Época: demo-soc XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Población en el siglo XVIII

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

La mortalidad, por su parte, experimentó un ligero descenso, si bien no del todo homogéneo ni simultáneo en los diversos países, motivado, sobre todo, por la menor incidencia de las crisis demográficas y por la atenuación de algunos de los componentes de la mortalidad ordinaria.
Bien entendido, la mortalidad catastrófica no llegó a desaparecer. Pero las crisis fueron más infrecuentes y, sobre todo, menos virulentas. Por lo pronto, no hubo una conflagración bélica en el XVIII comparable por sus efectos negativos a la Guerra de los Treinta Años. La mayor profesionalización, organización y disciplina de los ejércitos, su acuartelamiento en edificios apropiados, las mejoras de los abastecimientos y los avances de la higiene militar limitaron -sin anular, por supuesto- las consecuencias de las guerras. Y las cosechas de los nuevos cultivos que se estaban difundiendo (patata, sobre todo), al tener ciclo distinto al del cereal, se protegían mejor de los desmanes de las tropas. La guerra de sucesión de Baviera entre Prusia y Austria (1778-1779) es conocida como Kartoffelkrieg (guerra de las patatas) por su incidencia en el desarrollo del cultivo de la patata precisamente para eludir las destrucciones militares.

Por otra parte, estos nuevos cultivos, pese a sus limitaciones, contribuían a paliar las crisis de subsistencia. Entre otras razones, por su comportamiento distinto al del cereal frente a las variaciones climáticas, lo que vinculó en algunas zonas su extensión a épocas de dificultades (gran hambre de los primeros años setenta en amplias zonas centroeuropeas, por ejemplo). Y también tienen su importancia a este respecto el incremento de la producción agraria en general, las mejoras en las comunicaciones (lo que facilitaba el transporte y distribución de granos a los lugares donde escaseaba) y, finalmente, el nivel más elevado de humanitarismo y las mejoras en la asistencia pública. Con todo, en una Europa en que el pan seguía siendo el alimento básico, la concurrencia de varios años de malas cosechas provocaba aún situaciones muy difíciles. Pero sus efectos fueron más moderados que en el pasado. Y J. Meuvret pudo escribir, refiriéndose a Francia, que se estaba pasando de las crisis a las crisis larvadas.

La mayor novedad en este sentido fue, sin lugar a dudas, la práctica desaparición de la peste, que desde mediados del siglo XIV había sido uno de los mayores azotes de la población europea. Sus últimas grandes oleadas en Europa occidental fueron, salvo algunos contagios menores, la de Londres de 1665- que afectó, en realidad, a una extensa área del noroeste europeo- la de Marsella de 1720, si bien Europa oriental vivió todavía algún tiempo bajo su amenaza -recordemos, por ejemplo, la epidemia de Moscú en 1770-1771- para ver cómo desaparecía en el primer tercio del siglo XIX.

No es fácil precisar el porqué de la erradicación de una enfermedad cuyo agente causante -el bacilo de Yersin- no fue descubierto hasta 1894 y que sólo es eficazmente combatido con antibióticos y sulfamidas. Se ha hablado de posibles mutaciones genéticas en el bacilo, de cambios en la relación patógena agente-paciente tras un contacto de siglos (menor virulencia del microbio, progresiva inmunización del hombre), del más frecuente empleo de piedra en la construcción, de la mejora de la higiene urbana -ambos factores reducirían la presencia de roedores en las ciudades- o del desplazamiento de la rata negra, portadora del bacilo, y de la pulga que lo transmitía, por la rata gris como principal roedor parásito de las aglomeraciones humanas. Pero, sin menospreciar la posible intervención de estos factores, sí es seguro que una parte de la responsabilidad corresponde a las distintas administraciones -triunfo de la organización humana, en definitiva-, por la aplicación rigurosa de medidas profilácticas y preventivas, entre las que destacan la exigencia de cuarentenas e inmovilización de mercancías y personas procedentes de zonas infectadas. En concreto, hay que señalar la más que probable eficacia de la barrera militar (de hecho, barrera sanitaria, en caso necesario) establecida en las nuevas fronteras habsburgo-otomanas. Y no está de más recordar que fue precisamente el quebrantamiento de la cuarentena impuesta al mercante Grand Saint-Antoine, sospechoso de traer apestados a bordo, lo que provocó el contagio marsellés de 1720. Una epidemia que se cobraría un elevadísimo número de víctimas -en Marsella, por ejemplo, 40.000 de un total de 90.000 habitantes; en Toulon, 13.000 de un total de 26.000-, pero que, finalmente, pudo ser controlada, impidiendo su expansión más allá de los límites regionales.

El inicio de la lucha contra la viruela, enfermedad causante del 7 al 10 por 100 del total de las defunciones, constituye uno de los más importantes capítulos de la historia de la medicina en el siglo XVIII. La inmunización experimentada por quienes la superaban dio pie a los intentos de vencerla por la vía preventiva. Primero, por medio de la inoculación o variolización, práctica importada de Turquía a comienzos de los años veinte (tras algún ensayo veneciano anterior) y consistente en provocar el contagio en individuos jóvenes, sanos y fuertes que, de sobrevivir, quedarían inmunizados. Acompañada siempre de una viva polémica, se desconocen los reales efectos positivos de esta práctica. El paso siguiente fue el descubrimiento de la vacuna por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) en 1796. Pero los beneficiosos efectos de este eficaz medio de lucha contra la viruela se proyectarán, como es lógico, sobre el siglo XIX.

Hubo otros avances en el campo médico-sanitario, tanto desde el punto de vista científico progresos en los conocimientos de anatomía, fisiología y patología, introducción de nuevas sustancias curativas, por ejemplo-, como en el académico y organizativo -fundación de academias de medicina, mejoras de las tasas de asistencia sanitaria, aumento del número de hospitales-. Pero su incidencia en la reducción de la mortalidad no dejó de ser modesta. Y los hospitales, en la mayoría de los casos, continuaban siendo centros donde apenas se ofrecía algo más que cobijo a los enfermos menesterosos y en los que no era rara la extensión de enfermedades contagiosas.

Con todo, no se debe menospreciar la tarea de titanes emprendida por muchos médicos y otras personas cultas para desarraigar viejas creencias y supersticiones y mejorar la atención sanitaria primaria y las condiciones higiénicas privadas y públicas, contribuyendo a popularizar las prácticas -algunas, tan elementales como la necesidad de extremar la limpieza en los partos, lavar frecuentemente a los bebés o ventilar las habitaciones de los enfermos y cambiar sus sábanas con frecuencia- recomendadas en los libros de divulgación que, como los escritos por el suizo S. A. Tissot, se publicaron, preferentemente, en la segunda mitad del siglo y fueron traducidos a diversas lenguas.

La posible influencia de la mejora de la nutrición en la reducción de la mortalidad ordinaria ha originado la controversia historiográfica. Si para algunos -con T. McKeown al frente- fue primordial, hay historiadores -M. Livi-Bacci, por ejemplo, entre ellos que matizan su importancia, manteniendo que el crecimiento agrícola del siglo XVIII sostendría, sin duda, el crecimiento de la población y estimularía la nupcialidad en el mundo rural y, por lo tanto, la fecundidad, pero su contribución a la reducción de la mortalidad se limitaría a la atenuación de las crisis de subsistencia lo que no es poco, de todas formas-, y siempre en conjunción con otros muchos factores de diverso orden ya citados..., sin olvidar esas posibles causas biológicas (de imposible constatación) aludidas al hablar de la desaparición de la peste.

No obstante, debemos insistir en que, si bien se estaban dando los primeros pasos hacia la eficiencia (desarrollo biológico de la mayoría de los nacidos) y el orden (mantenimiento probable del orden natural de precedencia: que abuelos y padres muriesen normalmente antes que nietos e hijos) demográficos, subsistían muchos elementos del pasado, no faltaban las contradicciones aun entre los innovadores -un ejemplo: el mismo Tissot recomendaba sangrías para las parturientas con dificultades de dilatación- y, en definitiva, nada en el corto y precario camino andado se habría mantenido ni apuntalado sin las grandes innovaciones y cambios económicos y médicos del siglo XIX y aun del XX.