Comentario
La inmensa mayor parte de la población se encontraba jurídicamente en el denominado tercer estado, es decir, en las filas de los que sin privilegios jurídicos, sin práctico acceso al poder político, sin capacidad de moldear los valores sociales vitales, mantenían la monarquía con su trabajo. Tres eran los sectores productivos más importantes y numerosos: campesinos, artesanos y pescadores. Ellos eran los que generaban la totalidad de la producción y los que dominaban buena parte de los intercambios.
A su lado, sin embargo, existía un minoritario grupo de burgueses que pese a su escasez numérica tenía una indudable importancia para la economía del país. Atendiendo al tipo de actividad, a la naturaleza de sus rentas, al volumen de sus patrimonios, al grado de su cohesión social y a la intensidad de su presencia política, pueden distinguirse tres grupos: los hombres de negocios, en su mayoría comerciantes mayoristas agrupados en los consulados de comercio; los mercaderes minoristas representados por los cuerpos generales de comercio; y, finalmente, los profesionales que ejercían como médicos, notarios, abogados o altos funcionarios y que a menudo se encontraban encuadrados en academias o colegios.
Los que tuvieron una presencia estratégicamente más relevante fueron los grandes comerciantes. Al calor del crecimiento económico del país y del aumento del tráfico mercantil fue consolidándose una burguesía comercial cuyos efectivos a finales del siglo no superaban los 7.000 individuos. Su relativa escasez numérica no debiera confundirse con su importancia económica y social. Aunque en las diversas regiones la gran burguesía tuvo comportamientos específicos, puede afirmarse la existencia de unos comunes denominadores entre los mayoristas. La familia era el núcleo central de las operaciones económicas, allí donde se acumulaba el capital, se buscaban los socios y se forjaban las compañías. Y junto a la familia estaba la casa. Si la familia era un mundo de relaciones de parentesco cohesionado por el padre, la casa representaba la célula referencial que englobaba todo el potencial económico, la solvencia y la reputación profesional así como el prestigio social de los miembros activos e inactivos de la familia.
La burguesía comercial tuvo unos orígenes sociales muy variados. En general, fue un grupo con tendencia a la apertura que reclutaba a sus miembros entre los hijos de los propios mayoristas, de los minoristas ricos, de los artesanos con fortuna o entre los segundones de acomodadas familias de propietarios campesinos. Si las primeras inversiones especulativas se saldaban con éxito, el camino podía ser recorrido sin obstáculos infranqueables. Ahora bien, en el seno de los mayoristas existía una fuerte jerarquización. En bastantes poblaciones portuarias es posible establecer una figura piramidal cuyo vértice estaba ocupado por una aristocracia burguesa minoritaria, económicamente poderosa y socialmente endogámica, con tradición en la ciudad respectiva y que era el núcleo dirigente del sector burgués. Por debajo existían diversas graduaciones de otros comerciantes mayoristas menos poderosos, menos reputados y con vidas mercantiles más azarosas.
La procedencia geográfica de los mayoristas resultó también muy variada. La combinación de efectivos autóctonos, nacionales y extranjeros (franceses, ingleses, italianos y holandeses) fue particular en cada urbe. En Alicante, Málaga o Canarias la presencia extranjera era masiva. En Cádiz o La Coruña su participación fue muy notable, siendo buena parte de los burgueses locales meros testaferros que no controlaban la vida comercial. Por el contrario, en otras plazas como Bilbao, Valencia o Barcelona la burguesía autóctona dominó la situación. No faltaron tampoco las colonias de comerciantes españoles en distintas ciudades de la Península, especialmente vascos y catalanes, con una notoria predilección por Cádiz, donde se centraba el comercio colonial.
La fortuna de los grandes comerciantes se encontraba bastante diversificada con el decidido objetivo de reducir el riesgo de pérdidas. La actividad central era el tráfico mercantil a riesgo o comisión, de ahí su habitual apelativo historiográfico de burguesía comercial. Oficio de comprar y vender sin tienda abierta que efectuaban en una variada geografía: aunque tenían en el propio país su zona preferente no descartaban andar los caminos de Europa o surcar los mares hacia las colonias americanas.
Sin embargo, los grandes comerciantes no despreciaban invertir las primeras ganancias mercantiles en los más diversos negocios. Algunos tuvieron una presencia habitual en los arrendamientos urbanos o en los tratos con el Estado (arriendos de impuestos o intendencia militar). Fue también usual que los mayoristas frecuentaran el préstamo hipotecario, la negociación de letras de cambio, la compra de vales reales o la formación de compañías de seguros. Asimismo, la burguesía mercantil no tuvo vacilaciones en comprar propiedades inmuebles (rurales y urbanas) de las que extraer rentas y con las que salvaguardar sus economías en caso de dificultades comerciales o financieras. A veces participó en arrendamientos de derechos feudales, en otras ocasiones compró tierras para establecer a colonos o gestionar directamente su explotación. Y, en todo caso, el acceso al agro servía además para poder ascender en el escalafón social: tierras y colonos representaban un binomio de gran consideración en el momento de alcanzar los estratos bajos de la nobleza. Mucho más modesta fue la participación en actividades industriales. Y cuando se dio todo indica que, incluso en el caso de la industria algodonera catalana, la experiencia en tales empresas no fue dilatada. Así pues, la consigna del siglo fue la de sumar beneficios con rentas y cuando las cosas no iban bien sustituir los unos por las otras.
El auge de estos grupos en las ciudades costeras (Cádiz, Barcelona, Valencia, La Coruña o Bilbao) y en el propio Madrid, facilitó una cierta toma de conciencia de grupo social diferenciado que supo poner a su servicio, y para el diálogo con la administración, a las instituciones consulares creadas a lo largo del siglo, especialmente tras los decretos de libertad de comercio de 1778. Sin embargo, esta toma de conciencia no derivó nunca en un enfrentamiento directo con el sistema político vigente, algo que no requerían sus negocios ni se lo permitía su tipo de cultura y mentalidad. Únicamente en la crisis finisecular, cuando las colonias americanas empezaron a estar seriamente amenazadas, algunas voces burguesas comenzaron a cuestionar tímidamente el edificio de un absolutismo ilustrado que les había permitido llenar las arcas familiares durante la centuria.
En la mayor parte de las ciudades era asidua la presencia de una pequeña burguesía compuesta por mercaderes que atendían las necesidades de la venta al por menor en un número no superior a 15.000 al finalizar el Setecientos. Los principales mercaderes eran los de tejidos, especias y joyas. En todos los casos, la práctica mercantil a la menuda, centrada en la tienda y en el consumo local, era la actividad principal y casi exclusiva de estos mercaderes que no dedicaron particular atención al mundo de la producción. Ahora bien, en algunas ocasiones las ganancias en el mercadeo debieron ser significativas, puesto que no fue inusual que algunos minoristas, a menudo procedentes de ámbitos rurales, acabaran en las filas de los mayoristas. El caso de la burguesía comercial catalana fue paradigmático. Personajes de la alta burguesía partieron del pequeño comercio para ir frecuentando paulatinamente otros negocios (arrendamientos urbanos, suministros al ejército, construcción de barcos) hasta poder dar el salto al tráfico de envergadura y proceder así al cierre, a veces tardío, de sus tiendas.
Con el paso del siglo, en una España corporativa como la del Setecientos, los mercaderes porfiaron por institucionalizarse adecuadamente. Primero lo hicieron a través de gremios y colegios a imitación de los organismos artesanales clásicos. Pero más tarde, hacia mediados del siglo, el deseo de imitar a sus parientes mayores que habían creado los consulados, el ejemplo previo y triunfante de los Cinco Gremios Mayores de Madrid y el estímulo de unos gobiernos que deseaban agrupar a todos los mercaderes, lograron consolidar los cuerpos generales de comercio en las principales ciudades españolas supervisados por la Junta General de Comercio. Proceso institucional que no se hizo sin conflictividad, puesto que artesanos y mayoristas, por razones distintas, vieron con malos ojos las actividades de las nuevas corporaciones. Con todo, su escaso número, el apego a la tienda y la mentalidad conservadora de la mayoría de sus miembros fueron otros tantos obstáculos para hacer de esta pequeña burguesía un grupo estimulante para la economía y la sociedad española. Los evidentes casos de dinamismo empresarial que también se dieron no pudieron impedir el predominio de esta realidad.
Por último, cabe recordar que el aumento de la demanda de servicios y la intensificación de la división social del trabajo posibilitaron el auge y consolidación de una serie de profesionales. Unos estaban empleados por el Estado, formando una abigarrada cohorte de altos funcionarios jerarquizados que tenían bien delimitadas las formas de acceso, las modalidades de ascenso en la carrera burocrática y las tasas de sus emolumentos, más bien modestas en los estratos inferiores. La mayoría de estos funcionarios provenían de la Universidad dada su pertenencia a los colegios mayores (colegiales), instituciones duramente criticadas por los golillas, que eran los que disputaban las plazas que aquellos querían detentar en régimen de cuasi monopolio.
Otros profesionales se dedicaban a los servicios que las necesidades ciudadanas requerían. Médicos, cirujanos, notarios, abogados o profesores provenían también de las universidades, pero no era extraño que completaran su arte con la enseñanza práctica transmitida en el seno familiar. Entre ellos, desde luego, poseían muy distintas funciones, rentas y acceso al poder público, con lo cual la posibilidad de crear instituciones que les amalgamaran fue difícil. Únicamente algunos profesionales urbanos lograron acomodarse en colegios (notarios) o academias (abogados o médicos), entidades de corte corporativo que englobaban a aquellas profesiones que no tuviesen relación con el trabajo mecánico y por tanto merecieran una mayor consideración social.