Época: Cd8-2
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1600

Siguientes:
Francia
Alemania
Países Bajos
Inglaterra
Portugal
Formulación europea del jardín manierista italiano

(C) Diego Suárez Quevedo



Comentario

Clasicismo será el calificativo con que trataremos de calibrar la producción arquitectónica europea de todo el siglo XVI, matizando en cada caso su grado, alcance y significación. En general, y salvo el caso francés que muestra un desarrollo más coherente, respecto a las coordenadas clasicistas, no van á ser demasiados los logros en esta línea. En ocasiones no hallaremos más que ciertos criterios de racionalidad unidos a una voluntad de acercamiento a postulados que, en los planteamientos, denotan un afán de proporcionalidad y simetría, o la regularidad que supone el aplicar los órdenes clásicos en la estructuración, no siempre correctamente usados ni canónicamente dispuestos en articulaciones de alzados, pero que respecto al contexto arquitectónico inmediatamente anterior o coetáneo, consiguen esa diferenciación buscada y suponen unos logros significativos, que resaltaremos.
Clasicismo será, asimismo, el término al que insertaremos las licencias, críticas y heterodoxias de que hará uso el Manierismo, sobre todo, en cuanto a la aplicación de los repertorios decorativos, fundamentalmente en las arquitecturas de los Países Bajos y Alemania, con ejemplos muy significativos, teóricos y prácticos, ya muy avanzado el quinientos. Aquí analizaremos, también, ciertas tendencias goticistas que renacen como contaminaciones, en el seno de la versátil poética del Manierismo, así como la problemática del denominado clasicismo manierista.

En los primeros momentos, en general durante el primer tercio del siglo XVI, el peso de la tradición y el prestigio del modelo gótico, coexisten con el deseo claro de utilización de los estilemas clasicistas. A esto, que sería un hecho lógico, se suma, de una parte, la falta de una tradición constructiva respecto al nuevo lenguaje renacentista, existiendo, por el contrario, la muy arraigada y desarrollada gótica, por medio de una serie de profesionales ejecutores de las obras, que son, al mismo tiempo, los proyectistas de las mismas; es decir, de otra parte, no existe tampoco el tracista adecuado, ni el respaldo teórico que posibilite su formación. De ahí que sea mediante el repertorio decorativo, proporcionado por los grabados sobre todo, por donde se inicie la filtración del clasicismo.

En relación estrecha con el hecho arquitectónico, el urbanismo es, en la Europa del siglo XVI, un capítulo de extraordinaria importancia. Manejando coherentemente los criterios de racionalidad y regularidad, emanados del Renacimiento italiano y su tratadística al respecto, se elaboran propuestas y se llevarán a cabo una serie de intervenciones que, en el propicio caldo de cultivo creado por el Humanismo, evidencian, a nuestro juicio acaso mejor que otros sectores, el espíritu de los nuevos tiempos y ese trasvase de ideas, que son asumidas y desarrolladas, al que ya hemos aludido. No sólo será la práctica, que se orienta tanto a intervenciones en ciudades preexistentes como a realizaciones de nueva planta, sino que se darán, también, reflexiones y aportaciones teóricas respecto a la ciudad, sugestivas y de amplio alcance. Asimismo, existen concreciones que responden a un experimentalismo urbano, de un gran interés.

Los criterios e intenciones en torno a los que gira el urbanismo europeo, salvo excepciones -por otro lado, muy importantes-, obedecen a determinados principios e ideales propios del siglo XVI, y que también informan, en general, al urbanismo desarrollado en Italia durante el Cinquecento.

En primer lugar, está lo que podríamos denominar la ciudad real, y que se refiere, más que nada, a la regularización y racionalización de la ciudad medieval; es algo que ahora se lleva a cabo de manera efectiva y, a veces, masivamente. Se deja atrás cualquier presupuesto ético -que aún podemos pautar en alguna intervención quattrocentista- para asumir una directa organización de la vida y del espacio urbano, por parte de los poderes establecidos; es decir, la política adquiere ahora un carácter autónomo, siendo sus actuaciones en materia urbana decididas, impositivas y, a veces, de gran envergadura, constituyéndose en un importante precedente del sentido interventor del Barroco. En esta línea ya no caben asesoramientos y dialéctica entre artista y comitente, sino que el primero queda subordinado al segundo de modo claro y efectivo, en pro de los intereses e intenciones del último; en el caso de planes urbanísticos de iniciativa real, es donde de manera más contundente puede verse la condición de auténtico funcionario que adquiere el artista al que, en la mayoría de los casos, se le exige una gran versatilidad.

En cuanto a motivos e intencionalidad, aun en los casos en que son necesidades prácticas las que mandan, a menudo de índole comercial y especulativa, son los criterios de tipo ostentatorio y de prestigio los esenciales y, en general, desde mediados de siglo, éstos priman sobre los estrictamente funcionales. En este sentido, resulta fundamental el carácter distintivo y emblemático que se asigna a determinados edificios, que pasan a ser verdaderos objetos arquitectónicos insertos en el tejido urbano pero netamente destacados. Lo mismo cabría decir, por ejemplo, de algunas fuentes urbanas y, desde luego, de determinadas plazas, éstas como espacios abiertos esenciales y consustanciales a la propia ciudad, su vida y actividades.

Frente a las manifestaciones configuradas por esa ciudad real, el urbanismo del siglo XVI se mueve en la dialéctica impuesta por la ciudad ideal y la ciudad utópica, ambas fruto de la teoría elaborada en torno al hecho urbano, pero esencialmente distintas, aunque a menudo hayan sido identificadas. La primera puede llegar a tener una concreción real, y de hecho así sucede, aunque a veces con carácter efímero; la segunda, como su nombre indica, es un sueño, de plasmación literaria, elaborado por las mentes más lúcidas de la época, como evasión de las presiones de aquella ciudad real, considerada entonces como el teatro de la mentira, el engaño y el disimulo.

Dos anhelos, que a veces se hacen obsesivos, vertebran la plasmación de la ciudad ideal: la regularidad y el clasicismo. El primero es entendido en el siglo XVI como el de las fortificaciones militares o ciudades fortificadas, a la sazón con toda una serie de nuevas tipologías de perímetro poligonal o circular e interior regularizado, con precedentes, sobre todo, en la Sforzinda de Filarete y en las propuestas de fortificaciones de Francesco di Giorgio Martini, que ahora son desarrolladas por toda una tratadística al respecto.

Junto a este sentido de la regularidad, la otra meta de la ciudad ideal es la consecución del clasicismo, mediante todo tipo de arquitecturas efímeras tendentes a transformar, si bien sólo durante los escasos días de duración de un evento celebrativo, toda una ciudad en una nova Roma. De este modo, el capítulo de la arquitectura efímera, por sí mismo importante y con verdadero sentido de vanguardia para la Europa del quinientos por lo que al lenguaje clasicista se refiere -sus soluciones en este sentido, a lo romano, van siempre por delante de lo que es la arquitectura permanente-, adquiere también esta dimensión urbana clave y absolutamente identificada con los ideales del momento. En la última idea apuntada, y dentro de su valor urbanístico, aparece casi siempre ligada a las realidades, necesidades y orientaciones del poder político.

No existe en la Europa del quinientos un paralelo urbanístico al de la sistematización de la plaza de San Marcos en Venecia, donde, de manera prioritaria, dominan criterios de tipo cívico y comunitario, por otro lado hecho singular también en el panorama urbanístico italiano. Sí tenemos excepciones importantes que, en cambio, no se dan en Italia, como la Fuggerei de Augsburgo o el caso de Freundstat, interesantes consecuencias de un auténtico experimentalismo urbano. En la exposición que a continuación haremos del desarrollo arquitectónico, referido a los distintos países europeos que nos ocupan y de sus ejemplos más relevantes, aparecerá a veces el correspondiente proceso urbanístico no desligado de la arquitectura. Entendemos que así resulta más claro y veraz; otro tanto sucede con determinadas formulaciones teóricas, que no pueden ser excluidas de la reseña de la praxis correspondiente. En cualquier caso, todo es un convencionalismo expositivo y, tanto en los casos señalados como en general, no conviene perder nunca de vista la simultaneidad y lo coetáneo respecto a las distintas manifestaciones artísticas y en relación con los diversos países, pese a las compartimentaciones que es preciso establecer, desde luego nunca estancas e inconexas, sino vinculadas e integradas en el respectivo devenir socio-cultural y político-económico.