Comentario
Junto a los secretarios reales aparece en el siglo XVII la figura del valido o privado, como surge también en Inglaterra y en Francia. Este cargo político, que jamás fue institucionalizado y que debe su existencia a la confianza depositada por el rey en un individuo para que gobierne en su nombre, suscitó una viva polémica entre los tratadistas políticos desde el mismo instante de su aparición. Mientras unos consideraban que usurpaba la voluntad del rey, interponiéndose entre éste y los súbditos, impidiendo por tanto que sus quejas llegasen a la cúspide del poder, otros, sin embargo, estimaban necesarias sus funciones por la complejidad del sistema de gobierno. Saavedra Fajardo vio con claridad que convenía deslindar la titularidad y el ejercicio de la soberanía, que correspondía al monarca, del trabajo de gobierno, que podía ser compartido entre el rey y un ministro solo que vele sobre los demás.
Pero las críticas hacia el cargo sin duda estaban condicionadas por intereses partidistas y no por consideraciones de buen gobierno, ya que la privanza representa el intento de la nobleza por acaparar la dirección política de la monarquía a expensas de los Consejos, algo que no podía ser bien visto por quienes aspiraban a encumbrarse socialmente a través del servicio al rey en la administración, como los secretarios personales, que son eclipsados por los validos, y los secretarios de Estado, que sin desaparecer son postergados a un segundo término.
El régimen de validos se inicia cuando Felipe III encomienda a Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, la tarea de gobernar, y se prolonga, tras su caída en desgracia en 1618, en la persona de su hijo, el duque de Uceda, a quien le seguirá, ya en el reinado de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Todos pertenecen a la aristocracia y han ocupado cargos palatinos al servicio del príncipe, todos intentan gobernar al margen de los consejos, recurriendo a la creación de juntas, y todos procuran apartar a sus posibles enemigos de la Corte y del Consejo de Estado para situar a sus parientes y amigos en los principales cargos, incluidos los virreinatos, aparte de que se rodean de un equipo de hombres eficaces -sus criaturas o hechuras, según se decía en la época- en puestos claves de la administración (secretarías de los consejos), como Jerónimo de Villanueva, protonotario del Consejo de Aragón, y José González, abogado riojano que alcanza el cargo de gobernador del Consejo de Indias en 1661, por poner dos ejemplos, los cuales al amparo del valido ascienden en las instituciones de gobierno de la monarquía para correr su misma suerte cuando son apartados del poder, aunque no siempre suceda esto último, ya que algunos lograrán mantenerse gracias a sus conocimientos o su habilidad para vincularse a la facción que releva a su patrón en la estima del soberano.
Sin embargo, mientras que la fuerza del Conde-Duque residió en su inmensa capacidad de trabajo, muy superior a la de Lerma, éste se interesó por aumentar su fortuna y por intervenir en la concesión de gracias o mercedes reales -Olivares tampoco desdeñará, por supuesto, las oportunidades que se le ofrezcan para engrandecer su casa y beneficiar a su clientela-, sin atender demasiado el funcionamiento administrativo de los consejos, que empieza a descomponerse con la actuación de algunos ministros que, valiéndose de su poder, cometen cohecho, aunque finalmente -y a su pesar- tenga que intervenir, siendo procesados en 1607 dos hombres de su confianza, Lorenzo Ramírez de Prado y Pedro Franqueza, a los que seguirá Rodrigo Calderón, condenado a muerte durante los primeros años del reinado de Felipe IV.
El cese del conde-duque de Olivares en 1643 acaba con el régimen de validos durante el reinado de Felipe IV, ya que el monarca optó por intervenir más directamente en los asuntos importantes de gobierno, como así se lo pedía sor María de Ágreda, buscando el concurso de Luis de Haro, a quien en 1659 se denomina primer y principal ministro, pero cuya influencia, y la de la camarilla que representa, se ve contrapesada con la de Medina de las Torres y su facción. Por otra parte, el Secretario del Despacho Universal, cargo que se crea en 1621 y que normalmente fue ejercido por un secretario de Estado, en particular por el titular de la Secretaría de Italia, con el doble cometido de despachar con el rey todos los asuntos y actuar de enlace entre el monarca y los consejos, adquiere cada vez un mayor rango e importancia en la estructura orgánica de la monarquía, como lo demuestra el hecho de que Felipe IV incorpore a su secretario en la Junta de Gobierno y también que con los Borbones la Secretaría del Despacho se divida en varias secretarías (dos en 1705, cuatro en 1714...), que asumen cada una competencias específicas en determinadas materias (Secretaría de Guerra, de Marina, de Justicia, etc.) y de las que más adelante surgirán los ministerios.
A la muerte de Luis de Haro en 1661 desaparece el cargo de valido, siendo asesorado el monarca en política exterior por Medina de las Torres y en política interior por Castrillo, que había sido elevado a la presidencia del Consejo de Castilla en 1661. Es en estos años, además, cuando el gobierno de la monarquía parece que se configura en torno a un poder colectivo representado por los presidentes de los consejos y en el que se integrarían algunos miembros destacados de la aristocracia. La Junta de Gobierno, instituida por el monarca en su testamento para asesorar a la reina gobernadora, Mariana de Austria, en cuestiones de especial transcendencia durante la minoría de edad de Carlos II, sería la consecuencia última de este proceso, ya que estaba integrada por los presidentes de los Consejos de Castilla y de Aragón, un miembro del Consejo de Estado, el Inquisidor General y un Grande de España.
Con Mariana de Austria vuelve a implantarse el régimen de validos en la persona de su confesor, el padre Nithard, a quien incorpora a la Junta de Gobierno después de auparle a la dignidad de Inquisidor General. La crítica, siempre mordaz, de Juan José de Austria, su escaso apoyo entre la aristocracia cortesana y el clero, con la excepción de los jesuitas, así como el hecho de que fuera alemán bastaron para que todo el mundo se pusiera en contra suya, siendo expulsado de España en 1669 con harto sentimiento de la regente. Lo mismo le sucederá a Fernando Valenzuela, un personaje simpático, con talento para las artes escénicas, que en 1676 es elevado al rango de primer ministro de la monarquía, con autoridad para coordinar a los presidentes de los consejos.
Los tres últimos primeros ministros de Carlos II presentan rasgos comunes aunque también diferencias notables. Juan José de Austria accede al cargo después de su segundo golpe militar con el apoyo de parte de la alta nobleza -el duque de Alba, por ejemplo-, enfrentada a su vez con la facción nobiliaria que gira en torno a Mariana de Austria, encabezada por el duque de Medinaceli, quien es nombrado primer ministro a la muerte de Juan José de Austria en 1679. Tanto éste como el duque de Medinaceli intentan, a su manera, incentivar la economía y el crecimiento demográfico de Castilla con una política fiscal y monetaria encaminada a reducir los impuestos y la inflación, objetivos que están presentes también en la gestión del conde de Oropesa, que reemplaza en 1685 al duque de Medinaceli, poco grato en Versalles. Juan José de Austria como el duque de Medinaceli o el conde de Oropesa se rodean de hombres afines a sus ideas, los cuales progresan a su sombra y se eclipsan cuando desaparecen de la escena política, pero la diferencia entre el hijo natural de Felipe IV y sus sucesores es que interviene muy activamente en la concesión de mercedes, desarrollando un patronazgo al estilo del duque de Lerma, del que se benefician, sobre todo, los grupos dirigentes de Aragón y de Cataluña por el apoyo incondicional que le habían ofrecido durante muchos años.
Tras el cese del conde de Oropesa en 1691 las facciones cortesanas no lograrán ponerse de acuerdo para imponer un nuevo primer ministro, repartiéndose la influencia y el poder el almirante, el condestable, el marqués de Montalto y el conde de Monterrey a partir de 1693, pero la intervención cada vez mayor en los negocios de Estado de Mariana de Neoburgo, adalid de los intereses de los Habsburgo de Viena, en una coyuntura de especial relevancia ante la falta de un heredero directo al trono, facilitaron la pujanza del almirante hasta que en 1698 se produce un agrupamiento alrededor del conde de Oropesa, nombrado presidente del Consejo de Castilla y partidario de la candidatura del príncipe José Fernando de Baviera, si bien por poco tiempo, ya que el partido pro-francés provocó su caída en 1699 sin que ello supusiera el ascenso de un nuevo primer ministro, aunque el cardenal Portocarrero logrará imponer su influencia y su candidato, el duque de Anjou, siendo finalmente designado regente a la muerte de Carlos II hasta la llegada del nuevo soberano.