Época: Siglo de Oro
Inicio: Año 1519
Fin: Año 1648

Antecedente:
Los medios de difusión de la cultura

(C) Ricardo García Cárcel



Comentario

Según Bartolomé Bennassar, en Valladolid, que había alcanzado un buen promedio anual de 7,12 libros de 1544 a 1559, se observa un declive tras la marcha de la Corte en 1559, pero el crecimiento es continuo de 1570 a 1605 y a comienzos del siglo XVII la ciudad produce cada año una veintena de títulos. En Sevilla, la producción desciende ligeramente de 1550 a 1590, después sube vertiginosamente hasta alcanzar unos treinta títulos anuales hacia 1620. En Madrid, donde la imprenta no comienza hasta 1566, el ritmo de las publicaciones aumenta sin cesar hasta los años 1621-1626. En cambio, las producciones de Toledo y de Medina del Campo, que habían sido débiles siempre, descienden considerablemente en los años 1600, mientras la de Valladolid no alcanza ya a mantenerse, después de 1605, en el elevado nivel que había sido el suyo anteriormente.
Después de 1625 el declive es general y continuo. La imprenta castellana fue perjudicada también por los monopolios. Un buen ejemplo fue la exclusividad concedida en los años 1661-1670 al importante impresor de Amberes Christophe Plantin para el aprovisionamiento de los Estados del rey de España en breviarios, misales, libros de horas y otras obras litúrgicas.

La evolución en la Corona de Aragón la conocemos a través de la producción de sus centros principales: Barcelona y Valencia. En Barcelona, a través de los registros de Millares Carlo, se adivinan tres fases en la producción de los 817 libros impresos en esta ciudad en el siglo XVI. La primera, de 1480 a 1513, de débil crecimiento; la segunda, de 1513 a 1550, de inflexión negativa; y la tercera, de 1550 a 1600, de claro crecimiento, salvo el pequeño paréntesis de 1570-79.

La debilidad de la primera mitad del siglo, según M. Peña, parece estar ligada a las propias estrategias de los libreros barceloneses, que quieren rentabilizar al máximo sus inversiones a corto plazo prefiriendo la importación desde las prensas de Lyon o Venecia. La escasez de capital entre los impresores sería la causa. Los libreros-editores de Barcelona actuaron ocasionalmente como socios-capitalistas de los impresores, en obras cuyo riesgo era poco elevado y en unos años, sobre todo a partir de 1570, en que la inversión era semejante a la que se necesitaba para editar en Lyon (guerras de religión francesas) o en Venecia. El desarrollo de los estudios universitarios en la segunda mitad del XVI en Barcelona contribuyó a este auge del número de publicaciones.

En Valencia se observa que los niveles de producción impresa a comienzos del siglo XVI eran muy modestos. A partir de estas fechas, el crecimiento de Valencia es mucho más elevado que el de Barcelona.

La presencia del libro impreso parece haberse producido entre aquellos grupos que ya de por sí estaban familiarizados con la literatura escrita, y muy especialmente entre aquellos grupos que observaron en él criterios de utilidad práctica: profesiones liberales como los juristas o médicos, clero... Los fines económicos que se perseguían y la inercia con que éstos condicionan siempre la actividad comercial obligaban a imprimir libros de venta segura, destinados a quienes tuvieran la necesidad de la lectura o del estudio, profesionales o aprendices de la casta intelectual que además pudiesen pagar los libros impresos, cuyo precio solía ser realmente alto. Estos productos de la primera imprenta no eran otros que los que ya estaban asentados en los ambientes intelectuales, los de mayor difusión y que más reconocimiento tenían: libros para el aprendizaje en ámbitos universitarios, en sus facetas jurídicas o teológicas, propios de una cultura escolástica en relación umbilical con las aulas universitarias.

Frente a lo que ocurre con la literatura profesional, en sus vertientes jurídica, teológica o litúrgica, que tiene un público seguro y uniforme, la edición de los textos literarios está condicionada por su aceptación.

También es evidente que la imprenta no supuso inicialmente un desplazamiento del mundo del manuscrito. Como ha subrayado R. Chartier (observación del libro como un sucedáneo: apreciación del manuscrito por su mayor consideración estética...), la persistencia del manuscrito fue bien patente. Incluso puede decirse que inicialmente el libro suscitó recelos ante la belleza reconocida de la artesanía de los productos salidos de los scriptoria. Por eso, los libros impresos, los incunables, procuran imitar e incluso parecer manuscritos, con el mantenimiento del tamaño pequeño folio, y de la riqueza de la encuadernación, que contribuyó posiblemente a vencer las primeras resistencias a incorporar el impreso a las bibliotecas.

El manuscrito siguió desempeñando utilísimas funciones como difusor de todo tipo de escritos. Hay libros que casi exclusivamente circulan en manuscrito: crónicas, libros de linajes, manuales de artes aplicadas se mueven en gran cantidad durante los siglos XVI y XVII. Hay géneros, como la lírica, que han llegado hasta nosotros gracias a las copias manuscritas. También numerosísimas obras de teatro han podido sobrevivir a través de este medio de difusión, al igual que bastantes obras comprometidas, que por su carácter satírico, político o religioso circulaban entre grupos reducidos, pues no cabía más posibilidad que la circulación clandestina de estos manuscritos que corren de mano en mano. Sólo con examinar los procesos inquisitoriales de algunos de los tribunales castellanos o de la Corona de Aragón pueden verse en ellos cosidos libros o folletos incautados a los acusados: así, las Clavículas de Salomón, los compendios de Picatrix. Hoy sabemos (A. Rojo Vega) que determinadas obras científicas de médicos españoles redactadas en latín circulaban en forma manuscrita por las dificultades de ser impresas en España en tal lengua. Algunas alcanzaban finalmente la luz si hallaban financiación: por ejemplo, la literatura de tratados de peste, muy favorecida por el mecenazgo municipal por sus fines prácticos, regímenes de salud, manuales de cirugía.

Como ha señalado acertadamente F. Bouza, frente a la idea general de que la tipografía sirvió a la causa de la moderna revolución en el conocimiento en contra de la medieval oscuridad manuscrita, bien expresada en el tópico que hace de Gutenberg un padre de la modernidad, hay que decir que la imprenta de los primeros tiempos publicó, ante todo, textos de las autoridades clásicas y medievales más que obras de nuevos creadores, y que éstos por el contrario eligieron muchas veces la vía del manuscrito para la transmisión de sus descubrimientos (Copérnico se niega a la impresión de su De revolutionibus orbium coelestium hasta el mismo año de su muerte).

Conviene recordar que buena parte de la subsistencia inicial de las primeras imprentas se logró, en algunos casos, a la demanda eclesiástica y, fundamentalmente, estatal (literatura gris). Por ejemplo, como han destacado P. Cátedra y M. V. López Vidrieros, resulta indudable el papel que en este sentido tuvo la política emprendida por los Reyes Católicos. El Estado difunde y fija en el reino la legislación nacional o municipal, mediante impresos que suelen ser de una hoja o un pliego, como máximo. La literatura gris parece guardar una cierta relación con el tipo de ciudad en la que se edita; no es infrecuente que la legislación sobre una determinada materia salga de una concreta imprenta de un núcleo urbano vinculado directamente a ella. Así, la imprenta burgalesa edita algunas de estas piezas legislativas, íntimamente unidas a su definición de urbe comercial, evidentemente en relación con el tráfico de la lana hacia puertos del Norte, una vez que queda establecido el Consulado en 1494. Igualmente, en la década de 1480, la enorme demanda de impresiones de la bula de cruzada para la campaña de Granada no resulta en nada intrascendente en la supervivencia y en la pugna de algunos impresores por hacerse con su privilegio de impresión, constituyéndose en un aliciente económico indudable entre las ciudades de Valladolid y Toledo. Para la Corona, las colaboraciones cobradas a la Iglesia se convirtieron en una importante fuente de financiación: sus ingresos proceden de las tercias reales y del impuesto de cruzada, recaudado a partir de la venta de esas bulas. Valladolid y Toledo reciben el privilegio de su impresión. En la primera, la orden de los jerónimos del monasterio del Prado. En Toledo, los dominicos de San Pedro Mártir, que mantienen su privilegio para todo el siglo XVI.