Comentario
El clero era, junto a la nobleza, parte del bloque social dominante. Dedicada al cuidado de la fe católica, la clerecía contribuía también, objetivamente, al mantenimiento del feudalismo desarrollado en su fase política del absolutismo ilustrado. Afirmación especialmente cierta para su elite rectora, que junto a la nobleza titulada era la primera beneficiaria del modelo social imperante y su principal garante.
Grupo poco numeroso, pues no supuso nunca más allá del 2 por ciento de la población, dividido casi a la mitad entre seculares y regulares, mal repartido por el territorio peninsular al concentrarse allí donde conseguía mejores medios de subsistencia (especialmente el urbano), experimentó durante el siglo una ligera tendencia a su disminución absoluta y proporcional con respecto al conjunto de los españoles (unos 150.000 a mediados del siglo y unos 145.000 en 1797), merma que afectó algo más a los regulares merced a la expulsión de los jesuitas y a la política carolina favorable al aumento del clero con cura de almas.
Además de la salvaguarda de la religión católica, las funciones sociales a las que atendió la clerecía estuvieron bien delimitadas pese a su pluralidad. Tres eran las misiones esenciales. En primer lugar, el clero debía educar a la población en unos determinados valores sociales que en ningún caso perturbaran el sistema. Antes al contrario, mediante el consenso (o la coacción, si era preciso) los clérigos debían imponer un credo de creencias que las diversas clases sociales tenían que compartir. En segundo término, los eclesiásticos contribuían a atemperar las diferencias económico-sociales existentes a través de la beneficencia y la mediación en los conflictos sociales. En este último caso, la clerecía adoptaba una postura de arbitraje que su prestigio social entre las diversas clases sociales le permitía. Así acabaron apaciguando algaradas y revueltas que de otra forma hubieran sido más peligrosas para el orden establecido. Finalmente, los clérigos ayudaban a legitimar por vías diversas la dominación de clase de la nobleza y de ellos mismos, que eran también grandes propietarios de patrimonios rurales y urbanos.
La clerecía era una clase fundamentalmente abierta que tuvo aportaciones de individuos procedentes de todos los grupos sociales, siendo relativamente usual que los hijos de sectores medios acomodados pudieran desempeñar cargos en la jerarquía eclesial, lo que no impedía a su vez que los puestos más relevantes de la misma estuvieran reservados principalmente para los vástagos segundones de la aristocracia que provenían de los colegios mayores. En el caso del bajo clero, los descendientes de campesinos y menestrales acomodados solían ser habituales, representando a menudo una salida profesional de reputada dignificación social y de rentas suficientes para llevar una vida más placentera que la existente en la unidad familiar.
En su seno, sin embargo, el colectivo eclesial estaba fuertemente jerarquizado, existiendo a la vez importantes solidaridades horizontales y significadas diferencias verticales. Una cosa era el episcopado o los capítulos catedralicios y otra bien diferente los curas párrocos o los frailes. De esta forma, cada cual ocupaba un lugar determinado en el escalafón cuyos modos de ascenso estaban bien delimitados. Según la posición, cada miembro de la Iglesia respondía a un tipo de funciones, disfrutaba de un acceso diferente a los abundantes recursos económicos de que disponía la institución y poseía un grado de preparación intelectual y pastoral muy diverso. Esta realidad explica la existencia, larvada o explícita, de pugnas entre los diversos colectivos eclesiásticos. Por debates ideológicos, por derechos patrimoniales, por las rentas decimales, por cuestiones jurisdiccionales o por problemáticas políticas, el clero podía ponerse fácilmente a la greña. Los diversos avatares del siglo, especialmente a finales del mismo, fueron situando definitivamente a unos en el bando de la tradición y a otros en el del reformismo moderado donde también algunos clérigos creyeron ver el remedio para los males de España y de la Iglesia.
Sin embargo, estas diferencias internas no deben hacer olvidar que la clerecía poseía una fuerte y vertebrada identidad propia, especialmente notable entre sus elites, que establecía solidaridades horizontales esenciales frente a los otros grupos sociales. El clero se sentía unido en su obligación de moldear los valores sociales y domeñar las conciencias individuales (confesión auricular, púlpito, enseñanza, tribunal inquisitorial), actuando de agente de control social e ideológico al servicio de un orden del cual era directo beneficiario. La clerecía disfrutaba de privilegios fiscales que ocasionaban ventajas económicas considerables al tiempo que posibilitaban la cristalización legal de su superioridad político-social frente a otros colectivos. Los eclesiásticos compartían una idéntica posición institucional ante los medios de producción básicos; unos recursos que teóricamente eran de todos los miembros de la institución-Iglesia (al margen de los que cada cual disfrutara personalmente) y que les proporcionaba sustanciosas rentas. Además de los ingresos por los derechos de estola y del disfrute universal de los diezmos, la posesión de amplios patrimonios rústicos y urbanos así como la práctica del préstamo condujeron a la clerecía al establecimiento de relaciones económicas que en algunos casos (especialmente con los campesinos) fueron de dominación. Finalmente, los clérigos estaban encuadrados en una misma institución generadora de normas comunes para todos sus miembros, tanto en el comportamiento interno como en la acción social. Una institución que actuaba como verdadero órgano colectivo frente al poder político, a la vez que generaba una autoconciencia de grupo diferenciado ante el resto de las clases sociales.
Esa implicación en la vida económica y social, esa tarea transmisora de valores sociales y de posturas ideológicas ocasionaron que las autoridades del absolutismo ilustrado tomaran el tema clerical como uno de sus puntos nodales en política social. El arma principal para librar ese combate fue el regalismo. La doctrina regalista abogaba por forjar una Iglesia nacional e independiente de Roma y por la supremacía de la Corona en los temas de orden temporal. Además, las autoridades borbónicas, especialmente en tiempos de Carlos III, aspiraron a regenerar el comportamiento del clero para que cumpliera mejor su misión pastoral y para que ayudara en la tarea de reformar el país. Con el objeto de conseguir estos logros se quiso formar una clerecía menos numerosa, bien repartida por el territorio, preparada pastoralmente y dedicada a la labor específica de una cura de almas sobria y eficaz. Estos objetivos ayudan a explicar la preocupación prioritaria por los curas párrocos y la mal disimulada animadversión por los regulares o por los clérigos que habían recibido la tonsura para disfrutar de algún beneficio eclesiástico.
Varios fueron los frentes de actuación y no demasiados los éxitos conseguidos, pues ni los seculares se pasaron masivamente a las filas reformistas, excepción hecha de algunos miembros de la elite eclesial, ni los regulares colaboraron en su propia mejora. Hubo acciones de gobierno encaminadas a reformar la estructura interna de la clerecía. En 1762 el Consejo de Castilla limitaba el número de religiosos a aquellos que pudiera mantenerse con dignidad dentro de un convento, cuestión que afectó sobre todo a trinitarios, mercedarios y carmelitas. Asimismo, fijaba la edad mínima para profesar cualquier religión, obligaba al nombramiento de un general español al frente de cada orden religiosa y prohibía la ordenación de regulares españoles en el extranjero así como de foráneos en España. Al mismo tiempo, la condición económica del clero parroquial fue objeto de un Plan Beneficial firmado por Carlos III. El plan pretendía redistribuir las parroquias y dotar a cada párroco con una congrua mínima de 4.000 reales proveniente de los muchos beneficios simples que no estaban dedicados a la cura de almas, medida que tuvo un éxito superficial y relativo. También se quiso potenciar la preparación pastoral e intelectual de la clerecía con la creación de numerosos seminarios conciliares. Desde 1766 hasta finales del siglo, se formaron diecisiete nuevos seminarios reformados, amén de algunas bibliotecas en las respectivas sedes episcopales.
Otras acciones se dirigieron a las bases económicas del clero. La mayoría de los ilustrados vieron la amortización de tierras eclesiásticas como un atentado contra los principios de la economía civil, del crecimiento agrario y de la hacienda pública. Buena prueba de ello puede hallarse en el famoso Tratado de la Regalía de Amortización escrito por Campomanes en 1765. Aunque no fueron muchas las medidas tomadas para desamortizar tierras clericales, las progresivas dificultades del tesoro público llevaron a Carlos IV a firmar el primer decreto de desamortización (1798). La medida afectó a una sexta parte de las propiedades de la Iglesia castellana, especialmente a las posesiones cuyas rentas nutrían a las hermandades, hospitales, hospicios y asilos. Se produjo así un resultado antisocial, al afectar el decreto a instituciones asistenciales dedicadas a los sectores bajos de la sociedad precisamente cuando más necesitados estaban por los tiempos de crisis que corrían.
Asimismo, los gobernantes insistieron en cambiar las formas y maneras de la caridad. En 1789 se instauraba un Fondo Pío Beneficial con objeto de conseguir que las limosnas espontáneas de cada prelado surgieran de un gravamen fijo sobre las rentas eclesiásticas. Además, se empezó a difundir la idea de que la beneficencia debía ser ejercida por el Estado con criterios vinculados a la bondad del trabajo y su utilidad pública. De hecho, los hospicios y las casas de caridad fueron vistos paulatinamente como lugares donde proveerse de una mano de obra barata a la que se podía especializar en algunas labores. La caridad fue dejando de ser una cuestión moral o de orden público para convertirse en un tema económico que el Estado y la ascendente burguesía querían controlar.
Finalmente, autoridades borbónicas y obispos reformistas de filiación filojansenista coincidieron en la necesidad de reformar una religiosidad popular a menudo rayana en la superstición y el fanatismo. En esencia, se trataba de eliminar los excesos de barroquismo y sacralización, así como las prácticas superfluas y paganizantes que había en la liturgia española. Las cofradías, las fiestas religiosas populares y los gastos excesivos en estas manifestaciones fueron duramente criticados por personajes como Campomanes, Aranda o Cabarrús. A lo largo del siglo se fue propagando la necesidad de cambiar el viejo modelo basado en la presencia social por otro de actividad religiosa socialmente útil. De este modo, frente a la religiosidad exterior, ritual y popular, nada escandalizada ante la Inquisición y de difícil control social, se fue oponiendo una práctica más individualizada e interiorizada, más rigurosa teológicamente y menos complaciente con el Santo Oficio.
En realidad, cada vez resultó más evidente que dentro del seno de la propia Iglesia se enconaba la oposición entre conservadores y reformistas, igual que sucedía en la vida social y política. De una manera larvada primero y más evidente después, se fueron confrontando las tesis de ambos sectores. Por un lado, una minoría de clérigos renovadores sinceramente convencidos de que los males de la Iglesia estaban en su seno y de que era necesario emprender nuevos caminos, en lo pastoral y en los comportamientos, para que aquélla cumpliera con su verdadera misión. Y por otro, los criterios de otra minoría bien preparada intelectualmente y con una importante presencia en el seno de la institución que abogaba por tesis conservadoras alimentadas por actitudes misoneístas, ortodoxas y xenofóbicas que postulaban que la perversión moral estaba en la propia sociedad y que provenía esencialmente de los nuevos filósofos, frente a los cuales debía oponerse una cruzada.
Cuestiones como la Constitución del clero civil aprobada en Francia en 1790, que disolvía el clero regular y convertía en funcionarios a los seculares, o como la bula Auctorem Fidei, firmada por el Papa Pío VI en 1794 para condenar las posturas reformistas del Sínodo de Pistoia, fueron momentos de máxima tensión. Con todo, al finalizar la centuria las posturas conservadoras habían ganado más batallas y se afianzaban en el panorama eclesiástico español, al mismo tiempo que lo hacían en el político. La reforma del clero tuvo algunos logros meritorios, pero fueron bastantes más las cuestiones que restaron intocadas.