Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
La sociedad española del XVIII

(C) Roberto Fernández



Comentario

La sociedad española no era un cuerpo estático de agregados que se superponían según un orden prefijado en los libros de los juristas. Antes al contrario, la vida social era un complejo dinámico y en transformación. Entre la formalidad jurídica y estamental, que situaba a cada cual en un cuerpo estanco, y las evidencias económicas y sociales, la distancia fue cada vez mayor. A medida que el siglo avanzó, la sociedad real fue dejando a un lado a la sociedad legal. La propiedad de los medios de producción, el nivel de rentas y el acceso a la política fueron imponiendo su ley en el momento de jerarquizar el conjunto social. Es decir, por debajo de la rígida teoría medieval de los tres órdenes se situaba una estructura social basada en la desigualdad de las fortunas.
El resultado de este proceso fue la creación de una especie de pirámide social compuesta por una reducidísima elite de familias que disfrutaban de espectaculares niveles de riqueza, de un nutrido grupo de súbditos que llevaban una vida de cierto desahogo sin ostentación, de una amplísima base que debía asegurarse la supervivencia cotidiana con el trabajo diario y cuyo gasto lindaba los niveles de subsistencia y, finalmente, de miles de españoles que sencillamente carecían de fortuna y de posibilidades reales de consumo.

Esta clasificación provisional de gruesas pinceladas puede afinarse mejor si observamos la estructura socioprofesional tipo que definía la mayoría de las ciudades y pueblos de la geografía hispana. En efecto, en las grandes ciudades existía un patriciado urbano compuesto por nobles titulados, elite eclesiástica, grandes comerciantes y funcionarios de alcurnia que dominaban buena parte de los circuitos económicos, acaparaban el prestigio social y dominaban los diversos resortes de la política. Ellos eran los principales interlocutores del poder real y los que tenían mayor y más clara conciencia de ser la clase dirigente regional presta a regir los destinos de la provincia en connivencia con las autoridades centrales. Ellos eran los que compartían sin demasiados problemas los mismos salones de baile o las mismas tertulias.

Por debajo de esta elite social se establecía una amplia capa de mercaderes minoristas, artesanos agremiados, funcionarios modestos y profesionales, que conformaban una especie de mesocracia del trabajo que estaba cómodamente instalada y con claros deseos de mantener la estabilidad del orden vigente. Eran los encargados de producir servicios y manufacturas que tenían en el propio ámbito urbano o regional su demanda más segura.

En los linderos entre el trabajo y el paro, entre la subsistencia y la miseria se encontraban importantes capas de artesanos humildes y asalariados industriales, así como una cohorte de hombres y mujeres poco cualificados siempre dispuesta a vender su fuerza de trabajo. Había otros miles que no tenían ni siquiera esa precaria condición y pasaban a engrosar las filas de los pobres y los vagos que poblaban las instituciones de beneficencia y los arrabales urbanos. Alrededor de las ciudades importantes solía haber también un traspaís de campesinos, unos modestos y otros acomodados, que nutrían las necesidades alimentarias de las poblaciones y que sólo indirectamente tenían cabida en el seno de la propia estructura social de la ciudad. En los pueblos, por el contrario, los números solían inclinarse en favor de una mayor presencia de labriegos y artesanos y una disminución proporcional de la nobleza, el alto clero y la burguesía de negocios.

Aunque no debe tomarse esta taxonomía al pie de la letra, parece aceptable afirmar que el país se encontró durante el siglo bastante polarizado. En las diversas regiones españolas existía una estructura de clases de carácter marcadamente piramidal en la que una exigua minoría de ricos dominaba los recursos de una inmensa mayoría de modestos con un grupo intermedio a veces vigoroso pero siempre poco abundante y que supo sacar buenos beneficios del reformismo borbónico.

Una situación de estas características suponía la defensa de intereses diferentes y a veces encontrados. La inmensa mayor parte de los conflictos se dirimieron por la vía pacífica y jurídica. Las audiencias y chancillerías, el Consejo de Castilla y la Junta General de Comercio se llenaron de pleitos y recursos de las más variada índole que enfrentaban a diversos sectores socioprofesionales. Los señores, los propietarios, los arrendatarios, los pequeños campesinos y los jornaleros porfiaron en los tribunales por la posesión de la tierra o por las formas de arrendamiento de los contratos agrarios. Los pueblos disputaron terrenos que consideraban de su propiedad, a veces durante décadas. Comerciantes, mercaderes y artesanos pusieron a sus órganos institucionales a pleitear por sus intereses corporativos. Y no fue extraño que el capital comercial y el industrial se enfrentaran con verdadera tenacidad por la vía de la judicatura.

Todo ello venía a significar que la sociedad española del Setecientos se encontraba fuertemente solidificada en instituciones corporativas encargadas, a través de la magistratura, de canalizar unos conflictos de intereses que el crecimiento de la economía hispana a veces atenuó y en otras ocasiones avivó. Incluso los campesinos que no disponían de organismos de esa naturaleza porfiaron por la senda judicial a título individual. El continuo pleitear de los campesinos castellanos contra sus señores, la polémica gallega de los despojos (renovación de los foros en manos de los mismos llevadores) o las luchas de los viticultores catalanes (rabassaires) contra los propietarios de las viñas por el tiempo de duración de los contratos que los primeros deseaban intemporales, son otras tantas muestras de cómo cotidianamente se preferían los caminos de la magistratura en temas relacionados con la tierra y el régimen señorial.

Pero esa situación básicamente estable y legalista tuvo también su contrapunto en algunas manifestaciones violentas que las autoridades no pudieron evitar. La condición cercana a la pobreza de importantes colectivos sociales, urbanos o rurales, era, sin duda, un caldo de cultivo para la revuelta. Una revuelta que aparecía como medio de defensa de los sectores más modestos ante la imposibilidad de canalizar adecuadamente sus aspiraciones sociales y económicas en el marco de unas reglas del juego político que los marginaba claramente. Así pues, cuando los impuestos apretaban demasiado se producían motines antifiscales, a veces con ribetes de foralidad, como los ocurridos en el País Vasco durante la Machinada de 1718 y la Zamacolada de 1804; cuando el Estado parecía incumplir las tradiciones se desarrollaban algaradas contra el reclutamiento militar, como el Aldarull de las quintas en Cataluña durante 1773 y los sucesos de Valencia en 1801; finalmente, cuando el abastecimiento de alimentos se entorpecía y los precios subían por efecto de las malas cosechas y los acaparadores, tenían lugar revueltas urbanas, como las producidas en toda España en 1766 o las más acotadas de Granada en 1748 y los Rebomboris del pá acontecidos en Barcelona durante 1789.

Parece generalmente admitido que el conflicto que tuvo mayor trascendencia política y social fue el denominado Motín de Esquilache. En efecto, en pleno corazón del siglo, en Madrid primero y en varias poblaciones después (País Vasco, Zaragoza, Alicante, Cartagena, Elche), estallaron una serie de revueltas que llevaron la más honda preocupación a los primeros gobernantes reformistas de Carlos III. Por la extensión de los motines, inaudita hasta entonces, por la confluencia de los sectores sociales actuantes, por la virulencia de las acciones en la propia capital, las revueltas de 1766 llegaron a provocar un punto de inflexión en la política reformista.

Los acontecimientos empezaron a precipitarse en forma violenta a partir del decreto firmado por el marqués de Esquilache el 20 de marzo. En dicha disposición se conminaba a cumplir la vieja orden que prohibía a los hombres llevar capas largas y sombreros anchos y redondos, medidas pensadas para evitar el embozo de la identidad personal y la comisión de delitos criminales. Después de tres días de malestar, estalló la primera manifestación que logró reunir a cinco mil personas en la Plaza Mayor de Madrid. La multitud se dirigió primero a casa del ministro, que tuvo que refugiarse en el Palacio Real bajo el amparo del monarca, y al día siguiente fue a exponer sus demandas ante Carlos III. Dado el cariz que tomaban las reivindicaciones y con el temor de que las mismas pusieran en cuestión la monarquía, el propio soberano salió a escuchar las solicitudes de los manifestantes. Por boca de un fraile hicieron saber al monarca las principales peticiones: seguir manteniendo la indumentaria española, el cese de los gobernantes extranjeros, la rebaja de los precios de los alimentos básicos (especialmente el pan), la supresión de la Junta de Abastos y la retirada de las tropas a los cuarteles. Aunque el soberano concedió casi todas las demandas, sus dudas sobre el control de la situación hizo que marchara a Aranjuez, medida interpretada por los amotinados como una vuelta atrás en las promesas y el inminente inicio de la represión. Un nuevo parlamento entre los emisarios rebeldes y el rey finalizó con una carta real leída ante miles de madrileños garantizando las concesiones realizadas. La revuelta acababa con un balance de cuarenta muertos, la mitad rebeldes y la mitad soldados, y algunas decenas de heridos.

Los sucesos de 1766 son fruto de un haz de causas complejas producto de una situación estructural y de medidas políticas coyunturales. La base del conflicto, y uno de sus desencadenantes principales, se encontraba en la estructura agraria española y el desabastecimiento periódico de las ciudades populosas. La respuesta popular ante una subida de los precios era un motín de subsistencias. Una serie de malas cosechas en los años anteriores y el acaparamiento de granos por parte de los especuladores clásicos, favorecida por la medida promovida por Campomanes en 1765 de abolir la tasa del precio de los granos y potenciar su libre comercio, resultaron decisivas para provocar las revueltas. La respuesta popular a los avances de la economía política propiciada por las autoridades favoreciendo la libertad de mercado fue contestada por la economía moral de la multitud que reivindicaba medidas proteccionistas tradicionales que salvaguardasen sus intereses de la tendencia monopolista de los poderosos propietarios. Y si este componente de subsistencias intervino en el estallido madrileño, fue especialmente evidente en los motines que jalonaron las diversas provincias.

En el caso de Madrid, los problemas agrarios de fondo fueron aprovechados para dirimir otras cuestiones. Unas tenían que ver con la xenofobia del pueblo madrileño hacia los gobernantes extranjeros, sentimiento alentado demagógicamente por los partidos que se disputaban el favor real. Otras hunden sus razones en una intencionalidad claramente conspirativa de una parte de la nobleza, que intuyó una buena oportunidad para atacar con criterios reaccionarios el programa de reformas políticas. Una nobleza que no estaba dispuesta a que la gobernaran modestos nobles como Campomanes o Floridablanca y aún menos extranjeros como Esquilache o Grimaldi. Y, por último, fue una lucha por el poder dentro del propio bloque reformista, donde personalidades como el anterior ministro Ensenada, creyó vuelta su hora de entrar en lides de gobierno.

Las consecuencias del motín fueron diversas. Aunque en un primer momento el rey y las autoridades locales concedieron buena parte de las peticiones a fin de calmar los ánimos y ganar tiempo, posteriormente el nombramiento del conde de Aranda como presidente del Consejo de Castilla significó la marcha atrás en las concesiones ante el argumento de que habían sido cedidas bajo la presión de un levantamiento ilícito. A partir de 1766 quedó establecida en Madrid una fuerza permanente de 15.000 soldados, clara muestra de que el orden era prioritario y de que las algaradas no iban a tener resultados positivos. Dentro de esta línea debe interpretarse también la nueva organización de los barrios ciudadanos, vigilados por patrullas de notables. Igual origen tiene la instauración de los síndicos personeros y los diputados del común como intento de hacer participar a las masas en diversas facetas de urbanismo y control de abastos. Políticamente, Esquilache tuvo que abandonar España, Grimaldi fue confirmado, Ensenada desterrado al exilio y los jesuitas, fervorosos militantes de la asonada, fueron expulsados de España. Al final, el Motín de Esquilache vendría a resultar un primer aviso de lo difíciles que iban a ser las reformas y de lo esencial que era el orden para que las mismas, en opinión de las autoridades del momento, pudieran llevarse a buen puerto.

Así pues, cuando los poderosos utilizaban todos los resortes del poder (local, judicial o central) para salirse con la suya, las clases populares más desfavorecidas creían tener legitimidad (moral y política) para utilizar la revuelta como medio de parar los pies a los ricos. En este contexto tardofeudal, el motín continuaba siendo una respuesta de los más (y menos favorecidos) para mantener una economía moral que frenase la posible desmembración de la comunidad tradicional por las nuevas formas de explotación o por los abusos de poder. De este modo, puede decirse que eran motines reguladores de la tasa permisible de explotación y que en ningún caso cuestionaban el modelo social vigente, a lo sumo, cuando adquirían una mayor radicalidad, podían llegar a poner en solfa algunos aspectos secundarios del régimen señorial.

En estas protestas los protagonistas fueron similares en todos los lugares: pequeños campesinos que veían peligrar sus haciendas, trabajadores no cualificados de las grandes ciudades, consumidores urbanos con escasa capacidad de renta que se veían muy afectados por las carestías y, por supuesto, los que nada tenían que perder porque habían entrado en el mundo de la marginalidad. Frente a ellos se situaron también siempre los mismos: los señores laicos o eclesiásticos, los propietarios y arrendatarios importantes y las oligarquías urbanas. O dicho de otro modo, todos aquellos que se llevaban la mayor parte de la renta agraria o de los beneficios comerciales y que hegemonizaban la política local. En medio de estos enfrentamiento fue usual que se situara la jerarquía eclesiástica en funciones de "iris de la paz" que no podía enemistarse con el conjunto de la feligresía pero tampoco estaba en condiciones de permitir impasible el ataque a las autoridades y a los poderosos, en cuyas filas se encontraba.

Los gobiernos reformistas tuvieron particular miedo a las revueltas callejeras de los sectores populares, en especial tras los acontecimientos de 1766. Un pánico que provenía no tanto de la asonada en sí misma o de las concesiones que hubieran de hacerse, siempre particulares y negociables y que nunca cuestionaban la figura suprema del buen rey, sino de la manipulación política que de ellas pudieran realizar los enemigos de la reforma. Eso era lo que al menos habían demostrado los acontecimientos de Madrid durante el Motín de Esquilache: a una crisis de subsistencia se podía superponer una conspiración política personal o colectiva.

Y en ese contexto difícil de resolver se ahogaron bastantes de las buenas intenciones ilustradas. Ante el dilema de orden o reforma se escogió el primero pensando que era la condición para llevar a buen puerto la segunda: puestos a elegir eran los cambios los que podía esperar. Y cuando tomaron partido por la reforma, anduvieron por el sendero de las medidas técnicas y de algunas resoluciones a la defensiva, incapaces de resolver los verdaderos problemas que estaban en la base de la conflictividad sociopolítica, pacífica o violenta, de la sociedad española.