Comentario
Aparte de aquellos judíos del exilio que no vieron razones para volver cuando la restauración y que se mantuvieron unidos en su religión y tradiciones, la diáspora se nutrió de los que habían ido emigrando de forma más o menos voluntaria, según las circunstancias, para asentarse en numerosas ciudades del Mediterráneo oriental y del Próximo Oriente. Las más importantes colonias fueron las de Alejandría y Antioquía, sobre todo la primera. Los judíos alejandrinos formaron la más privilegiada y pujante de las comunidades israelitas dispersas, por el número de sus miembros, la prosperidad general que les caracterizaba y su capacidad de irradiación por todo el Mediterráneo. No conviene, sin embargo, equivocar el sentido de esta potencia; la totalidad de los judíos no eran ricos ni estuvieron dedicados al negocio en gran escala. Ni aquí ni, menos, en otros lugares de la dispersión. Había judíos dedicados a todas las especialidades laborales y en todos sus niveles, desde el trabajo de la tierra hasta las más variadas posibilidades de la economía mueble. Muchos vivían como soldados mercenarios. Incluso existían pobres y esclavos, a quienes sus correligionarios ayudaban y, en su caso, liberaban. Es decir, había desigualdades escandalosas entre los propios judíos diseminados.
Las peculiaridades israelitas aportan una doble consecuencia: separaban a las comunidades del entorno en que vivían y las acercaban a los restantes núcleos judíos, de Palestina o de la diáspora. Surge la conciencia de unidad del judaísmo disperso. El aglutinante era la religión, que implicaba en todas partes, y de forma parecida, una referencia al templo de Jerusalén y su culto sacrificial y una práctica de culto sinagogal que pasaba sobre todo a través de la lectura y comentario de la Ley. También el culto de las sinagogas tenía los ojos puestos en Jerusalén y en la interpretación farisaica de la Torá, los profetas y los escritos. Por otra parte, las alternativas de los judíos en su patria palestina influían en los de la dispersión; cuando alcanzaban robustez en la tierra de Israel, mejoraban las perspectivas para las comunidades de la diáspora; cuando soplaban allí malos vientos, empeoraba con frecuencia la situación de los diseminados en tierra extranjera.
Al final de la época helenística, había judíos en Persia, Mesopotamia, Siria, Fenicia, Ponto, norte del mar Negro, Capadocia, resto de Asia Menor, Egipto y Cirenaica, Cartago, Grecia, Macedonia e Italia. Parece que se puede hacer remontar el origen de la importante comunidad judía de la propia Roma a la época de los Asmoneos. Algunas de estas comunidades desarrollaron gran actividad religiosa e intelectual, si bien la más destacable, y además pionera, fue una vez más la de Alejandría.
Los centros de oración y de estudio se llamaban, tanto en esta ciudad egipcia como en las demás regiones, proseuchaí, y posiblemente fuera el centro alejandrino el primero en recibir este nombre; al menos es aquí donde se documenta primero, en inscripción de época de Ptolomeo III Evérgetes, todavía en el siglo III a.C. La palabra sinagoga que acabaría por imponerse parece posterior y desde luego se refiere más a la comunidad de creyentes que al edificio que cobija sus actividades. La presencia del pueblo de Yahvé en tan apartados lugares del mundo conocido permite hablar del judaísmo como una de las grandes religiones de época helenística. Su religiosidad se deja sentir, y hasta queda abierta en un proselitismo que provoca la indefinición del medio-converso y que implica un riesgo para la identidad de la religión judía como soporte de un pueblo con no poco de conciencia nacional. Es el dilema del judaísmo disperso, frenado en su afán de misión universal por su propia prudencia y sobre todo por las reservas que al respecto había en Palestina, donde nunca se vio bien el proselitismo, salvo, todo lo más, en los casos de grupos semíticos infieles total o parcialmente, a los que se reconocía vinculación histórica al viejo cuerpo tradicional del pueblo israelita.