Comentario
Raro y precioso en el siglo XVI, la revolución de la imprenta y su desarrollo posterior contribuyen a hacer del libro algo común en la Europa occidental de 1700. Los cien años siguientes aumentarán esa familiaridad gracias al crecimiento de la oferta y la demanda de obras. Respecto a la primera, la trayectoria ascendente afecta tanto al número de impresores -más de 1.000 en Francia en 1781- como de volúmenes editados. En el conjunto del período la producción libresca se triplica, imprimiéndose 3 millones de títulos y 1.500.000 de copias sin contar lo popular. Occidente es el líder en impresiones, mientras que los países orientales mantienen considerable distancia en este aspecto. El aumento del producto permite la ampliación de los circuitos comerciales. Las librerías se multiplican en las capitales de los Estados y aparecerán algunas en otras ciudades importantes. Se establecen también las primeras redes de distribución en las que Lyón, Leipzig o Frankfurt harán de grandes centros de distribución. En España juegan ese papel Burgos, Valencia o Medina del Campo.
Elemento esencial en esta extensión del mercado de la letra impresa serán las mayores facilidades para adquirir libros. En sus versiones originales éstos seguían siendo caros. Así, por ejemplo, la primera edición del Robison Crusoe, de Defoe, costaba el equivalente a medio salario semanal de un jornalero o una cuarta parte del recibido por un hábil artesano. Pero la centuria ilustrada, lo señalamos en otro momento, creó otras modalidades de venta más asequibles a la masa de la población: suscripciones, publicaciones por entregas y ediciones populares como los chapbooks ingleses o la Biblioteca Azul de Troves en Francia. Creada por Nicolas Oudot en el siglo XVII, se dedicaba a vulgarizar obras de diferente tipo, en especial religiosas, pero también había cuentos, novelas, obras de teatro y algunos escritos famosos en su época como el citado Robinson Crusoe. No faltan tampoco las producciones anónimas que sintetizan saberes para adecuarlos a un público más amplio. Estos libros, comercializados por vendedores ambulantes entre campesinos y ciudadanos, cubren circuitos de comunicación intermedios entre lo oral y lo escrito.
El aumento de las publicaciones y las mayores facilidades de compra van unidos, en mutua relación causa-efecto, con el crecimiento de la demanda.
El hábito de la lectura se extendió hacia abajo en la sociedad urbana y a fines de siglo sólo quedan fuera las masas rurales y los trabajadores. Este aumento de lectores es causa directa de la mayor alfabetización y la diversificación de formas de acceso a lo impreso. Hasta entonces el contacto con los libros sólo era posible en los monasterios o mediante su compra. Esta última fórmula se extiende a lo largo del período al reducirse los precios y entrar en la escena editorial los integrantes de las capas superiores que viven fuera de la corte y los de las capas intermedias de ésta. No obstante, la propiedad de los libros seguirá estando determinada por la procedencia social y el nivel de fortuna de los individuos. Según Chartier, en Francia los mayores compradores de libros eran los escritores y bibliotecarios, profesores, abogados, clero, oficiales del Parlamento, nobles cortesanos. Le siguen burgueses y criados. En los últimos lugares estaban: comerciantes, dependientes y trabajadores, maestros artesanos y pequeños oficios. Las bibliotecas privadas contaban con tres tipos de libros: religiosos, profesionales y de entretenimiento. En general no eran muy nutridas ni completas, aunque algunas se incrementan hasta necesitar sus dueños comprar muebles específicos y en el caso de los más ricos, dedicarles una habitación que sirve también de lugar de trabajo y signo de bienestar social.
Para los menos adinerados la centuria desarrollará el préstamo como forma de contacto con lo editado. En realidad el préstamo ya existía entre feligreses o amigos, pero ahora va a institucionalizarse. Algunas colecciones privadas, religiosas, de corporaciones o de establecimientos educativos (universidades) se abren al público, al tiempo que los gobiernos o las autoridades locales impulsan la creación de la primera red de bibliotecas públicas y nacionales. Sin embargo, tales instituciones no se generalizan hasta el último cuarto del siglo y en muchos Estados más tarde. Además, la consulta en ellas no estaba exenta de dificultades porque los horarios así como los requisitos de entrada quedaban con frecuencia al criterio del bibliotecario y solían ser restrictivos. Esto, unido al espíritu del siglo, permite que proliferen otro tipo de instituciones con fines similares. Es el caso de los gabinetes de lectura, denominación que en la práctica reviste múltiples formas. Desde la tienda de librería, que permite a muchos libreros duplicar el negocio e incitar a la compra, a los clubes de libros, con un número limitado de socios, o las sociedades literarias, generalmente mixtas, donde la lectura da pie con frecuencia a conversaciones generales. Para quienes no pueden hacer frente a los gastos que supone ser miembro de algún gabinete quedan los arriendos de algunos libreros y los alquiladores de libros cuyas tarifas son más módicas. Algo similar ocurre con las bibliotecas ambulantes, que proliferan en Inglaterra a partir de 1740. Para los analfabetos, en fin, está la lectura en voz alta en la plaza pública, a cambio de una pequeña cantidad, o en las veladas urbanas.
Por lo que hace al gusto de los lectores es difícil conocerlo con exactitud por la falta de informaciones o su carácter contradictorio. No obstante, puede decirse que en el siglo XVIII continúa la ruptura del consenso en torno a los libros religiosos que se iniciara en la centuria anterior entre las capas sociales medias y altas. El predominio de tales escritos en las bibliotecas privadas se reduce, como también lo hace su peso en el conjunto editorial; no obstante, el 63 por 100 de lo publicado en París en 1789 era religioso y los catecismos, Libro de las Horas, vidas de santos, etc., figuran entre los títulos más vendidos durante estos cien años. En contrapartida, aumenta el gusto por los libros de tema profano: historia, generalmente nacional, científicos y de entretenimiento, como la novela y los de ficción.
Los libros eran un signo de diferenciación social, en algunos casos también de ruptura con el orden establecido, y el contacto más cualificado con el mundo de la imprenta. Pero no era el único. Existen también otros impresos menos importantes aunque no menos eficaces a la hora de transmitir informaciones o movilizar afectividades. Es el caso de los carteles, intensamente usados por la Iglesia, la Administración o la publicidad; los pliegos de cordel; las reproducciones de imágenes de peregrinación o cofradías que había en las casas como parte del culto privado y que solían incluir datos útiles para la mayor parte de la población; los almanaques, y su subtipo los pronósticos, que en Inglaterra propalan entre el campesinado las nuevas técnicas, etc.
La influencia de lo impreso en el desarrollo del conocimiento y del progreso es evidente a lo largo del período moderno. Resulta difícil imaginar sin la imprenta la revolución científica, los debates de los filósofos ilustrados o la expansión del sentimiento revolucionario a fines de la centuria. Sin embargo, el impacto real de los libros y sus ideas no hay que exagerarlo. Más que directo e inmediato fue contigente y lento, dependiendo como la alfabetización y la educación, del contexto social, político y económico en que aparecen. Al fin y al cabo, la edición es un negocio, y la lectura, un proceso selectivo en el que su protagonista toma las ideas y las integra a través de su propio clima mental. Por ello, en el Antiguo Régimen la letra impresa sirvió tanto para propagar ideas innovadoras como creencias tradicionales. Entre 500 catálogos de librerías francesas a fines del siglo XVIII, Darnton sólo encontró un ejemplar del Contrato Social, de Rousseau. A esta transmisión de lo tradicional, a veces más intensa que de lo novedoso, colaboró también la censura que nos encontramos por toda Europa con mayor o menor rigor. Incluso estuvo presente en Holanda, donde no se podía comentar la vida doméstica, y en Suiza, que tenia prohibido criticar a las autoridades. Su objetivo era doble: frenar el posible impacto revolucionario de los libros y asegurar el pago de impuestos por edición; esto último hace que la forma más sencilla sea la de otorgar privilegios de impresión. La censura podía ser civil o eclesiástica y aunque ambas actuaron con el mismo rigor resulta más famosa la segunda gracias a la Inquisición y su enfrentamiento con protestantes e ilustrados. La efectividad real de la actividad censora fue bastante limitada en todos los casos. Primero, porque al tener sólo ámbito nacional siempre era factible adquirir los libros prohibidos en otro país o a través del floreciente mercadeo clandestino. Segundo, por la escasa efectividad burocrática y el oscilante celo de los encargados de velar porque se cumpliera. No obstante, la acusación de publicar cosas difamatorias, no ortodoxas o que pudieran incitar a la rebelión podía llegar a suponer para el impresor la pena de muerte.
Cuanto llevamos dicho acerca de la revolución de lo impreso en el mundo moderno estuvo lejos de afectar a toda la población del mismo modo. Para Muchembled, incluso una gran parte de los ciudadanos pobres que aprendieron a leer tuvieron una práctica de lectura inferior a sus posibilidades teóricas. La mayoría de los campesinos y de las capas urbanas inferiores continuaron viviendo en el marco de una cultura oral productora de una sociabilidad en la que lo sentido y experimentado era más importante para la vida social y económica que lo leído y escrito. Es una cultura portadora de ideas ancestrales cuya transmisión exige el ejercicio de habilidades intelectuales diferentes de la cultura escrita, pero no por ello su difusión es menos rápida ni su influencia menor. Pensemos en el poder del púlpito en la formación de la opinión pública, del rumor para el honor familiar, o en el uso simbólico de algunos libros, como la Biblia en los juramentos.
Con ser distintas en sus expresiones, la cultura oral y la cultura escrita son, en realidad, dos caras de una misma moneda. En el siglo XVIII, al menos, no existe una clara línea divisoria entre ambas. La lectura en voz alta conecta a los analfabetos con el universo de la letra impresa; la alfabetización sirve de unión con la comunicación oral más que de sustituto. Esta profunda interconexión entre verbal y escrita queda patente en las baladas y cuentos, ejemplos de cómo la cultura oral podía moldearse a una gran variedad de fines prácticos: resolver conflictos generacionales, aliviar preocupaciones, asimilar noticias, recordar la muerte, etc.
Con frecuencia se tiende a identificar cultura oral y analfabetismo con actitudes tradicionales, mientras cultura escrita y alfabetización se dicen sinónimos de mayor receptividad al cambio. Así expresadas, tales ideas resultan simplificadoras en exceso. En primer lugar, la capacidad de lectura es ante todo un indicador de oportunidades creadas por factores sociales, económicos, culturales y políticos, verdaderos impulsores de los cambios. En segundo lugar, la alfabetización es un medio de transmitir las actitudes sociales dominantes, por consiguiente no es, y no fue, sólo un agente de transformaciones, también lo fue de continuidades.