Comentario
Tomando como asiento preferente el ámbito urbano, los artesanos eran los verdaderos artífices de la manufactura nacional. En efecto, una sociedad que proporcionaba un frágil crecimiento económico, un nivel de consumo escaso por parte de las clases populares, un parco desarrollo tecnológico y un enorme peso de la tradición, favorecía en gran medida la multiplicidad de oficios destinados al autoconsumo local. A lo largo del Setecientos, las plazas y calles de la mayoría de los núcleos urbanos del país continuaron albergando un abigarrado mundo de oficios que agrupaban a miles de artesanos que con modestos medios de producción de su propiedad producían en su casa-taller aquellos artículos que la demanda ciudadana requería. El alto grado de autoabastecimiento y la escasa capacidad de consumo eran dos caras de la misma moneda que facilitaban la variedad del artesanado.
De este modo es fácil comprender que los menestrales ocuparan el segundo lugar en la población española, a renglón seguido de los campesinos. En Castilla, el catastro de Ensenada registró unos 215.000, lo que representaba el 15 por ciento de la población activa. Había algunas excepciones como Sevilla, cuyos artesanos eran casi el 40 por ciento de la población activa. El censo de Floridablanca nos informa de que Cataluña disponía de unos 33.000 artesanos y que Barcelona albergaba a 5.500 de un total de 125.000 habitantes.
Aunque la variedad era consustancial al mundo menestral, lo cierto es que la mayoría de los artesanos poseían unos rasgos comunes. La solidaridad familiar era uno de los bastiones fundamentales donde encontrar la mano de obra y los modestos capitales para comprar los medios de producción. Familias en su mayoría nucleares, con un número de hijos que en poco superaba la pareja y que en muchos casos cobijaba a los aprendices. Una buena parte de los vástagos solían seguir el destino del padre y establecer relaciones matrimoniales bien con hijas de otros artesanos bien con las de otros iguales en el escalafón socioprofesional. Sólo en el caso de los artesanos más adinerados se trataba de utilizar la vía del matrimonio para acceder al mundo de los propietarios agrícolas bien establecidos, de los comerciantes o de los profesionales.
El trabajo manual transcurría en una casa-taller que en ocasiones se convertía en una casa-tienda, formando un sencillo pero funcional espacio dedicado a la vivienda, al trabajo y a la venta. La división social del trabajo era relativamente escasa y en un mismo taller era regular que se efectuasen varias fases de un producto, cuestión que resultaba menos habitual en las grandes poblaciones, donde sin duda la diversificación fue mayor. En general, los oficios que tenían que ver con la vivienda, la alimentación y el vestido eran los más abundantes. Como la actividad artesanal en los núcleos pequeños y medianos no siempre fue muy rentable, vino a ser frecuente que los menestrales tuvieran también alguna parcela de tierra con la que contribuir al consumo familiar. Entre los artesanos existían diferencias económicas según el rango que se disfrutase (maestro, oficial o aprendiz) y que se dispusiera o no de la propiedad de un taller artesanal. También entre diferentes agremiados se daba una sólida estratificación socieconómica, ya que no eran lo mismo los plateros, boticarios o los drogueros con modestos pero sólidos recursos que los alpargateros o los tercipeleros que a menudo podían estar en precarias condiciones económicas.
Si la fortuna y la consideración social jerarquizaban a los menestrales, en cambio casi todos compartían una fuerte religiosidad barroca expresada en la multitud de objetos religiosos que llenaban las viviendas, en las permanentes relaciones con la clerecía, en la participación en las cofradías o en el número de misas testamentarias. Asimismo, compartían una formación cultural precaria, aunque todo indica que con el transcurso del siglo los niveles de alfabetización subieron algunos puntos, confirmándose así las palabras de Campomanes al afirmar que "los más de los artesanos comúnmente saben leer y escribir".
La secular existencia de artesanos y su similar situación en el proceso productivo general en el marco de una sociedad estamentalizada, había generado desde los tiempos medievales una fuerte autoconciencia de grupo social diferenciado y, como culminación de la misma, la formación de asociaciones gremiales. Durante el Setecientos el gremio conservó toda su fuerza y mantuvo la mayor parte de sus características. La principal era la de ser una asociación de defensa profesional dedicada tanto a reglamentar el proceso productivo interno de los artesanos como a defender a los agremiados frente a otras clases sociales o ante las autoridades.
En el primer caso, las ordenanzas gremiales trataban de conseguir una homogeneidad productiva que evitase la competencia desleal capaz de ocasionar el desprestigio profesional por la falta de calidad en los productos o bien de provocar el paro de algunos miembros ante la acaparación laboral de otros. En muchos gremios eran los veedores los encargados de garantizar el cumplimiento de las normas corporativas. Además, los gremios disfrutaban de una serie de privilegios otorgados por las autoridades que garantizaban la reserva monopolística de la producción de una mercancía para los agremiados de un determinado oficio. Asimismo, los gremios eran desde su origen entidades dedicadas al apoyo mutuo entre sus afiliados, tanto en aspectos materiales como sociales y políticos. Una afiliación que era cuasi obligatoria, especialmente en los centros urbanos de cierta entidad. Por último, los gremios tenían como destino la colaboración con las autoridades en el mantenimiento del orden público, en el cumplimiento de las normativas legales o como instrumento en la recaudación de impuestos.
En realidad, todo parecía dirigido a un objetivo básico: la búsqueda de una economía moral que asegurase el pleno empleo de la menestralía, evitando el paro, la miseria y con ellas la inestabilidad social. A esta finalidad pretendía contribuir también la propia organización interna de las corporaciones a través de una fuerte jerarquización, mediante duras reglas de tránsito curricular (opera prima, obra maestra) que a menudo duraban largos años y, por último, merced a la formación de una elite artesanal que controlaba los cargos directivos gremiales. Estos maestros-empresarios solían tener una buena solvencia económica y una nada despreciable influencia social que contrastaba con la general modestia de los numerosos maestros-jornaleros, frecuentes empleados en los talleres de los primeros. Por su parte, la mayoría de los aprendices, a excepción de los hijos de los propietarios de taller, terminaban representando una verdadera mano de obra barata con escasas posibilidades de ascenso en el escalafón, igual que acontecía con muchos oficiales. De esta manera, orden y estabilidad fueron las dos aspiraciones permanentes en las que fijaron su atención las instituciones gremiales.
Siendo el gremio todavía un verdadero horizonte de civilización y ante las nuevas realidades económicas que el siglo iba deparando, no debe resultar extraño que estuviera en el centro de la política social del reformismo español. En términos generales, la actuación de los gobiernos reformistas estuvo destinada a un imposible: combinar las nuevas necesidades productivas que una demanda al alza provocaba con el mantenimiento de las relaciones sociales de producción que sustentaban al mundo de la industria artesanal. Dicho de otro modo, se trataba de sostener a los gremios dadas sus ventajas en el mantenimiento del buen orden social y político, al tiempo que se mejoraban sus estructuras productivas para que pudiera producir más, mejor y más barato, abasteciendo así el mercado nacional sin recurrir a la producción extranjera.
La segunda mitad del siglo contempló una interesante discusión doctrinal y política acerca de la reforma de los gremios. Reforma y no supresión, puesto que nadie se planteó seriamente y como posible su eliminación. Críticos con la situación de los gremios se mostraron personajes como Uztáriz, Ulloa, Ibáñez de la Rentería, Campomanes o Jovellanos. En síntesis, presentaban dos tipos de objeciones. Unas se referían a la organización interna de los gremios. La principal era la falta de agilidad y movilidad de unas corporaciones que se habían ido fosilizando hasta encontrarse monopolizadas en sus cargos directivos por una minoría de maestros. La falta de fluidez y de ascenso socioprofesional eran evidentes para sus detractores. Otros inconvenientes se referían a las consecuencias que para la economía y el Estado tenían las vigentes agrupaciones artesanales. La existencia de privilegios y monopolios gremiales terminaba suponiendo un evidente atasco de la producción, así como un seguro perjuicio para unos consumidores cada vez más numerosos. Los gremios estaban ajenos al nuevo concepto triunfante de la moda y, además, eran un obstáculo para la libertad de fabricación: en estas condiciones no se podía levantar la manufactura nacional e impedir la compra de artículos foráneos.
Frente a estas críticas se levantaron algunas voces de indudable talla como las de Francisco Romá y Rosell y, sobre todo, la de Antonio de Capmany. En esencia, el pensador catalán creía que si bien era cierto que los precios gremiales eran menos competitivos, no menos real era que las corporaciones había sabido prevenir la decadencia de las artes y del futuro social de los trabajadores manuales. Las virtudes de la libertad de fabricación estaban por ver y sus primeros síntomas en Barcelona apuntaban hacia la proletarización y desintegración de la comunidad artesanal. Para Capmany, la economía debía ser antes que nada economía política y economía moral.
En realidad, las autoridades se encontraron ante un verdadero dilema. Por un lado, el interés de los productores, por otro el de los consumidores. En una banda estaba la obligación económica de producir más para una población en alza, en la otra se encontraba la necesidad social de no provocar inestabilidad social mediante la proletarización de la tradicional comunidad menestral. De este modo, la disyuntiva estaba planteada entre reformar las bases productivas dando paso a la libertad de fabricación o mantener en su esplendor el gremio como medio para el encuadramiento de los trabajadores manuales.
Ante esta dicotomía, los reformistas optaron por realizar algunas medidas menores conducentes a honrar el trabajo mecánico o a propiciar la mejora técnica de los instrumentos y métodos de producción. La cédula de 1783 fue la culminación de una clara tendencia hacia la reivindicación del trabajo mecánico. En cambio, el acuerdo resultó menor respecto a la libertad de trabajo y fabricación, pues para unos venía a ser la panacea del progreso material, mientras que para otros representaba la desintegración del orden vigente y de la economía moral de los menestrales. Grosso modo, los gobiernos tuvieron en este tema una actitud moderada con tendencia a una mayor radicalización hacia finales de la centuria. En general, se procedió a una política liliputiense por la cual se iban resolviendo casos concretos en las diversas instancias que tenían competencias sobre los gremios, todo ello con una ligera inclinación a romper la ortodoxia gremial y permitir la instauración de industrias libres o el acceso a la fabricación de productos monopolizados por alguna corporación. Una vez más, el reformismo ilustrado tuvo que actuar en medio de una contradicción: hacer frente a las necesidades del propio crecimiento económico o mantener las bases sociales del orden establecido.