño de la tierra de Israel, y los intentos egipcios por recuperarla fracasaron del todo, a pesar de los medios que la camarilla regente aplicaron a las expediciones y de que confirieron el mando al griego Escopas, el más reputado de sus generales.

Mientras esta Palestina rendida a los Seléucidas estuvo entre dos frentes -Egipto mantenía la Siria occidental- hubo posibilidades de vuelta a la anterior situación. Cuando en 198 los sirios arrebatan todas sus posesiones asiáticas a los egipcios, la suerte de la tierra de Israel estuvo echada como parte del gran imperio de los Seléucidas. En estos años de enfrentamientos los judíos, por cuyo control se disputaba, quedaron escindidos en dos bandos irreconciliables, favorables a cada uno de ambos estados en lucha; deducción que es legítimo hacer de la situación previa e información explícita en tal sentido que nos aporta una traducción recogida por San Jerónimo. Sin embargo, todo hace pensar que la mayoría estaba a favor del nuevo dominador. Escribe Flavio Josefo (Antigüedades Judías, XII, 3) que los sirios trataron a los judíos con gran deferencia por las pruebas de fidelidad que le dieron en la guerra y por el valor que demostraron, y en el decreto que líneas abajo atribuye al rey Antioco III insiste en la buena acogida dispensada a los ejércitos sirios y el concurso material incluso que brindaron contra las guarniciones egipcias.

Realmente no se vieron los judíos palestinos defraudados por el cambio. Antioco se mostró benevolente y agradecido. Facilitó el regreso de los fugitivos; declaró la exención tributaria de Jerusalén por tres años y la reducción definitiva de los impuestos en un tercio; repuso en la libertad y bienes a las familias que habían quedado reducidas a esclavitud; reafirmó el estatuto de privilegios; reparó el Templo con subsidio estatal, facilidades y exención de portazgos y peajes para los materiales de importación, y contribuyó generosamente en dinero y especie a la reanudación del culto sacrificial. Y las simpatías de Antioco III por los judíos no se limitaron, según sabemos, a los que habitaban Palestina, sino que se extendió también a los de la dispersión.

Desde hacía no poco tiempo mantenía Antioco relaciones estrechas con Filipo V de Macedonia, amistad de la que se había beneficiado en sus guerras contra Egipto. Los dos aliados acabaron enfrentándose a la gran potencia occidental que era Roma, y eso fue el principio del final personal del capaz monarca seléucida: embarcado en una serie de campañas, humillado en Apamea por los romanos, mermado territorialmente su imperio, sumido en problemas financieros y envuelto en tensiones intestinas, acabó asesinado, víctima de una situación calamitosa que no había podido evitar y en parte había propiciado. Sólo muy indirectamente afectaron a los judíos de Palestina estas desdichas mientras Antioco vivió. Los problemas para ellos eran los cotidianos y los derivados de las intrigas y conflictos de intereses de las dos familias preeminentes que ya vimos compitiendo en la etapa ptolemaica: la de los Tobíadas y la de los Oníadas.

Su irreductibilidad continuaba, provocando continuos conflictos. Cuando la crisis siria llega directamente a Palestina, reina ya Seleuco IV Filopator, quien, respetuoso como su padre con los privilegios judios, no pudo evitar sin embargo la tentación de meter mano en los tesoros del Templo, agobiado por la obligación de satisfacer a Roma la indemnización de guerra estipulada por la derrota de Antioco III y por la retención de su joven hermano Antioco, rehén en poder de los romanos como garantía de pago. Gracias a la intervención del sumo sacerdote Onías III se evitó in extremis el expolio del templo, lo que narra un tanto colorista y teofánicamente 2 Macabeos, 3, 1-40.

Una joya, el mencionado príncipe Antioco, rehén en manos de Roma. Había sido ya liberado cuando murió asesinado Seleuco, lo que le puso fácil acceso a la corona vacante. Con él comienza una nueva etapa para los judíos súbditos de Siria, especialmente los de Palestina, pues su reinado se caracteriza por un cambio radical en la política seguida a su respecto, ya que lejos de respetar las peculiaridades israelitas, en especial las religiosas, intentó por todos los medios, incluso los violentos, someterles a los modos de vida griegos, asistido por Jasón, miembro traidor de la familia Oníada, que se había hecho nombrar sumo sacerdote en lugar de Onías III. Empieza ahora un proceso acelerado de helenización que no queda interrumpido ni siquiera con la ruptura entre Antioco y Jasón, y que tendrá consecuencias a las que seguidamente aludiremos.

El nuevo rey seléucida decretó la prohibición de las prácticas judaicas, la circuncisión y los sacrificios, castigando las infracciones con pena de muerte, erigió un altar a Zeus en el templo de Jerusalén, lo que para los judíos era el no va más de la humillación y del desprecio a la religiosidad de Yahvé, y trató de idéntica suerte al templo samaritano del Garizim. La Ley quedaba abrogada como referencia normativa, anulado el decreto de Antioco III que reconocía los privilegios y convertida Jerusalén en polis helenística con cuanto en lo jurídico, social y cultural ello comportaba. Encontró el rey la ayuda decidida del partido helenizante, cuya más destacada figura era Jasón. Este personaje había tomado incluso delantera en el proceso reclamando algunas de estas medidas y solicitando permiso para erigir un gimnasio y organizar un efebeo bajo promesas millonarias.

Con la llegada de la práctica griega del deporte en total desnudez comenzó a ser la circuncisión motivo de vergüenza, hasta el punto de que hubo intentos de operaciones quirúrgicas reparadoras. La moda griega, por otra parte, aportaba unas connotaciones idolátricas que no era siempre posible separar, cosa que ocurría muy claramente con los juegos atléticos, de atávicas implicaciones religiosas. Erigido además el gimnasio jerosolimitano adosado al Templo, el deporte paganizado de jóvenes judíos desnudos era afrenta añadida al Dios de Israel. La helenización forzada fue impuesta mediante violencia y represión.

Los judíos quedaron escindidos en posturas enfrentadas ante el ataque helenizante. Unos, empeñados en fomentarlo; otros, decididos a resistirle hasta el final. Nadie indiferente. El descontento de amplios sectores y los últimos atrevimientos de Antioco, tales como el expolio del Templo y el degüello de una multitud desprevenida, fueron el determinante de la rebelión macabea. Se inició ésta entre circunstancias favorables y desfavorables. La represión de Antioco había sido contraproducente y el atentado a las tradiciones religiosas, excesivo, mientras en Siria había disensiones y crisis; pero, en contrapartida, Antioco tenía una quinta columna simpatizante y la reacción fue muy desigual. Inició la lucha Matatías, miembro de la familia Asmonea, uno de cuyos hijos, Judas, de sobrenombre Macabeo, se convirtió muy pronto en el pilar fundamental de la resistencia por su decisión y su capacidad combativa. Las acciones fulgurantes y extendidas de Judas hicieron toda Palestina escenario de una rebelión generalizada, que obligó a los sirios a adoptar medidas para sofocarla. Los problemas del rey seléucida en otro frente le impidieron movilizar efectivos bastantes, pues, aunque sus tropas superaban con mucho numéricamente a los insurrectos, la lucha guerrillera que éstos desarrollaban pegados al terreno compensaba suficientemente la inferioridad. Lograron resonantes victorias y aun pudieron conseguir la conquista de Jerusalén, que les permitía restaurar la pureza religiosa y borrar la abominación extranjera, inyección de moral tan importante como cabe suponer para unos sublevados que habían acometido su aventura bajo el entusiasmo religioso, aunque más adelante se introdujeron también aspiraciones políticas.

Contra los sectores hasideos, piadosos intransigentes, que despolitizaban su aversión a Siria y no querían más que Ley, culto y esperanza en Yahvé, lo que les hacía poco simpatizantes de la guerra, los Macabeos buscaban en el propio esfuerzo la liberación del pueblo. Y llevaban buen camino de conseguirla, pues, cuando Antioco murió en 164 a.C. luchando contra los partos, no había logrado reducir el levantamiento. Nuevo rey el jovencísimo Antioco V Eupator, su regente Lisias venció a Judas en Bet-Zacarías y se habría hecho dueño de Jerusalén de no haberle llegado noticias preocupantes desde retaguardia, que le obligaron a abandonar el campo tras concesiones que suponían para los judíos el fin de la persecución y de la ilegalidad de sus creencias. Pero las aspiraciones macabeas iban ahora bastante más allá en el terreno político, circunstancia que dejaba a todos, salvo los hasidim, descontentos: los macabeos y sus seguidores porque entendían que la libertad religiosa era insuficiente, los partidarios del proceso de helenización porque veían reforzados a los macabeos y se sentían abandonados por los sirios.

El enfrentamiento interno estaba servido. Pero es que además se precipitaban los acontecimientos mediante un relevo de personas en ambos lados: Demetrio I, hijo de Seleuco IV, hizo asesinar a su joven primo y se instaló en el trono con el título de Soter, y murió Judas Macabeo, no sin anotarse nuevas victorias, dejando como sucesor a su hermano Jonatán. Respectivamente cada una de estas dos sustituciones tuvieron lugar en 162 y 160 a.C.

Para la causa macabea la desaparición de Judas fue fatal, puesto que Jonatán no tenía la capacidad y el atractivo de su hermano y las circunstancias le llevaron, además, a cambiar la guerra por la política, y eso le perdió. Metido en acuerdos con el impostor Alejandro Balas, un pretendiente del trono sirio, y convertido en sumo sacerdote -un sumo sacerdote asmoneo era un escándalo que los puristas no podían tolerar, por cuanto que vulneraba el derecho de sucesión dentro de la familia sadocita-, Jonatán topó con problemas internos y externos que pudieron con él. Sospechoso para los sirios, enemigo declarado del nuevo rey Demetrio II Nicator, contestado entre su gente y embarcado en aventuras diplomáticas y militares poco claras, acabó Jonatán prisionero del reino seléucida mediante engaños y fue asesinado en Ptolemaida nada más entrado el 142 a.C. Quedaba Simón, otro de los Macabeos, como continuador de la tarea de sus hermanos.

Simón dio un giro a la política de su hermano en relación a Siria entablando negociaciones con Demetrio II y arrancándole un decreto de amnistía, exenciones fiscales y el reconocimiento de la situación de hecho, que suponía en la práctica renuncia siria a toda pretensión de recuperar Judea como parte del imperio. Los mismos judíos legitimaron la sucesión de Simón en el sumo pontificado, al menos de forma provisional, en tanto no tuvieran seguridad de que Yahvé prefería mejor solución que la de la continuidad asmonea. Con su poder reconocido y la independencia de Judea recuperada también de iure, Simón hizo lo posible por acrecentar territorialmente el nuevo Estado independiente, no sólo desde conveniencias estratégicas y buscando la viabilidad, sino también pensando en lo que había sido el territorio histórico de los antepasados.

Hay un hecho que no conviene perder de vista: el reconocimiento de Judea libre no suponía retirada general siria de Palestina y ni siquiera remoción de las guarniciones del seléucida en los lugares, ahora independientes, en que habían conseguido sobrevivir. Los nuevos logros hubo que irlos arrancando paulatinamente y con determinación. Aseguró Simón su posición política y la libertad del Estado mediante una actividad diplomática que le llevó a contactos con poderes exteriores, como el de Esparta y, sobre todo, el ya impresionante de la República Romana. En la Judá liberada comenzó un período de recuperación y de bienestar, al que no fueron ajenos acontecimientos como el éxito de una salida al mar y el control del puerto de Jaffa, vital para los intereses judíos. Acometió también Simón una reorganización de los asuntos internos, tan deteriorados por la larga sumisión, las intervenciones dirigistas extranjeras, la división interior y la guerra. Tuvo que restaurar la Ley, pacificar al pueblo, moralizar las costumbres y dar carácter a la convivencia dentro del nuevo Estado. Y, si las tradiciones judías no engañan, todo esto lo alcanzó con creces el sumo sacerdote. Nadie discutía ya su significación y su poder; nadie se acordaba de los restos davídicos o sadocitas que hubieran podido representar la legitimidad real los unos y la sacerdotal los otros. Las circunstancias habían tenido la suficiente virtud como para imponer un hecho consumado.

Con Antioco VII Sidetes en el trono seléucida hubo un nuevo intento sirio de dar marcha atrás a los acontecimientos, reclamando la devolución de diversas zonas, intentando recuperar el control de Judea y exigiendo el pago de indemnizaciones y tasas. A punto estuvo Simón de ceder al menos en lo económico ante las pretensiones sirias. Una enemistosa expedición militar de los seléucidas y una afortunada victoria de los príncipes asmoneos Judas y Juan Hircano, hijos de Simón, hizo innecesaria la claudicación ante las exigencias. La Judea independiente y territorialmente ampliada se había salvado. Y la obra de Simón, lo mismo. Entre tan favorables vientos, nada hacía prever dificultades internas para el sumo sacerdote. Sin embargo, su vida acabó en 134 a.C. por una conjura palaciega encabezada por su yerno Ptolomeo. Con él cayeron también Matatías y Judas, sus hijos. Sólo el más joven de la familia, Juan Hircano, pudo escapar y recibir la herencia de su padre.

Con la muerte de Simón termina 1 Macabeos y, dado que 2 Macabeos recoge acontecimientos anteriores, puede decirse que termina la historia del Israel vétero-testamentario. Pero la historia del Nuevo Testamento no se abre hasta que los textos evangélicos suministran noticias de la Palestina romana arrancando del reinado de Herodes el Grande. ¿Qué ocurre entre el acceso de Juan Hircano al sumo sacerdocio y el fin del reinado de Herodes?

Es éste un período de gran complicación; de ambiciones, movilidad, intrigas, inestabilidad, cambios y guerras. Roma tiene esta región en su punto de mira, y a los no pocos problemas locales añade, para más dificultad, sus propias discordias particulares, pues no en balde es el tiempo de la crisis de la República, de los generales ambiciosos y de las guerras civiles.

Lo primero que hizo Juan Hircano fue buscar venganza en Ptolomeo, el asesino de su padre y sus hermanos, a quien asedió en la fortaleza de Doc. Siempre anduvo frenado en sus ataques porque Ptolomeo mantenía como rehén a la viuda de Simón, madre del sitiador. Al final, el asesino dio muerte a la madre de Hircano y pudo escapar. Inmediatamente se produjo una nueva intentona de Antioco VII, quien sometió Jerusalén a duro cerco y arrancó de Hircano una capitulación bastante onerosa, aunque muy lejos por fortuna de lo que habían sido las condiciones en que se encontró Judea decenios atrás. Sólo las dificultades internas de Siria, con sucesión vertiginosa de varios reyes y algún usurpador entre 129 y 126, dejaron a los judíos en libertad de acción y a Juan Hircano como líder sin cortapisas de un Estado a los efectos independiente. La política que en adelante llevaría fue la de ampliar el territorio de Judea mediante repetidas expediciones de conquista, y le favorecería no poco el abandono de los asuntos por Siria en esta parte.

Avanzó hacia el sur, por Idumea, el este, por Transjordania, y el norte, por Samaria y la baja Galilea. La incorporación de Samaria fue más conveniencia estratégica y preocupación de fronteras lógicas que identificación espiritual e histórica con las gentes de una región tan atípica y poco clara. Los samaritanos negaban su identidad con los judíos e incluso, cuando les convenía, que el Dios de unos y otros fuera exactamente el mismo. Pero no se sostendrían Galilea y Transjordania si quedaba Samaria al medio como cuerpo extraño. Cuando tomó Siquem y el monte Garizim, arrasó Hircano los recintos religiosos cismáticos en un afán de limpiar la religiosidad samaritana, mas su éxito fue en el mejor de los casos parcial. Samaria invocó repetidas veces a Siria y esperó de esta potencia pagana y extranjera que la liberase de los discutibilísimos hermanos de Judea, esperanza que se vería defraudada.

Otro de los aspectos destacables de la política de Juan Hircano fue el de sus relaciones con Roma, cordiales, encaminadas a la consolidación de su poder y significación política en el Asia anterior; con esta potencia occidental firmó Hircano un tratado de alianza. Después de un largo gobierno murió Hircano a edad avanzada, respetado y querido. Pero no sin que hubiera conatos de división interna entre dos grupos que entendían el judaísmo de manera distinta: los saduceos, instalados en la helenización, y los fariseos, nacionalistas tradicionales.

Ambos sectores acabarían contendiendo en política y condicionando las actuaciones de los sucesivos Asmoneos. Ocuparon el poder tras Juan Hircano sus hijos Judas Aristóbulo I, de corto mandato, y Janeo Alejandro, conquistador inquieto y sanguinario impenitente. Posiblemente el primero, con seguridad absoluta el segundo, dieron nuevas bases al poder, pues desde el sumo sacerdocio que ejercía la familia pasaron a autoconcederse el título de rey. Con Janeo llega el ahora reino de Judea a su máxima extensión. Sólo en tiempos de los grandes monarcas de la dinastía única, muchos siglos atrás, el pueblo de Yahvé había alcanzado extensión y significación semejantes. Durante su reinado, sin embargo, no todo fue gloria militar, sino que tuvo que hacer frente continuamente a la guerra sorda y a veces abierta que le mantuvieron los del sector fariseo, ante quienes se empleó con dureza inaudita cuando le llegó la ocasión. Su balance fue, de todas maneras, positivo y elevó el reino a estimables cotas de prosperidad. No podemos cerrar las líneas dedicadas a este monarca sin recordar que nombró gobernador de Idumea a un hombre de la región llamado Antípatro; basta para justificarlo decir que uno de los hijos de este idumeo se llamaba Herodes.

A la muerte de Janeo en 76 a.C., estallan los problemas. Su viuda, Salomé Alejandra, mantiene la realeza reconociendo el sumo sacerdocio en su hijo Hircano II, lo que comporta separación de los poderes civil y religioso, y se reconcilia con los fariseos. Su otro hijo, Aristóbulo II, busca el apoyo de los sectores helenizados, que lo dieron muy de grado, pues la política que se llevaba estaba marginando claramente al grupo saduceo. El fallecimiento de Salomé en 67 a.C., tras un gobierno de nueve años, dejó planteada en el reino la guerra civil, de cuyos dos bandos enfrentados eran líderes sus dos hijos citados.

Esta división intestina fue para los romanos una buena ocasión de intervenir. Lo hicieron a favor de Hircano II, aunque el imperialismo de Roma acabó manifestándose en su auténtico ser: Hircano mantuvo su título de sumo sacerdote, pero se le desposeyó de su condición política. Pompeyo había liquidado el reino de Siria, lo que dio paso a la provincia romana de ese nombre; a esta nueva demarcación quedaría unida Samaria, tan reticente a reconocer la autoridad de Jerusalén. Bajo el sumo sacerdote quedarían Galilea, Perea en Transjordania y naturalmente Judea, en dependencia directa del gobernador romano. El distinto status de Samaria y el resto de las regiones dependía no de la lógica geográfica, sino del reconocimiento o rechazo del culto de Jerusalén.

No llegó la paz a Palestina con este cambio, pues Roma se sume en las guerras civiles y están intactas las ambiciones de algunos personajes de la zona, como Aristóbulo II y sus hijos, y el citado Antípatro y los suyos. Los enfrentamientos entre Pompeyo y César y luego entre Octavio y Marco Antonio se dejan sentir en la región, cuyos líderes toman partido y resultan de rechazo vencedores y vencidos. Entre estas discordias romanas sale reforzado Antípatro, quien ve situados a sus hijos en sendos gobiernos: Herodes como administrador de Galilea y Fasael al frente de Judea y Perea. La desaparición de este último y el fracaso final de la familia de Aristóbulo II dejan a Herodes consolidado y con un nuevo título concedido por Roma: rey de Judá. Se trata de Herodes el Grande, el monarca citado por los Evangelios en relación con el nacimiento de Jesús.